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Turistas y zombis
Existen tres tipos de zombis: el clásico, de contenido mágico y origen haitiano; el moderno, más literario y terrorífico; y el posmoderno, muy cinematográfico, vulgar y exagerado. Del mismo modo, dentro de los turistas encontramos el residente, tipo Marco Polo, el viajero, como Paul Bowles, y el turista víctima, o sea, cualquiera de nosotros en la época actual, este mismo verano sin ir más lejos. La analogía entre zombis y turistas es irresistible.
El zombi original era bastante majo. No tenía cuerpo, no mordía a la gente y se le consideraba un espíritu protector capaz de hacer grandes favores a quien lo tenía de su parte. Está emparentado con el concepto de ‘alma dual’ que existía en las culturas africanas y surgió en Haití como recurso psicológico para superar la esclavitud y sus nefastas consecuencias. Un hechicero lo escondía dentro de una vasija y su poseedor gozaba del amparo de un ángel bueno que atraía hacia él todo lo positivo. Se cuenta el caso de una costurera que poseía un zombi que le buscaba clientes y el de unos padres que pusieron un zombi en la punta de la pluma de su hijo estudiante para que mejorara en los exámenes. Su primer reconocimiento público data de 1697, en la novela ‘El zombi de Grand Pérou’ de Pierre-Corneille de Blessebois, que recogía el mito popular extendido por la isla.
El concepto de zombi comenzó a degradarse precisamente por influencia de la literatura. Tanto el Frankenstein de Mary Sheley, con su criatura resucitada por la ciencia, como la cataléptica y enterrada viva Lady Madeline de ‘La caída de la casa Usher’ de Allan Poe y el soñador sin sueños de la ‘La muerte de Halpin Frayser’ de Ambrose Bierce, mezclan la idea del zombi con leyendas judías como la del Golem, un cuerpo sin alma, condicionando así la imaginería popular y sustituyendo al zombi bueno por su versión más terrorífica. Luego vendría el cine para ahondar en la herida y en poco tiempo se pasó del zombi tonto y lento que va de valium, propio de la serie B del siglo pasado, hasta llegar al anfetamínico de las últimas películas, como ‘Guerra mundial Z’, donde es un ser rabioso que devora a todos los habitantes del planeta a ritmo de heavy apocalíptico.
Algo semejante le ha sucedido al turismo, que ha perdido su esencia hasta resultar irreconocible. ¿Quién se acuerda del mensaje de ‘El libro de las maravillas’ de Marco Polo, el comerciante veneciano que viajo a China y regresó fascinado por aquella cultura milenaria y nos la dio a conocer en occidente? ¿Quién lee ya ‘Los siete pilares de la sabiduría’ de T.E. Lawrence, aquel espía británico abducido por los países árabes que hizo que nos enamorásemos del desierto y sin cuya lectura es imposible comprender aún hoy lo que sucede en Oriente Medio? ¿Quién atiende a las lecciones de Paul Bowles en ‘El cielo protector’, donde nos dice que viajar es sumergirse en una experiencia crucial que te cambia la vida? ¿Cuándo y por qué convertimos ese lujo tan deseable de visitar y conocer a otras gentes en ese gesto vulgar, ordinario de recorrer miles de kilómetros para comernos una hamburguesa idéntica a la del McDonald que hay en la esquina pero en las antípodas?
Uno tiene la tentación de simplificar este fenómeno, de ponerse elitista, como suelen hacer los promotores que hablan del ‘turismo de calidad’, culpabilizando de todo al turista mismo o a las corporaciones locales que convierten en horteras sus propios recursos. Parece que todos ansían el regreso de aquellos turistas ricos que se dejaban un dineral en cada visita o de aquellos parajes desconocidos para la mayoría, ese mundo todavía por descubrir. Sería como darle galletas a un zombi o pedirle que no te muerda. Un zombi es un zombi y un turista es un turista, diría Rajoy, y poco podemos hacer para evitarlo. Ambos se han convertido en un objeto de consumo, una fuente de ingresos, un recurso económico, como la política una empresa que si no es corrupta no funciona porque pierde el incentivo, la gracia.
Hay que cambiar de filosofía, aunque la estén marginando en la enseñanza, o precisamente por eso. Este verano, a principios de julio, huyendo de la gente nos fuimos a Pateira de Fermentelos (Portugal), a un lago mágico sugerido por una página web, nada exclusivo. Había poca gente, el personal del hotel era exquisito, con una piscina en el exterior y otra climatizada para la tarde, con un desayuno opíparo, una tranquilidad envidiable y un precio más que razonable. Nos dimos unos paseos casi solitarios, vimos amanecer a los patos, a las garzas y todo el personal aéreo que puedas imaginar, y dormimos como troncos, felices. Está a un cuarto de hora en coche de Aveiro, donde los turistas hacen cola para subirse a unas embarcaciones tristes que los llevan a velocidad fueraborda por los canales; a media hora de Coimbra, en cuya universidad han dejado un aula abierta para que los chinos, los alemanes y nosotros nos hagamos una foto sentados en la silla del catedrático; a una hora de Oporto, donde tuve miedo a que la horda de turista con llaves inglesas se llevara como recuerdo una tuerca del puente de Eiffel y lo tiraran abajo. De la pesadilla zombi a la paz espiritual solo distaban unos minutos de autopista.
Quizá esa sea la clave, viajar para conocer, para comprender, para crecer como persona. Intentar hablar su lengua, perderse en sus calles y pueblos, comer su comida, adquirir sus hábitos durante unos días. Resistirte a que te conviertan en un objeto, a que te recolecten como si fueras una fruta de temporada, a que te paseen por la ‘ruta del tourist’ igual que a un zombi sin alma. Ser tú, y entonces ellos serán ellos, y ninguno una estadística.
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