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Steinbeck, mentiras y faltas de ortografía
«Perdone las faltas de ortografía, pero es que le escribo con lápiz». Así terminaban las cartas de un político español conocido de Ramón Pérez de Ayala (lo cuenta en Viaje entretenido al país del ocio). Sospecho que los razonamientos de nuestros políticos no han mejorado sensiblemente con el tiempo. Pero, tras la sonrisa por el evidente absurdo, hay un punto de simpatía por la frase: muchos creemos que hay bastante relación entre la herramienta con que se escribe y qué, y cómo, resulta.
Por no hablar de la impresión que causa. Piense en su médico. Va usted a la consulta y, tras los preámbulos necesarios, habitualmente exploración y cuestionario (si le explora y no le hace preguntas es que se ha equivocado usted y ha ido al veterinario), el hombre se coloca frente al teclado y le prepara la receta en el ordenador. Lo ve con el ceño fruncido, buscando implacable la letra exacta, escondida, la muy cobarde, entre una multitud de teclas del mismo color y forma. Cuando al fin la divisa, la cara del doctor se ilumina y corre a arponearla con el índice más próximo, antes de que se mueva y se esconda otra vez. De nuevo el ceño fruncido, ¡a por la siguiente!, y repite el procedimiento hasta que lo da por acabado, pulsa la orden de impresión y, satisfecho, le entrega un papel con el producto del esfuerzo.
En mi humilde opinión, el prestigio de los médicos empezó a decaer el día que les pusieron ordenadores para trabajar. Seis años de carrera (¡uno más que los mismísimos ingenieros de caminos!) para lograr aprender una escritura indescifrable, que los profanos llevábamos hasta la botica con el mismo respeto con que los aldeanos de Divinas palabras escuchaban el latín sagrado. El farmacéutico había empleado a su vez cinco esforzados años de Universidad para aprender a entenderla. Gracias a esta preparación podía desentrañar el misterioso mensaje sobre la marcha, darse la vuelta, abrir el cajón exacto y servirnos la medicina precisa sin sombra de duda, y por un precio absolutamente justificado por tanto esfuerzo e inteligencia.
¿Y ahora? Pues ahora uno sale de la consulta con una receta donde se lee con toda claridad, sin necesidad de boticario versado en escritura: «Primperán antes de cada comida». Toda la pericia del galeno en el manejo del bolígrafo o la pluma desperdiciada por el ordenador. Una profesión como esa, tan aficionada desde antiguo a la escritura (recuérdese a Conan Doyle, que escribía sobre Sherlock Holmes en la consulta, o a Sigmund Freud, candidato al Nobel de Literatura en su día), a los pies de los caballos a cuenta del supuesto progreso.
Puede que los doctores hayan abandonado la escritura manual, pero el resto del mundo no se ha rendido. La marca Bic vende catorce millones de bolígrafos al día. Y acerca de los lápices corren ríos de tinta cotidianamente. El pasado 30 de marzo fue el Día Nacional del Lápiz… en Estados Unidos, de donde nos viene la moda de los ordenadores.
En Estados Unidos importan lápices como locos, además de producir ellos mismos cantidades ingentes. Los traen de Japón, y de otros países. Eso sí, los mejores lápices japoneses se hacen con madera de cedro de incienso de California, considerada la mejor unánimemente. Con arcilla alemana. Y con grafito chino: el capitalismo hoy permite estas cosas. Con todo este cuidado, los lápices japoneses son los mejores del mundo, pero no los más caros, que son los suizos.
Si los lápices mejores son japoneses, y los más caros suizos, ¿qué gloria puede quedarles a los yanquis? Los yanquis hacen los lápices más cargados de literatura del mundo. Sin discusión. Han contribuido a ello Vladimir Nabokov, Ernest Hemingway, los guionistas de Hollywood… pero sobre todo John Steinbeck, Nobel de Literatura en 1962.
Parece que Steinbeck no quería dejar información a sus posibles biógrafos sobre su modo de trabajar, pero el tema era tan importante para él que escribía sobre ello con frecuencia y detalle. Sabemos que le gustaba el papel rayado de los libros de contabilidad, pero que le molestaban los propios libros, así que arrancaba las hojas. Su mujer pasaba a máquina lo que él escribía a lápiz, según un ritual que se ha hecho famoso: empezaba el día afilando 24 lápices, que iba usando uno tras otro hasta que todos precisaban atención de nuevo. Momento en que dejaba de escribir y los afilaba todos, pasando un dedo sobre las puntas para asegurarse de que los había dejado con la misma longitud. Volvía a escribir, repitiendo todo el ciclo. Cuando los sucesivos afilados habían reducido cada lápiz a la mitad aproximadamente de su longitud original, los descartaba en beneficio de sus hijos. Así que uno de ellos, Thomas, nos dice que tuvo lápices toda su vida. No sorprende, porque aseguran que su padre necesitó 300 para Al este del Edén, y 60 cada día que pasó escribiendo Las uvas de la ira y Los arrabales de Cannery.
Steinbeck mostró predilección por tres modelos de lápiz que con el tiempo dejaron de fabricarse. Hoy se cotizan a cientos de dólares por docena, como si además de grafito y arcilla vinieran provistos de inspiración y estilo. («Perdone que haya ganado el Nobel de Literatura, pero es que escribo con lápiz»). Y a partir de la imagen de estos elegidos y de los recuerdos de Thomas Steinbeck se fabrican en Estados Unidos los lapiceros más elegantes hoy día, más caros que sus hermanos japoneses. De los tres modelos, uno, el Mongol 480 n.º 2 redondo de 3/8 de pulgada, se siguió fabricando bastante tiempo, aunque con distintos apellidos por las sucesivas compras de las fábricas. He conseguido una partida a un precio muy razonable, de la última hornada, que se preparaba en Venezuela. Por si fuera cierto que vienen cargados de inspiración y estilo.
No me sorprendería. No sé si los lápices reparten más faltas de ortografía que otras herramientas, como afirmaba el político de Ayala, pero estoy seguro de que vienen repletos de mentiras, al fin y al cabo la materia prima del escritor de ficción. Los lápices pueden decir mentiras hasta sin escribir. ¿Que no puede ser? Pues oigan la historia que me contaron hace años, cuando vivía en una populosa casa del barrio chino de Barcelona. En uno de los pisos un hombre se viste con cara de preocupación.
—Y ahora, ¿qué le digo a mi mujer?
La muchacha que está a su lado le pone un lápiz en la oreja y le empuja suavemente hacia la puerta:
—Dile la verdad.
Conque el hombre sube un par de pisos, entra en el suyo y le cuenta a su mujer:
—Verás, Maruja, volvía de tirar la basura cuando en el rellano me he encontrado a la del tercero. Se abre la bata y debajo no llevaba nada, me ha dicho que pasara y hemos estado follando hasta ahora.
—¡Que has estado…! Pero, ¿tú te crees que yo me chupo el dedo? ¡Desgraciado! —le arrea un sopapo que manda al lápiz al otro lado del cuarto— ¡De donde tú vienes es del bingo!
«Perdone las faltas de ortografía, pero es que le escribo con lápiz». Así terminaban las cartas de un político español conocido de Ramón Pérez de Ayala (lo cuenta en Viaje entretenido al país del ocio). Sospecho que los razonamientos de nuestros políticos no han mejorado sensiblemente con el tiempo. Pero, tras la sonrisa por el evidente absurdo, hay un punto de simpatía por la frase: muchos creemos que hay bastante relación entre la herramienta con que se escribe y qué, y cómo, resulta.
Por no hablar de la impresión que causa. Piense en su médico. Va usted a la consulta y, tras los preámbulos necesarios, habitualmente exploración y cuestionario (si le explora y no le hace preguntas es que se ha equivocado usted y ha ido al veterinario), el hombre se coloca frente al teclado y le prepara la receta en el ordenador. Lo ve con el ceño fruncido, buscando implacable la letra exacta, escondida, la muy cobarde, entre una multitud de teclas del mismo color y forma. Cuando al fin la divisa, la cara del doctor se ilumina y corre a arponearla con el índice más próximo, antes de que se mueva y se esconda otra vez. De nuevo el ceño fruncido, ¡a por la siguiente!, y repite el procedimiento hasta que lo da por acabado, pulsa la orden de impresión y, satisfecho, le entrega un papel con el producto del esfuerzo.