Cantabria Opinión y blogs

Sobre este blog

En términos de bondad

Un paralítico cerebral profundo es un ser humano que nace desconectado, de sí mismo y de nosotros. Cuando llega al mundo sentimos pena por él, no se va a enterar de nada, es lamentable, pero si pensamos en su familia se nos saltan las lágrimas: qué cruz, qué losa, qué palo. Durante veinte o treinta años tendrán que cuidar de él sin otra recompensa que cuidar de él, en un círculo vicioso imposible de romper. Desearían que no hubiera nacido, que el mal se hubiera detectado a tiempo y así poder solicitar a la sociedad una compasiva interrupción del embarazo. Pero eso no sucedió, está vivo, es un ser irrefutable.

Todos conocemos alguno de estos seres ausentes, casi vegetales, a menudo toman el sol en un balcón, inmóviles como geranios. Son recipientes sin apenas contenido, con un algo remoto en la mirada, una sonrisa que deseamos interpretar pero que es solo un acto reflejo. Tienen nombre, normalmente en diminutivo cariñoso, aunque no responden. Antiguamente se los dejaba morir, abandonados a la intemperie, a los lobos, pero formó parte de nuestra evolución aceptar lo inevitable y mantenerlos con vida, no para diferenciarnos de los animales, hay muchos que protegen a los más desvalidos, sino para mantener la cohesión del grupo dando por supuesto que el simple aspecto humano ya es un valor a defender. El lógico orgullo de una especie que no se rinde con facilidad.

Desde antiguo se observó que la familia que tenía entre sus miembros a un paralítico cerebral se humanizaba, su violencia consustancial quedaba refrenada por el contacto diario con un ser dependiente e indefenso. La necesidad de cuidados constantes por parte del grupo, algo compartido con mayor o menor entusiasmo por hermanos, primos y vecinos más cercanos, los hacía más sensibles al dolor ajeno y por tanto menos propensos a ocasionarlo. De este modo, por el simple hecho de existir, un paralítico cerebral mejoraba la sociedad humana, y en términos de bondad, se podría decir que ni una persona empeñada en ser bondadosa durante toda su vida lograría alcanzar un nivel semejante. No es una paradoja, sino una demostración simple de que la humanidad es más grande que un solo ser humano.

En la vida no existe una demostración de fortaleza mayor que la bondad, nada nos hace sentir más orgullosos, más grandes, sin embargo en tiempos duros muchos la consideran un signo de debilidad y así una virtud se convierte en un defecto. Además la bondad tiene connotaciones religiosas, lo que le resta credibilidad y le da muy mala fama, algo injusto porque la religión siempre ha capitalizado esa actitud humana como posterior a sus enseñanzas, cuando es anterior. La bondad ya existía antes de que nuestro miedo inventara a los dioses. Es obvio que nadie crece al ponerse de rodillas.

Desde el Holocausto se nos ha intentado convencer con retórica bíblica de que albergamos en nuestro interior un mal tan poderoso que ningún bien puede contrarrestarlo. Es normal que se empleara ese discurso porque el daño ocasionado fue tan descomunal que solo repartiendo la culpa entre todos se hacía soportable. Por eso es positivo que en la actualidad se publiquen libros como ‘La bondad insensata’, de Gabriele Nissim, donde nos recuerda que frente a la banalidad del mal (Hannah Arendt) se encuentran los hombres justos que arriesgan su vida para salvar la de otros (Vasili Grossman). Solo un desalmado afirmaría que nuestra historia es producto de la maldad. Eso no se sostiene.

Sí es cierto que la maldad arraiga con facilidad en el ser humano porque la bondad no se ajusta a la ley del mínimo esfuerzo y siempre será más fácil destruir que construir, matar que salvar, herir que curar. Hicieron falta mil guerras antes de que se creara la Cruz Roja, y se fusilaron a muchos hombres hasta que el primer pacifista se mantuvo en pie a pesar de estar hecho un colador. Pero vamos ganando, el mundo no es tan monstruoso como era, ocurre que caminar paso a paso es más lento que ir dando zancadas. Al héroe actual se le exige que lleve una bandera blanca, ya no hay gloria en la sangre, salvo para los fanáticos. Ser civilizado es una disciplina intelectual, no un regalo.

Hace unas semanas en este mismo periódico Susan George (ATTAC) nos recordaba que “la izquierda cree que sus ideas son tan estupendas que no hace falta defenderlas” y de ese modo la derecha las tergiversa y las utiliza en su contra. Es la era del cinismo. Dentro de poco los Derechos Humanos se imprimirán en papel higiénico y los promotores de la idea dirán que es para difundirlos. Después de la posverdad inventarán la poshumanidad y ayudar a los demás será considerado sospechoso. La bondad podría desaparecer por falta de uso, cosa de ingenuos, personas a las que habrá que medicar.

Hace unos días falleció el pensador Tzvetan Todorov y en su libro ‘Memoria del mal, tentación del bien’ nos recuerda que “la libertad es el primer valor humanista; la bondad, el segundo”. Por lo tanto, estamos hablando de la esencia, algo que por derecho pertenece a la izquierda, defensora de lo humano, porque la derecha está muy ocupada contando el dinero. Como dijo Mahpiua Luta (Nube Roja): “Tres veces he repetido estas cosas. Ahora he venido a decirlo una cuarta”.

Un paralítico cerebral profundo es un ser humano que nace desconectado, de sí mismo y de nosotros. Cuando llega al mundo sentimos pena por él, no se va a enterar de nada, es lamentable, pero si pensamos en su familia se nos saltan las lágrimas: qué cruz, qué losa, qué palo. Durante veinte o treinta años tendrán que cuidar de él sin otra recompensa que cuidar de él, en un círculo vicioso imposible de romper. Desearían que no hubiera nacido, que el mal se hubiera detectado a tiempo y así poder solicitar a la sociedad una compasiva interrupción del embarazo. Pero eso no sucedió, está vivo, es un ser irrefutable.

Todos conocemos alguno de estos seres ausentes, casi vegetales, a menudo toman el sol en un balcón, inmóviles como geranios. Son recipientes sin apenas contenido, con un algo remoto en la mirada, una sonrisa que deseamos interpretar pero que es solo un acto reflejo. Tienen nombre, normalmente en diminutivo cariñoso, aunque no responden. Antiguamente se los dejaba morir, abandonados a la intemperie, a los lobos, pero formó parte de nuestra evolución aceptar lo inevitable y mantenerlos con vida, no para diferenciarnos de los animales, hay muchos que protegen a los más desvalidos, sino para mantener la cohesión del grupo dando por supuesto que el simple aspecto humano ya es un valor a defender. El lógico orgullo de una especie que no se rinde con facilidad.