Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Violencia
Pocos tópicos consiguen falsear y ocultar la realidad como el que dice que «con la violencia no se consigue nada». Una interpretación en clave moral, prescriptiva (“con la violencia no se debería conseguir nada”), quizá tenga más recorrido; pero quien cree que con semejante trivialidad se está describiendo un hecho, una realidad, es un iluso y un irresponsable. Iluso porque al desentenderse de la realidad olvida que la violencia ha sido uno de los medios más eficaces para conseguir casi cualquier fin. Irresponsable porque al menospreciar el poder de la violencia está cediendo su uso a otros, precisamente a aquellos que quizá ya la estén usando para conseguir sus objetivos, por ejemplo los estados.
El poder forma parte de la esencia de cualquier estado. Y nada es tan corriente como la combinación de poder y violencia. Como señalaba el sociólogo C. Wright Mills, toda política es la lucha por el poder, y el último género de poder es la violencia; una idea vinculada con la célebre formulación de Max Weber: “El Estado es la única fuente del ”derecho“ a la violencia”. La violencia es la herramienta de control y dominio más potente de que disponen los estados; y lo es hasta el punto que los estados se atribuyen (se conceden a sí mismos) el uso legítimo de la violencia, y no están dispuestos a renunciar a ese monopolio de ninguna manera. Es fácil ver que eso es así al pensar en las acciones que los cuerpos y fuerzas de seguridad pueden llevar a cabo, desde las más cotidianas y/o necesarias (legítimas, si nos ponemos weberianos) hasta su participación en actos de terrorismo de Estado, esa violencia ilegítima que no siempre es considerada, juzgada y condenada como tal (un ejemplo de ello es el Caso Almería, del cual se cumplieron 35 años recientemente).
Pero no creo que la violencia que ejercen los estados se pueda reducir a esos actos de violencia visible, sea legítima o ilegítima. La violencia también se ejerce a través de leyes como la Ley Mordaza (la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana), algunas de cuyas disposiciones lesionan el derecho de defensa y la presunción de inocencia, el derecho a la intimidad y a la libertad personal, o el derecho a la información. ¿Por qué no se puede interpretar que eso es violencia contra la ciudadanía? Por no hablar de todo el entramado de leyes aprobado en la pasada legislatura (de 2011 a 2015) que ha convertido a España en el segundo país de la OCDE donde más ha crecido la desigualdad desde el inicio de la crisis.
Pero la violencia de la que se suele hablar –y no sólo en los medios de comunicación– no es la que ejercen los estados, la violencia sistémica, sino la que padecen los propios estados –y, evidentemente, los ciudadanos–, como por ejemplo la de los disturbios civiles. Según el filósofo Slavoj Žižek debemos aprender a distinguir esa violencia “subjetiva”, directamente visible, ejercida por alguien identificable de inmediato, de la violencia “objetiva”, la que genera el propio sistema, que Žižek identifica con “las consecuencias a menudo catastróficas del funcionamiento homogéneo de nuestros sistemas económico y político”.
La violencia subjetiva se percibe sobre un nivel cero de violencia; es una perturbación del estado normal de cosas. Así, violencia subjetiva son los destrozos en el mobiliario urbano que pueden producir unos manifestantes. Es una violencia tan indiscutible e inmediatamente visible como la punta de un iceberg sobre la superficie del mar. La violencia objetiva es la violencia inherente al estado de cosas “normal”, es la que sostiene el nivel cero de violencia sobre el que se percibe la violencia subjetiva; la parte sumergida del iceberg, que existe a pesar de no ser directamente visible. Es, por ejemplo, la violencia de las leyes que mencionaba más arriba. ¿Acaso no es violencia un desahucio, paradigma de la complicidad habitual entre el sistema político (los legisladores) y el sistema económico (las entidades bancarias) que aplasta a los ciudadanos?
El psiquiatra James Gilligan, director del Centro para el Estudio de la Violencia de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard, señala que los actos violentos de los individuos suelen ser una respuesta a la falta de respeto, la humillación y la pérdida de reconocimiento (sea real o no), un intento por recuperar el orgullo lesionado. En ese sentido parece fácil entender que la desigualdad puede ser una de las causas de los actos violentos, pues la desigualdad produce en quien la padece dolorosos sentimientos de humillación de manera casi inevitable. Esto no implica que todas las personas que sufren la desigualdad (que limita o directamente elimina la movilidad social, contribuye a empeorar la salud física y mental, y a reducir la esperanza de vida, que hace que se resienta el rendimiento académico, etc.) reaccionen violentamente; porque lo más habitual es que la humillación, el miedo, etc. anulen o paralicen.
La influencia del entorno en las tasas de violencia –la relación entre desigualdad y violencia– es algo aceptado desde hace tiempo y cuenta con evidencias sólidas. En el libro 'Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva', de Richard Wilkinson y Kate Pickett, se pueden encontrar numerosos estudios que corroboran esa estrecha relación entre desigualdad y violencia. En ese libro se menciona, entre otros, un estudio dirigido por el sociólogo Robert J. Sampson y sus colegas de la Universidad de Harvard en el que “han demostrado que las tasas de delitos con violencia son más bajos en sociedades cohesionadas, cuyos residentes mantienen vínculos estrechos entre ellos y están dispuestos a trabajar por el bien común, incluso cuando conviven con la pobreza, la experiencia de la violencia pasada o la concentración de inmigrantes”.
Hannah Arendt afirmaba que la violencia puede brotar de la rabia, pero que ésta “no es en absoluto una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento como tales; nadie reacciona con rabia ante una enfermedad incurable, ante un terremoto o, por lo que nos concierne, ante condiciones sociales que parecen inmodificables. La rabia sólo brota allí donde existen razones para sospechar que podrían modificarse esas condiciones y no se modifican”. La desigualdad (un ejemplo de la violencia objetiva, sistémica, que provocan los gobiernos neoliberales) correlaciona estrechamente con la violencia subjetiva. Que los ciudadanos tengamos que soportar la demonización de la violencia subjetiva por parte de quienes administran a diario la violencia objetiva es algo llamativo. Y asumiendo el tópico de que “con la violencia no se consigue nada” quizá estamos aceptando inconscientemente no sólo que sigan ejerciendo sin límites esa violencia objetiva, sino también nuestra derrota ante ella.
Pocos tópicos consiguen falsear y ocultar la realidad como el que dice que «con la violencia no se consigue nada». Una interpretación en clave moral, prescriptiva (“con la violencia no se debería conseguir nada”), quizá tenga más recorrido; pero quien cree que con semejante trivialidad se está describiendo un hecho, una realidad, es un iluso y un irresponsable. Iluso porque al desentenderse de la realidad olvida que la violencia ha sido uno de los medios más eficaces para conseguir casi cualquier fin. Irresponsable porque al menospreciar el poder de la violencia está cediendo su uso a otros, precisamente a aquellos que quizá ya la estén usando para conseguir sus objetivos, por ejemplo los estados.
El poder forma parte de la esencia de cualquier estado. Y nada es tan corriente como la combinación de poder y violencia. Como señalaba el sociólogo C. Wright Mills, toda política es la lucha por el poder, y el último género de poder es la violencia; una idea vinculada con la célebre formulación de Max Weber: “El Estado es la única fuente del ”derecho“ a la violencia”. La violencia es la herramienta de control y dominio más potente de que disponen los estados; y lo es hasta el punto que los estados se atribuyen (se conceden a sí mismos) el uso legítimo de la violencia, y no están dispuestos a renunciar a ese monopolio de ninguna manera. Es fácil ver que eso es así al pensar en las acciones que los cuerpos y fuerzas de seguridad pueden llevar a cabo, desde las más cotidianas y/o necesarias (legítimas, si nos ponemos weberianos) hasta su participación en actos de terrorismo de Estado, esa violencia ilegítima que no siempre es considerada, juzgada y condenada como tal (un ejemplo de ello es el Caso Almería, del cual se cumplieron 35 años recientemente).