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Las trenzas de la princesa Leia
Yo apenas tenía quince años la primera vez que vi a la princesa Leia Organa y, aunque no fue un flechazo a primera vista, reconozco que La Fuerza latía intensamente en ella. Le debo dos cosas, así que, ahora que ha partido hacia una galaxia muy lejana, es el momento para pagárselas a mi modesta manera: escribiendo un texto sobre ella.
Hasta que conocí a la princesa Leia, las heroínas de mis historias favoritas eran bellos floreros que acompañaban a su campeón. Una especie de premio final o descanso del guerrero al que tenía derecho el caballero después de arriesgar su vida y derrotar a ese milenario dragón que es el miedo.
Estaba Sigrid de Thule, aquel pedazo de nórdica por cuya rubia cabellera suspiraba el Capitán Trueno. Era guapa y buena moza, pero aparte de gobernar un reino helado y misterioso, apenas aportaba gran cosa. Al Jabato, por su parte, le gustaba la bella Claudia, una romana finolis y etérea, cuyas transparencias eran causa de los desvelos del héroe ibero, pero poco más. Luego llegó Bianca di Orsini, una princesa veneciana que enamoró al Corsario de Hierro en su palazzo de la laguna. Bianca era una experta esgrimista, e incluso llegó a pelear alguna vez al lado del corsario, pero al final destacaban más sus joyas, sus lujosos vestidos y sus bailes de máscaras.
Pero Leia era diferente. No me parecía guapa, su túnica blanca le daba una apariencia de monja galáctica y sus trenzas enroscadas recordaban más a la Dama de Elche que a la princesa de mis sueños. Y sin embargo... tenía algo y aquí está el primero de mis agradecimientos. Una mujer no necesitaba gustarme, ni parecerme bella para ser estupenda. Leia era valiente, dura, audaz, especial. Incluso me impresionó verla contener las lágrimas cuando la Estrella de la Muerte convirtió su planeta natal, Alderaan, en confetti cósmico.
Además, identifiqué una penosa señal del machismo imperante y común a todas las galaxias cuando Darth Vader la obviara con la profunda voz de Constantino Romero, soltando aquello de “Luke, yo soy… tu padre”. ¿Y qué pasa con Leia? ¿No era también su padre?
Como a toda chica moderna, a Leia le gustaba un canalla. ¿Qué tendrá el toque canalla, que (casi) todas lo prefieren a los chicos buenos? Bueno, no la culpo, Han Solo era una bomba nuclear hace muchos millones de años luz, pero si Carrie Fischer tuvo tiempo de ver a Harrison Ford dando brincos con una calavera de cristal en la última entrega de Indiana Jones, quizá se le apagaran los ardores.
La segunda cosa que siempre agradeceré a Leia (y por extensión a George Lucas y a todos los que han tenido que ver con la saga) es haberme proporcionado un lenguaje con el que comunicarme con mis hijos. Nuestros sables láser invisibles fortalecieron mucho más nuestra unión que el más caro de los regalos. No se limitaron a proporcionarnos una sesión continua de aventuras, sino que nos abrieron las puertas de un mundo, de un universo. Y lo recorrimos embelesados, desde Mose Isley -el peor agujero de la galaxia- hasta Coruscant, el planeta ciudad; o Naboo (la mejor manera de atravesarlo es por el núcleo).
Incluso hace unos meses Leia entregó un último y valioso testimonio después de pasar por un infierno de drogas que asustó al mismísimo John Belushi. La vi en una serie de entrevistas de televisión riéndose de sí misma y eso siempre te engrandece.
Para despedirla, no se me ocurre nada mejor que citar a Yoda, maestro de Jedis. «La muerte una parte natural de la vida es. Alégrate por los que te rodean y en la Fuerza se transforman. Llorarlos no debes, añorarlos tampoco. El apego a los celos conduce».
Yo apenas tenía quince años la primera vez que vi a la princesa Leia Organa y, aunque no fue un flechazo a primera vista, reconozco que La Fuerza latía intensamente en ella. Le debo dos cosas, así que, ahora que ha partido hacia una galaxia muy lejana, es el momento para pagárselas a mi modesta manera: escribiendo un texto sobre ella.
Hasta que conocí a la princesa Leia, las heroínas de mis historias favoritas eran bellos floreros que acompañaban a su campeón. Una especie de premio final o descanso del guerrero al que tenía derecho el caballero después de arriesgar su vida y derrotar a ese milenario dragón que es el miedo.