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El sudor de los gigantes

Los gigantes sudan de golpe. Tienes uno delante, tan fresco, y ves de pronto cómo se le empapa la camisa. Al momento siguiente está completamente seco. Miras para otro lado, y cuando vuelves a él lo encuentras otra vez hecho una sopa.

No conozco a ningún gigante. Lo más cerca que he estado de alguno fue durante los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992. Salía de trabajar de madrugada, iba a pasear por las Ramblas que, entonces, a aquella hora recorría un gentío tan inmenso como el del mediodía o mayor, y desde lejos veías venir a un grupito de hombres que parecían andar con zancos porque se les veía la mitad superior del cuerpo sobresaliendo por encima de la multitud. Pero no iban con zancos: eran el Dream Team, la representación estadounidense en baloncesto. Cuando llegaban a un paso de peatones se paraban, como los demás, pero mientras esperaban apoyaban el codo con aire indolente sobre el semáforo.

No conozco gigantes, pero sé cómo sudan porque me lo contó William Goldman, un hombre que se hizo de oro escribiendo guiones de películas. Murió el otro día, mientras yo esperaba un libro suyo.

Quería leer más a Goldman porque cada vez estoy más sorprendido de la cantidad de gente que no sabe contar historias. Más precisamente, que no sabe y que cree lo contrario. Se pueden hacer cosas diferentes de contar historias, por supuesto. Se pueden escribir ensayos, echar arengas y pedir un café con leche bien caliente y largo de café, por ejemplo. No pasa nada. El problema viene cuando alguien cree que está presentando una historia, un relato, y en realidad larga un ensayo, una arenga, una petición de café o de atención.

Pero William Goldman no, él sabe contar historias: unos cuantos millones de libros y muchos millones de entradas al cine lo atestiguan. Así que le pregunté cómo escribió La princesa prometida porque, mire usted, eso es un relato como deben ser los relatos y cuando uno quiere contar historias y tropieza con eso, tiene que preguntar cómo se hace. Y si los que quieren contar historias no lo preguntan porque están ocupados a saber en qué, pues bueno, los que queremos publicar las historias de los demás tendremos que hacerlo en su lugar.

Así que le pregunto a William Goldman cómo escribió La princesa prometida y el tío empieza a contarme cómo les contaba cuentos que se inventaba a sus hijas pequeñas; y pensé «vamos bien», yo también inventaba relatos para mi hija pequeña. ¿De qué queréis que trate?, les pregunta en una ocasión. ¡De una novia!, dice una. ¡De una princesa!, dice la otra. Pues ese será el título, cierra él, y así empieza a escribir La princesa prometida, que trata de un abuelo que le lee una historia a un niño enfermo en la cama, al que el plan no le apetece nada.

—¿Hay algo de deporte? —pregunta, con pocas esperanzas.

—¿Estás de coña? Esgrima. Lucha. Tortura. Venganza. Gigantes. Monstruos. Persecuciones. Huidas. Amor verdadero. Milagros.

Todo eso hay en el guión de Goldman, que sabe mucho de películas. Sabe por ejemplo que los estudios ponen maquilladores para que las actrices queden rutinariamente guapas, pero cuando quieren dotarlas de una belleza deslumbrante les ponen un buen guionista. Su texto da estas instrucciones referidas a la princesa; son palabras que nadie pronuncia en la película, solo indicaciones para el rodaje: «Buttercup tiene 18 o 19 años. Le da igual la ropa y aborrece peinarse la melena, por lo que no está tan atractiva como podría, pero aun así es seguramente la mujer más hermosa del mundo».

Una princesa es, ya lo hemos visto, cualquier mujer con un buen guionista detrás. Pero las hijas de Goldman han impuesto además una promesa. Una promesa se refiere al futuro, ese lugar donde estaremos muertos, y debe contener algo seductor: dos cosas difíciles de conjugar. Por eso cuesta mucho hacerlas y muchísimo más creérselas: «Te doy mi palabra de español», dice Íñigo Montoya. «No sirve. He conocido a demasiados españoles», responde el Hombre de Negro.

Estaba absorto escuchando a Goldman, que cuenta después que tras «matar» a un personaje no puede seguir escribiendo y se echa a llorar y va a lavarse al baño y no sabe cómo sobrevivir, ni él ni el que le mira desde el espejo; y pensé «vamos mal», porque así no se escribe La princesa prometida ni nada.

Y entonces se pone a hablar del gigante que sale en la película, André, que era un luchador francés enorme, que siempre pagaba las comidas. Una vez le había invitado a cenar Arnold Schwarzenegger, un culturista que según la wikipedia mide 1,88 m, y este, conociendo el paño, hace como que va al baño pero se mete en la cocina para pagarle al chef, y en el momento en que saca la cartera algo lo levanta en vilo, le da media vuelta, le mira a los ojos y dice: «Pago yo», y sin bajarlo al suelo lo lleva de vuelta a su silla.

Otra vez André estaba luchando en México, y al acabar el combate invita a Schwarzenegger, que está entre los espectadores, a subir al ring, mientras la gente clamaba y gritaba cosas, y André le explica que entiende español y que lo que el público está pidiendo es que Schwarzenegger se quite la camisa. Schwarzenegger se va quitando la camisa y luego la camiseta porque él no sabe español y cree a su amigo André que le sigue dando instrucciones hasta quedarse en calzoncillos en medio de 25.000 mexicanos atónitos, que no entienden que todo un gobernador de California se desnude ante ellos, momento en que André se va a los vestuarios muerto de risa y le deja allí.

Así que los gigantes sudan de golpe, se acodan en semáforos, y tienen sentido del humor. William Goldman era un gigante, a ver de qué otro modo se puede llamar a alguien que ha escrito Dos hombres y un destino, Todos los hombres del presidente, Maratón man y…

Puede que él no se acodara en los semáforos, pero a mí me ha tomado el pelo igual que André a Schwarzenegger, porque yo le estaba haciendo caso para que me contara cómo había escrito La princesa prometida y aprender así a contar historias, y aquí estoy, sin haberme enterado de nada. Excepto de cómo sudan los gigantes.

Los gigantes sudan de golpe. Tienes uno delante, tan fresco, y ves de pronto cómo se le empapa la camisa. Al momento siguiente está completamente seco. Miras para otro lado, y cuando vuelves a él lo encuentras otra vez hecho una sopa.

No conozco a ningún gigante. Lo más cerca que he estado de alguno fue durante los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992. Salía de trabajar de madrugada, iba a pasear por las Ramblas que, entonces, a aquella hora recorría un gentío tan inmenso como el del mediodía o mayor, y desde lejos veías venir a un grupito de hombres que parecían andar con zancos porque se les veía la mitad superior del cuerpo sobresaliendo por encima de la multitud. Pero no iban con zancos: eran el Dream Team, la representación estadounidense en baloncesto. Cuando llegaban a un paso de peatones se paraban, como los demás, pero mientras esperaban apoyaban el codo con aire indolente sobre el semáforo.