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Vistiendo y desvistiendo santos
Hemos pasado una semana muy entretenida en Santander gracias a la controversia religiosa que nos ha obligado a desvestir a algunos santos para vestir a otros. Bueno, en el fondo la discusión es más fiestera que otra cosa, pero ha dado lugar a un interesante y acalorado debate para decidir a quién nos encomendamos.
Lo cierto es que Santander está en el centro de un auténtico nudo gordiano, un territorio de tres santos y dos vírgenes, de cuya ayuda nunca andamos sobrados. Veamos, los santanderinos tenemos por un lado a la Vírgen del Mar pero, como montañeses que somos, también nos protege la Bien Aparecida, patrona de todos los cántabros. Luego están los santos mártires, Emeterio y Celedonio, pero también Santiago a cuya advocación no estamos nada dispuestos a renunciar. Qué quieren que les diga, me parece que estamos tan sobreprotegidos que bien podemos liberar a Santiago para que vele por los afanes de los demás españoles, de quienes también es patrono.
Todo este statu quo del santoral se ha tambaleado por la decisión del nuevo Gobierno autonómico de recuperar el Día de las Instituciones de Cantabria, que había quedado marginado del calendario festivo. Por una insólita vez, estoy de acuerdo con los que mandan, ya que nuestra pequeña región sí que necesita un día de exaltación colectiva. Un día de celebración para compartir los rasgos comunes y los lazos que hacen de Cantabria nuestra identidad. Me gusta particularmente la forma en que los montañeses vivimos nuestra cantabricidad, sin molestar a nuestros hermanos asturianos ni a nuestros primos vascos; orgullosos de las tradiciones pero tendiendo la mano para sumar con las de los demás españoles.
Lo que no me gusta tanto es llamarlo Día de las Instituciones porque éstas no son más que los hierros que forjan la estructura de nuestro proyecto, fundamentales para aglutinarnos, pero supeditadas a una construcción común muy superior. Así que por mí, recuperemos la festividad pero llamémosla Día de Cantabria, que ese es nuestro nombre, eso es lo que somos entre todos.
Tomando partido en la controversia y adoptando el tono festivo que la ocasión requiere, no pretendo, sin embargo, negar el papel que la religión aún desempeña en la sociedad. Lejos están los tiempos en los que influía hasta lo inconcebible en las vidas de los hombres, pero aún le queda una misión de socorro en lo espiritual que no es poca cosa. Está claro que ninguna institución (y no solo la Iglesia) le puede ordenar ya al ciudadano en qué tiene que creer, de qué modo debe interpretar la vida, con quién se tiene que acostar o cuánto de puros o impuros son sus pensamientos, pero para mucha gente la religión aún representa el único y el último consuelo frente al miedo atávico que todos los hombres compartimos: la muerte.
Y ahora consolemos a los dos perdedores en el debate -la Virgen del Mar y Santiago- cuyas festividades han quedado excluidas del calendario. Admito que ambas celebraciones gozan de notable repercusión y tradición en la ciudad. La sugerencia de trasladar la Virgen del Mar al domingo no es de recibo, porque son demasiados los años que contemplan su fecha actual.
También Santiago se encabritará en su caballo blanco cuando se entere de que la comunidad no le festeja. Pero no nos engañemos, los verdaderos motivos de criticar su supresión no concuerdan con el auténtico espíritu de las celebraciones, porque no son religiosos. Pasen, si no, por cualquier iglesia de la ciudad un domingo al azar, a cualquier hora, desde el Cristo a los Pasionistas, desde San Roque a los Franciscanos: están todas prácticamente vacías. El fervor religioso difícilmente puede esgrimirse como argumento en esta polémica. Quizá estamos discutiendo más bien sobre lo que se monta en torno a la fiesta, que es francamente estimulante, pero bastante menos piadoso.
Seguro que habrá quien me diga que lleva treinta años subiendo a la ermita para procesionar con la Virgen del Mar, tal y como hicieron antes que él su abuelo y su bisabuelo. También habrá quien defienda que, siendo festivo Santiago, se produce un mayor movimiento de personas y por tanto un mayor intercambio de billetes, que saltan de un bolsillo a otro. No dejan de ser legítimos ambos razonamientos, pero la democracia busca conformar a la mayoría, no solo a unos pocos. Y la mayoría somos cántabros, digo la mayoría porque seguro que hay alguno que no se siente como tal y me parece muy bien. Pero es de justicia homenajear a nuestra región con un día festivo, aunque solo sea para dotarnos de cierta cohesión -que falta nos hace- y podamos hacer más sólida, entre todos, esa identidad colectiva que se llama Cantabria.
Quizá llegue el día en que la religión se limite a ser un consuelo para quienes lo elijan como tal; quizá lleguemos a no necesitar la protección de los santos y nos baste con la guía de nuestros líderes. Quizá las fiestas solo traigan consigo motivos de alegría y no polémicas absurdas, quizá cada ser humano dedique los días festivos a quien quiera que a él o a ella se le antoje. Quizá incluso nos lleguen a dejar en paz esas maravillosas mañanas en las que no tenemos que madrugar… pero hoy no es ese día.
Hemos pasado una semana muy entretenida en Santander gracias a la controversia religiosa que nos ha obligado a desvestir a algunos santos para vestir a otros. Bueno, en el fondo la discusión es más fiestera que otra cosa, pero ha dado lugar a un interesante y acalorado debate para decidir a quién nos encomendamos.
Lo cierto es que Santander está en el centro de un auténtico nudo gordiano, un territorio de tres santos y dos vírgenes, de cuya ayuda nunca andamos sobrados. Veamos, los santanderinos tenemos por un lado a la Vírgen del Mar pero, como montañeses que somos, también nos protege la Bien Aparecida, patrona de todos los cántabros. Luego están los santos mártires, Emeterio y Celedonio, pero también Santiago a cuya advocación no estamos nada dispuestos a renunciar. Qué quieren que les diga, me parece que estamos tan sobreprotegidos que bien podemos liberar a Santiago para que vele por los afanes de los demás españoles, de quienes también es patrono.