Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Viaje
Todo viaje auténtico brota de un cierto inconformismo hacia la realidad cotidiana y busca trascenderla, adentrándose en el terreno de lo que, visto desde el punto de partida, sólo es una constelación de posibilidades. El viaje surge del deseo o la necesidad de explorar el mundo de lo posible que se extiende más allá del mundo de lo real. Por eso tiene algo de fallido todo viaje en el que uno solamente encuentra lo que esperaba encontrar.
La globalización ha contribuido a que viajar sea relativamente asequible (y, casi en proporción directa, muy dañino para el medio ambiente). De ahí parece haber derivado una exigencia, casi una imposición, de tal modo que la renuncia a viajar se presenta a veces como una renuncia a acumular experiencias, a vivir. Creo que es una idea equivocada. La riqueza y la intensidad de las experiencias vividas, la plenitud personal que sea posible alcanzar a través de ellas, no se puede medir en metros o en segundos, es irreductible a lo cuantitativo.
La importancia de un viaje no reside únicamente en los espacios o los tiempos empleados para recorrerlos y habitarlos. Estoy convencido de que lo decisivo es la mirada, cuando deja de centrarse en uno mismo y dirige su atención al entorno, cuando se detiene en los lugares y atrapa el tiempo y el movimiento. El filósofo francés Alain (pseudónimo de Émile-Auguste Chartier) escribió que para él «viajar es andar un metro o dos, pararse y volver a mirar un nuevo aspecto de las mismas cosas. Con frecuencia, el sentarse un poco a la derecha o a la izquierda lo cambia todo, más que si me hubiera alejado cien kilómetros».
La compulsión por coleccionar vivencias puede aturdirnos hasta el punto de que no dejen rastro alguno en nosotros. Supongo que todos hemos conocido a alguna persona a la que sus continuos viajes parecen no haberle servido de nada (salvo quizá para acumular fotografías). Séneca cuenta que a una persona que se lamentaba de lo inútil de sus viajes, Sócrates le espetó: «No sin razón te ha sucedido esto, ya que viajabas en compañía de ti mismo». Si queremos que la experiencia del viaje sea plena, quizá debamos estar dispuestos a dejar algo de nosotros mismos en el camino. Esos intersticios serán ocupados lentamente por las experiencias vividas una vez hayan reposado en nosotros. El viaje auténtico no finaliza con el regreso.
A veces los viajes más importantes –y de los que uno guarda mejores recuerdos– son los que a priori parecen menos atractivos. Mi última experiencia no despertará la envidia de casi nadie, pues fue como profesor –junto con dos fantásticos compañeros– en un viaje de estudios de seis días a Sevilla, Córdoba y Granada con cincuenta y dos alumnos de 4º ESO del instituto de Santander en el que actualmente trabajo. ¿Cómo es posible disfrutar de un viaje así, en el que el peso de la responsabilidad –respecto a los propios alumnos, a sus familias y al centro educativo al que se está representando– es tan grande? Porque, como en todo viaje auténtico, lo que encontré fue mucho mejor de lo que esperaba encontrar; y eso se debió, evidentemente, a los alumnos, porque su comportamiento fue ejemplar.
Quizá no pude mirar con mis propios ojos todo lo que vi –como sucede cuando uno viaja sin ataduras–, pero a cambio tuve la suerte increíble de mirar con los ojos de unos alumnos magníficos: recorriendo Sevilla bajo una lluvia finísima pero tenaz, compartiendo el ligero sopor que nos invadió a casi todos visitando el Museo Arqueológico de Córdoba (teníamos excusa, entramos poco después de comer), riendo sin parar con las hilarantes anécdotas que un alumno nos contó un día en el autobús, subiendo al Sacromonte para ver Granada a nuestros pies, observando cómo algunos no paraban de hacerse selfies en los jardines del Generalife de la Alhambra y cómo otros descubrían, asombrados, la belleza irrepetible de los Palacios Nazaríes…
Cualquier enumeración de las experiencias de un viaje, por muy exhaustiva y detallada que sea, siempre será parcial, y fracasará en su intento de transmitir las emociones vividas. Por eso no se me ocurre mejor forma de resumir mi experiencia de ese viaje –y de dar las gracias a mis alumnos y mis dos compañeros– que apropiándome de las palabras de Marcel Proust: «El único viaje verdadero, el único baño de juventud, no sería ir hacia nuevos paisajes, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es».
Todo viaje auténtico brota de un cierto inconformismo hacia la realidad cotidiana y busca trascenderla, adentrándose en el terreno de lo que, visto desde el punto de partida, sólo es una constelación de posibilidades. El viaje surge del deseo o la necesidad de explorar el mundo de lo posible que se extiende más allá del mundo de lo real. Por eso tiene algo de fallido todo viaje en el que uno solamente encuentra lo que esperaba encontrar.
La globalización ha contribuido a que viajar sea relativamente asequible (y, casi en proporción directa, muy dañino para el medio ambiente). De ahí parece haber derivado una exigencia, casi una imposición, de tal modo que la renuncia a viajar se presenta a veces como una renuncia a acumular experiencias, a vivir. Creo que es una idea equivocada. La riqueza y la intensidad de las experiencias vividas, la plenitud personal que sea posible alcanzar a través de ellas, no se puede medir en metros o en segundos, es irreductible a lo cuantitativo.