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De la sororidad a la solidaridad

Lo estamos consiguiendo, la sororidad ha llegado para quedarse: por fin hemos logrado romper esa trampa mortal del patriarcado que es la enemistad y la competición entre mujeres, una trampa ideológica de largo recorrido alimentada por toda la cultura. Hoy sabemos lo mucho que ganamos cuando hacemos piña contra la común opresión, cuando nos apoyamos unas a otras, y hemos aprendido a disfrutar de la amistad entre mujeres que el heterosexismo trató de cortocircuitar encerrándonos en las cocinas de una familia nuclear destinada a debilitarnos.

Pero también sabemos que la sororidad feminista, la hermandad entre mujeres, estrategia de supervivencia, visibilización e insumisión, no puede quedar reducida ni a tatuaje en la muñeca o lema de camiseta ni a una especie de doble inverso y abstracto de la fraternidad. La sororidad ha de aspirar a una apertura material de la fratria patriarcal que reviente sus costuras. Que conecte con la solidaridad y ensanche los límites de lo que consideramos “lo nuestro” hasta entreverarse con las opresiones de las otras —y, de su mano, de los otros oprimidos—, insuflando al espíritu de lo común nuevos aires, rumbos inéditos que activen una solidaridad radicalmente heterogénea.

Y porque ninguna palabra política es un logro definitivo —que una noción sea política implica, por definición, que sea disputable, negociable, histórica, revisable— es necesario escuchar a las hermanas feministas, sobre todo racializadas, que desde hace ya largo tiempo exponen sus críticas a un término que en Europa corre a menudo el riesgo de convertirse es una abstracción menos útil de lo que debiera, hasta poder parecer un juguete de blancas privilegiadas. Nuestras compañeras racializadas necesitan más, y nos lo están enseñando desde varios puntos del planeta. Y muchas queremos escucharlas.

Ya Audre Lorde, feminista afroamericana de referencia, apuntaba que “la palabra sororidad presupone una homogeneidad de la experiencia que en realidad no existe”. Mientras que unas, y en diferentes grados según la clase, disfrutamos del privilegio de la blanquitud, otras sufren —junto a sus compañeros varones— la racialización de la que somos beneficiarias. El patrimonio feminista no se reduce al dominio europeo, y las feministas decoloniales latinas, hindúes, negras, musulmanas… han abierto caminos de crecimiento, no exentos de dolor y autocrítica.

Debemos reconocer, desde nuestras experiencias diversas como mujeres, que hay diferencias entre nosotras que discriminan y hemos de articularlas siendo conscientes de ello, y de que el cruce de las opresiones implica identificarnos también como opresoras o, como mínimo, como beneficiarias de la opresión entendiendo además que, a menudo, para muchas mujeres son imprescindibles las alianzas con los varones. ¿O acaso podemos exigir a una mujer bangladeshí que trabaja en el textil —una de las que están protagonizando huelgas brutales de las que apenas se ocupan los medios—que se identifique únicamente como feminista, a nuestro lado, y deje de lado a sus compañeros varones que trabajan en el puerto y junto a los que lucha contra la explotación de una industria que nos supone ropa barata a las europeas?

Y, por supuesto, tampoco la opresión de clase es baladí. Patriarcado, neoliberalismo, racismo y colonialidad del poder, sumados al antropocentrismo responsable de la explotación descontrolada de la tierra, sus pobladores y recursos conforman esa prieta red a la que nos enfrentamos. La misma Lorde advertía de que “entre aquellas de nosotras que compartimos los objetivos de la liberación y un futuro viable para nuestras hijas, no puede haber jerarquías de opresión”. Por eso, además de sororidad, necesitamos solidaridad.

La solidaridad es la sinergia de las y los oprimidos, decía Paco Vidarte, filósofo, feminista y teórico LGTBQ: “Es no es creer en la bondad de los que muerden el polvo sino saber que mientras alguien muerda el polvo yo estoy en riesgo de morderlo al día siguiente. Es temer por las propias barbas cuando ves a una trans perseguida”, decía en su Ética marica. Implicando tanto al internacionalismo como a la interseccionalidad de todas las luchas, ser solidarias es, ante todo, un imperativo de la inteligencia táctica, porque las opresiones forman una tupida red que hace inútil centrase en una sola injusticia —lo cual no resta un ápice, claro está, al derecho a escoger tal ceguera—.

Es poco práctico, para la inmensa mayoría, ser feminista y no defender los derechos LGTBQ, ser militante LGTBQ y abonarse al clasismo o no luchar contra la xenofobia, luchar contra la xenofobia y no ver su imbricación en las diferencias de clase, defender la lucha obrera y minorizar otras… Pensemos cuántas veces, de hecho, la pérdida de empleo para las clases trabajadoras ha desatado el racismo y el machismo —“¡nos roban el trabajo!”—, en cuántas ocasiones son empleadas las violaciones como acicate del racismo, cuán a menudo la humillación de un hombre racializado podría compensarse mediante brutalidad machista, o que fácil es recurrir al racismo cuando un hombre racializado protagoniza una agresión heterosexista… Las articulaciones entre sistemas de opresión generan complicadas aleaciones que sólo sabremos reconocer si las enfrentamos solidariamente.

Porque la solidaridad implica reconocer que, sin justicia, no hay paz. Y allá donde no hay solidaridad de las oprimidas, encuentra su oportunidad la extrema derecha que, con un simulacro de discurso antisistema, rentabiliza las frustraciones atomizadas y fabrica chivos expiatorios entre los cuales, antes o después, estaremos casi todas: por migrantes, por trans, por maricas y bolleras, por mujeres, por feministas, por vagos y maleantes... Cada vez más grande el círculo de los excluidos, el círculo mágico del macho blanco propietario.

Aunque siempre ha habido marejadas de todo tipo, no parece muy descabellado pensar que la primera ola histórica revolucionaria vino de la mano de la clase, la segunda ha sido sin duda del género, y la tercera viene de la lucha contra la racialización… Si acumulamos sus respectivas fuerzas solidarias, por tanto, si las feministas hacemos productiva la sororidad, será más fácil que un tsunami de justicia barra el desierto de violencias e insolidaridad en que hoy habitamos.

Lo estamos consiguiendo, la sororidad ha llegado para quedarse: por fin hemos logrado romper esa trampa mortal del patriarcado que es la enemistad y la competición entre mujeres, una trampa ideológica de largo recorrido alimentada por toda la cultura. Hoy sabemos lo mucho que ganamos cuando hacemos piña contra la común opresión, cuando nos apoyamos unas a otras, y hemos aprendido a disfrutar de la amistad entre mujeres que el heterosexismo trató de cortocircuitar encerrándonos en las cocinas de una familia nuclear destinada a debilitarnos.

Pero también sabemos que la sororidad feminista, la hermandad entre mujeres, estrategia de supervivencia, visibilización e insumisión, no puede quedar reducida ni a tatuaje en la muñeca o lema de camiseta ni a una especie de doble inverso y abstracto de la fraternidad. La sororidad ha de aspirar a una apertura material de la fratria patriarcal que reviente sus costuras. Que conecte con la solidaridad y ensanche los límites de lo que consideramos “lo nuestro” hasta entreverarse con las opresiones de las otras —y, de su mano, de los otros oprimidos—, insuflando al espíritu de lo común nuevos aires, rumbos inéditos que activen una solidaridad radicalmente heterogénea.