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Treinta años

Él pasaba la mayor parte del tiempo en un cobertizo que había cerca de su casa. Se podría decir que vivía allí. En el cobertizo había una butaca ajada, una vieja radio y un televisor. Había incluso un baño en el que él se duchaba antes de ir a dormir. Ella vivía en la casa, entre la cocina y el salón. Aunque a veces se sentaba en un banco junto a la puerta para ver a la gente pasar. No pasaba mucha gente por allí. Debían de tener unos ochenta años. Ochenta años por lo menos. Nunca les vi hablar, ni siquiera para discutir.

Vivían juntos pero hacían como si el otro no existiera. Se ignoraban con tal naturalidad que uno no se daba cuenta al principio de que algo extraño ocurría, porque no había entre ellos crispación, ni odio. Simplemente no había nada. Él hablaba con su perro y con los vecinos. Ella también hablaba con los vecinos pero con el perro no. Conversaban con los demás pero nunca entre ellos. Era raro, cuando uno se daba cuenta, verlos así, juntos y separados a un mismo tiempo.

Dormían, además, en habitaciones separadas. Es algo que supe más tarde. Porque quise saber cosas de ellos. Curiosidad, supongo. Tal vez lo hice para no acabar nunca así. No sé. El caso es que me gané poco a poco su confianza, la de los dos. Y hablaba con ambos. Por separado, claro. Un día les pregunté, a cada uno por su lado, por qué nunca hablaban entre sí. Él se limitó a encoger los hombros. Cosas que pasan, dijo, la vida no es siempre lo que uno espera, con los años te acostumbras. Ella me contestó algo parecido pero con otras palabras. El tiempo pasa, a veces las cosas no son fáciles, hay que resignarse.

Ninguno de los dos recordaba el motivo que les había llevado a esa situación. Simplemente dejaron de hablarse poco a poco hasta que un día no pronunciaron ninguna palabra y desde aquel momento permanecieron en silencio. Llevaban más de treinta años sin hablarse. Les pregunté por qué continuaban así, por qué no habían decidido separarse. Les recordé que podían elegir, que nada les obligaba a estar juntos. No le puedo hacer eso, me dijo él, la destrozaría. Ella me respondió: No podría vivir sin mí, si lo abandonara se moriría, se moriría sin mí.

Fue lo que dijo.

Él pasaba la mayor parte del tiempo en un cobertizo que había cerca de su casa. Se podría decir que vivía allí. En el cobertizo había una butaca ajada, una vieja radio y un televisor. Había incluso un baño en el que él se duchaba antes de ir a dormir. Ella vivía en la casa, entre la cocina y el salón. Aunque a veces se sentaba en un banco junto a la puerta para ver a la gente pasar. No pasaba mucha gente por allí. Debían de tener unos ochenta años. Ochenta años por lo menos. Nunca les vi hablar, ni siquiera para discutir.

Vivían juntos pero hacían como si el otro no existiera. Se ignoraban con tal naturalidad que uno no se daba cuenta al principio de que algo extraño ocurría, porque no había entre ellos crispación, ni odio. Simplemente no había nada. Él hablaba con su perro y con los vecinos. Ella también hablaba con los vecinos pero con el perro no. Conversaban con los demás pero nunca entre ellos. Era raro, cuando uno se daba cuenta, verlos así, juntos y separados a un mismo tiempo.