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El sol de las ranas hervidas

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Me pregunto hasta cuándo seguiremos calificando acríticamente el sol y el calor como “buen tiempo”, dando igual si nos pilla en pleno agosto o nos obliga a un 31 de diciembre en mangas de camisa. Padecemos el síndrome de la rana hervida, ya saben, ese experimento imaginario con el que el suizo Olivier Clerc ilustró nuestra insensibilidad a los cambios graduales en el entorno por perjudiciales que sean: si una rana se pone repentinamente en agua hirviendo, saltará, pero si la rana se pone en agua tibia y se lleva a ebullición lentamente, no percibirá el peligro y se cocerá hasta la muerte. Así nos comportamos con el dichoso “buen tiempo”, referido siempre al calor, cuando es un síntoma inequívoco del cambio climático. 

La temperatura del planeta ha aumentado aproximadamente 1,1 grados Celsius desde la época preindustrial —mediados del siglo XIX— hasta la actualidad, según los informes del último Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC). Dan igual cuantos apocalipsis al estilo “Los 100” nos traguemos: peor, porque parecen servir para entretenernos mientras nos cocemos lentamente a la espera del fin, al estilo de la rana del experimento. Más allá del drama de baja intensidad de no saber cuándo arrancar con la nueva temporada y mudar el armario, al ciudadano despreocupado medio no parece acongojarle el calorón fuera de temporada.  

Según los datos del servicio meteorológico español (AEMET), en Cantabria la temperatura media anual ha aumentado aproximadamente 1,5 grados desde principios del siglo XX. Los datos muestran que los últimos años han sido especialmente cálidos en la Comunidad Autónoma, con algunas de las temperaturas más altas registradas en la historia reciente. La AEMET habla de que estamos viviendo la sequía “más severa” en Cantabria desde que se tienen registros históricos y 2022 fue el año más cálido en España desde, al menos, 1916. Se trata de una situación que se lo está poniendo muy difícil a ganaderos y ganaderas de Cantabria, que se las ven y desean para mantener precios y poder alimentar a sus reses con piensos cada vez más caros en ausencia de pastos de montaña porque están secos. Los embalses se encuentran en mínimos, especialmente el del Ebro. 

Con este panorama, ha sido más fácil sufrir los más de 343 incendios habidos desde el inicio del mes de marzo. 343 incendios en un mes son muchos incendios con su correspondiente emisión de CO2. Sabemos, o al menos sospechamos a qué se deben, pese a que tantos medios poco rigurosos los achacan a “pirómanos”, cuando mayoritariamente son provocados por gente sin escrúpulos, y no “pirómanos” — “Persona que padece una enfermedad mental que le lleva a provocar incendios, y que debido a ella puede ver disminuida su imputabilidad jurídico-penal”, según el Diccionario de la Real Academia—. La ‘enfermedad’ de estos terroristas ambientales es metafórica: puro y duro egoísmo y ambición capitalistas. 

Los hay que se convierten en “pirómanos” para poder ampliar terrenos para la ganadería, la agricultura o la silvicultura ya que los bosques, que son de todos, se les hace que ocupan áreas demasiado extensas. Así está Cantabria como está de monocultivos de eucalipto, árbol que crece y se vende rápido a las papeleras, pero va sobrado de impactos negativos en la biodiversidad y la calidad del suelo y el agua: me pregunto qué control por parte de la administración se hará de este negocio. Los hay también que se deben a la especulación urbanística: una vez quemados los bosques, se puede intentar urbanizar la zona y construir viviendas, centros comerciales o infraestructuras turísticas. Y los hay, incluso, que utilizan los incendios como una forma de camuflar la tala ilegal de árboles: al quemar los bosques, se ocultan las pruebas de la tala y se puede acceder de forma más fácil a los árboles. Y los hay, para acabar, idiotas: son aquellos que creen poder manejar el fuego y, sencillamente, se les va de las manos.  

Por supuesto, los incendios forestales tienen hoy, también, una relación directa con el cambio climático. El aumento de la temperatura global, la disminución de las precipitaciones y el aumento de la frecuencia y la intensidad de las olas de calor son algunos de los factores que han contribuido al aumento de la frecuencia y la magnitud de los incendios forestales, en Cantabria y en el mundo. El cambio climático también afecta a la vegetación y los patrones de humedad del suelo, haciendo que las áreas forestales sean más susceptibles de incendios. Si la cosa no es peor es gracias a esa ganadería extensiva que las está pasando canutas, pero que se ocupa de mantener los suelos limpios: una tarea silenciosa e imprescindible que bien pudiera ser remunerada. 

Hoy se habla ya de seis generaciones de incendios en el país. La primera generación arranca después de la Guerra Civil española, y en esa etapa los incendios no existían o tenían poca continuidad, porque se apagaban conforme llegaban a zonas labradas, pastoreadas y con diferentes usos antrópicos. En la segunda generación, entre las décadas de los 60 y los 70, comenzaba el abandono del medio rural y la vegetación empezó a colonizar territorio, por lo que se empezó a prestar más atención a la prevención de los incendios forestales, con quemas controladas y cortafuegos: fue la época de aquel “Todos contra el fuego” que la gente de mi generación recordará. En la tercera generación, entre los años 80 y los 90, los incendios empezaron a ser intensos y se hicieron aconsejables la creación de equipos especializados y una estrategia de gestión integral de los incendios que incluyera la gestión del territorio. En la cuarta generación, en los 2000, entran en la ecuación las segundas residencias que son especialmente vulnerables porque muchas no cuentan siquiera con un plan de protección contra incendios, y obligan a pasar de una gestión de incendios forestales a una gestión de una emergencia por incendios: los montes van por detrás de las personas y las propiedades. En la quinta generación, se añade la simultaneidad, es decir, aparecen varios incendios a la vez, produciendo, por tanto, un colapso en los dispositivos. 

La sexta generación de incendios es la que se debe a los efectos del cambio climático y al cambio global, e implica, como estamos viendo, un aumento brutal de los incendios, en cantidad y calidad. Se recomienda apostar por la prevención mediante aprovechamientos del entorno rural con prácticas tradicionales como la silvicultura, la ganadería extensiva, la apicultura, la extracción de madera, la recolección de setas y trufas o de hierbas aromáticas, medicinales… actividades que proporcionan recursos económicos para la población y contribuirían al control y limpieza del entorno. Para ello, las administraciones públicas deberían ofrecer ayudas y líneas de subvención que hicieran que el trabajo en el campo resultase rentable y apetecible, frenando la despoblación.

El fuego que quema los bosques y las temperaturas inusuales son dos caras de la poliédrica realidad del deterioro planetario y se requiere un cambio de sistema y valores, para que no siga adelante el cambio de clima. Así que esta Semana Santa, cuando Revilla y la obsesión turistificadora empiecen con la cantaleta del “buen tiempo”, recordemos que buen tiempo en Cantabria puede apuntar al frescor del nublado, a la lluvia repiqueteando tras los cristales de una galería en una tarde de abril o, como reza el dicho, a un “marzo ventoso y un abril lluvioso” que traigan “un mayo florido y hermoso”, y no a un sol apocalíptico que nos lleve a cocernos como ranas.

Me pregunto hasta cuándo seguiremos calificando acríticamente el sol y el calor como “buen tiempo”, dando igual si nos pilla en pleno agosto o nos obliga a un 31 de diciembre en mangas de camisa. Padecemos el síndrome de la rana hervida, ya saben, ese experimento imaginario con el que el suizo Olivier Clerc ilustró nuestra insensibilidad a los cambios graduales en el entorno por perjudiciales que sean: si una rana se pone repentinamente en agua hirviendo, saltará, pero si la rana se pone en agua tibia y se lleva a ebullición lentamente, no percibirá el peligro y se cocerá hasta la muerte. Así nos comportamos con el dichoso “buen tiempo”, referido siempre al calor, cuando es un síntoma inequívoco del cambio climático. 

La temperatura del planeta ha aumentado aproximadamente 1,1 grados Celsius desde la época preindustrial —mediados del siglo XIX— hasta la actualidad, según los informes del último Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC). Dan igual cuantos apocalipsis al estilo “Los 100” nos traguemos: peor, porque parecen servir para entretenernos mientras nos cocemos lentamente a la espera del fin, al estilo de la rana del experimento. Más allá del drama de baja intensidad de no saber cuándo arrancar con la nueva temporada y mudar el armario, al ciudadano despreocupado medio no parece acongojarle el calorón fuera de temporada.