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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

Las vidas amortizadas o la sociedad (in) sensible

Somos de piedra. Indolentes, egoístas, individualistas al extremo, productivistas, edadistas… para resumir: idiotas, en su etimología griega –es decir, preocupados solo por lo propio, lo particular frente a lo común–. 

La prueba es cómo esta sociedad anda de performance permanente en el regreso a la vieja normalidad mientras cerca de 30.000 cadáveres de personas mayores y dependientes se diluyen en el magma de la economía, o de los planes de vacaciones, o del fútbol sin público, o de los estériles debates de barra de bar sobre cómo acabar con este o aquel Gobierno. La idiotez condena a ser números a las 300.000 personas que siguen habitando las residencias del olvido. Somos idiotas y estamos fabricados con la obtusa piedra de este sistema de individualismo.

Cualquier sociedad sana (en el supuesto caso de existir) habría abierto un profundo debate sobre cómo cuidamos a las personas más mayores, aquellas que han trabajado, construido, errado, acertado por y con nosotros. Quizá somos como somos por culpa de ellas, pero somos y eso nos confiere una profunda responsabilidad con los otros y las otras.

Pero no, a pesar de que algunos medios como eldiario.es están diseccionando el desastre en las residencias de mayores el asunto no logra posicionarse entre las preocupaciones de los ciudadanos de esta comunidad ni de este país. No se está debatiendo sobre cómo la progresiva privatización de la Salud y la radical privatización de los Servicios Sociales ha llevado a considerar a las personas mercancías y, en el caso de las mayores, como vidas amortizadas.

Las habitantes de las residencias tienen (tenían, en el caso del 9% que ha fallecido en 14 comunidades autónomas durante la crisis del coronavirus) dos características: tienen una alta demanda de ayuda y/o son muy mayores. En esta crisis se nos ha visto el plumero porque hemos apostado por salvar a los más sanos (los más productivos) y a los más jóvenes, en una especie de eugenesia alimentada por una sociedad insensible ante el sufrimiento de aquellos que –de facto– no existen.

Las residencias para personas mayores operan, en el imaginario social, como las cárceles: repositorios de aquellos humanos que ya no nos interesan como factores del 'progreso' ni como abono para el 'futuro' y que, por lo tanto, apartamos de nuestra vida social y gestionamos como residuos humanos (seres superfluos, que diría Zygmunt Bauman). Y como en toda gestión de residuos hay negocio y donde hay negocio hay consorcios, multinacionales o 'emprendedores' encantados de hincar el diente a las pensiones de los jubilados o a los recursos del Estado, que subcontrata el servicio de 'basuras' a cambio de unos cuantos informes o estadísticas, vigilando que el edificio donde estos humanos gastan los días tenga salidas de emergencia o baño para personas con discapacidad (que las apariencias de fiscalización hay que mantenerlas).

Hace unos meses, escuchaba a un alto responsable de Servicios Sociales preguntar si éramos conscientes de la cantidad de dinero que haría falta para afrontar los retos de dependencia que traía el envejecimiento demográfico por la extensión de la esperanza de vida. No se preguntaba por la sensibilidad social que precisaríamos, ni por cuántos profesionales de la gerontología tenemos en la comunidad. No. Planteaba la dependencia como un problema de gestión, no como un reto político y social sin precedentes.

Confieso que no sé cómo abordar este asunto; que me siento de duelo por lo ocurrido y que acumulo una rabia intensa por lo que está por ocurrir; que me da vergüenza mirar a a los ojos de muchas de las personas mayores de mi entorno personal o con las que me relaciono por mi trabajo en UNATE, La Universidad Permanente; que me siento corresponsable de esta insensibilidad eugenésica que me rodea y que me faltan las ideas para provocar un cambio en este estado de cosas.

Confieso que me asalta el hartazgo cuando escucho noticias o cuando leo los debates absurdos y vergonzosos a los que asisto; que estoy esperando que alguien pida perdón y dimita en lugar de proponer parques de homenaje o de pelearse por las cifras; que me encantaría que además de bonos para estimular el comercio o la cultura, se distribuyeran bonos-vida para promover los cuidados y la sensibilidad; que en los megapresupuestos para afrontar la crisis postcovid ocupara un renglón importante la atención a las personas mayores que han sobrevivido a este desastre…

Ante lo que veo en estos días, soy pesimista. Solo me anima, precisamente, el contacto con gente mayor que me transmite una fuerza y un optimismo del que yo carezco, el cariño que muchos jóvenes son capaces de trasmitirles, las redes de apoyo mutuo informales que surgen en el desierto de las ideas, las ganas de vivir y de participar en esta sociedad –que los ignora– que me transmiten nuestras alumnas y alumnos…

El tiempo nos enseñará que el problema no es el número de muertos, sino la cantidad de personas vivas a las que no hemos tratado como tal.

Somos de piedra. Indolentes, egoístas, individualistas al extremo, productivistas, edadistas… para resumir: idiotas, en su etimología griega –es decir, preocupados solo por lo propio, lo particular frente a lo común–. 

La prueba es cómo esta sociedad anda de performance permanente en el regreso a la vieja normalidad mientras cerca de 30.000 cadáveres de personas mayores y dependientes se diluyen en el magma de la economía, o de los planes de vacaciones, o del fútbol sin público, o de los estériles debates de barra de bar sobre cómo acabar con este o aquel Gobierno. La idiotez condena a ser números a las 300.000 personas que siguen habitando las residencias del olvido. Somos idiotas y estamos fabricados con la obtusa piedra de este sistema de individualismo.