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OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

Sucios sentidos inéditos

La frase del título es de Juan Carlos Onetti. Les aconsejo que, como lectura playera, la busquen por toda la obra del uruguayo sin usar métodos electrónicos. Llenen la bolsa con sus libros como si fueran best-sellers. La cita es, por supuesto, prescindible, pero siempre queda bien referirse en agosto a un aguafiestas. Las tres palabras envuelven a una pareja fugada de una pista de baile con un acuerdo impuro, imprevisto y carnal (y sobre todo táctil, olfativo, sonoro: sudor, pócima ácido-alcalina, jadeos) que deja un rastro pornográfico muy difícil de borrar, reescribir, dulcificar o censurar incluso para los moralistas más desalmados. Vienen bien esas tríadas en un momento anacrónico de una ciudad en verano, durante un paseo sin vergüenza después de una tregua de calor no declarada por la multitud, cuando la masa provisional ha despejado las calles en sumisa sincronía antes de la siguiente oleada de hipótesis con sombrilla bajo la lluvia. Este recurso introductorio y sin embargo evasivo sólo puede ser invocado con comodidad en un escenario lleno de falsos diamantes calientes comprimidos por el ambiente de invernadero con parterres de bisutería cultural, que no lo es porque sea barata o pobre o de baja calidad, sino por esa abundancia que cumple a rajatabla las reglas del adocenamiento triunfal. Somos los mejores. Cuantos más turistas vienen, menos caja se hace: algo no cuadra; pero somos los mejores. Cuando baja el desempleo, aumenta la miseria. El paraíso es increíble, pero todos queremos blindarlo y venerarlo.

Ahí al lado hay unas cuantas botellas de después del botellón (es obligatorio hablar de la lacra oficial aunque este artículo no lo financien los esforzados hosteleros) tan ordenadas en la escalinata ceremonial de la segunda o tercera (si contamos la cripta, el vientre de la ballena) catedral que dan miedo porque parece que, además de juerga, ha habido misa negra. Todas iguales, de la misma marca, pero cada una con un nivel distinto de un líquido digno del ‘Piss Christ’ de Andrés Serrano, formando una escala de mapas y notas con sus somorrostros, senos y valles. Pero no: no quieran saber cuánto arranque hay disuelto ni porqué flotan colillas. Confórmense con conceder que el turbio paseo nos ha llevado a una metáfora privada: lo público está en decadencia. Pensábamos que eso era desorden, pero, si dicen que la máquina funciona, habrá que creérselo.

Los rezagados del 'vernissage' (qué listos son los franceses, que aprovecharon la última oportunidad de los artistas de lustrar su obra para llamar 'barnizado' a las inauguraciones) caminan como barrenderos sin escobas o escobas sin barrenderos. Las autoridades, cuando presentan pliegos de poesía, siguen poniendo caras de gobernadores de promontorio. Son amables y platónicos: le encargaron al genio de la cueva, por contrato temporal, el holograma de Atenas del Norte (ni Avenida de Mayo ni Diagonal), con su democracia, sus esclavos, su éntasis para acomodar la perspectiva. Pero hicieron una pequeña trampa: faltan las votaciones de ostracismo, el gran invento que se cargó la democracia formal cuando acabó con la sensatez y obligó a inventar motivos para todas las columnas.

La frase del título es de Juan Carlos Onetti. Les aconsejo que, como lectura playera, la busquen por toda la obra del uruguayo sin usar métodos electrónicos. Llenen la bolsa con sus libros como si fueran best-sellers. La cita es, por supuesto, prescindible, pero siempre queda bien referirse en agosto a un aguafiestas. Las tres palabras envuelven a una pareja fugada de una pista de baile con un acuerdo impuro, imprevisto y carnal (y sobre todo táctil, olfativo, sonoro: sudor, pócima ácido-alcalina, jadeos) que deja un rastro pornográfico muy difícil de borrar, reescribir, dulcificar o censurar incluso para los moralistas más desalmados. Vienen bien esas tríadas en un momento anacrónico de una ciudad en verano, durante un paseo sin vergüenza después de una tregua de calor no declarada por la multitud, cuando la masa provisional ha despejado las calles en sumisa sincronía antes de la siguiente oleada de hipótesis con sombrilla bajo la lluvia. Este recurso introductorio y sin embargo evasivo sólo puede ser invocado con comodidad en un escenario lleno de falsos diamantes calientes comprimidos por el ambiente de invernadero con parterres de bisutería cultural, que no lo es porque sea barata o pobre o de baja calidad, sino por esa abundancia que cumple a rajatabla las reglas del adocenamiento triunfal. Somos los mejores. Cuantos más turistas vienen, menos caja se hace: algo no cuadra; pero somos los mejores. Cuando baja el desempleo, aumenta la miseria. El paraíso es increíble, pero todos queremos blindarlo y venerarlo.

Ahí al lado hay unas cuantas botellas de después del botellón (es obligatorio hablar de la lacra oficial aunque este artículo no lo financien los esforzados hosteleros) tan ordenadas en la escalinata ceremonial de la segunda o tercera (si contamos la cripta, el vientre de la ballena) catedral que dan miedo porque parece que, además de juerga, ha habido misa negra. Todas iguales, de la misma marca, pero cada una con un nivel distinto de un líquido digno del ‘Piss Christ’ de Andrés Serrano, formando una escala de mapas y notas con sus somorrostros, senos y valles. Pero no: no quieran saber cuánto arranque hay disuelto ni porqué flotan colillas. Confórmense con conceder que el turbio paseo nos ha llevado a una metáfora privada: lo público está en decadencia. Pensábamos que eso era desorden, pero, si dicen que la máquina funciona, habrá que creérselo.