Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
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Ayer volví a salir a la calle. Es una sensación extraña volver a encontrarse con ella, aunque sea en pequeñas dosis. Cuesta reconocer los paisajes cotidianos, y cuesta también reconocerse a uno mismo. Al caminar por el parque encuentro la hierba alta, salvaje; mientras, flores de todos los colores salpican el prado, que muestra un color verde tan profundo que ni las retinas ni la memoria lo recordaban. Las calles, vacías de coches muestran un silencio incómodo, estremecedor, una señal inequívoca de que algo pasa. Da miedo. Hasta que escuchas a los pájaros.
En estas duras semanas de confinamiento me ha hecho sentir bien asomarme a la ventana y sorprenderme con el canto de los pájaros, en plena ciudad. Siempre estuvieron allí, al parecer, pero no los escuchábamos. O, si los escuchábamos, no los hacíamos caso. Mezcla de sensaciones, en definitiva, al volver a pisar el mundo que hay detrás de las paredes de casa.
La mirada hostil, desconfiada, de esos ojos, al borde de una mascarilla, que huyen desde el otro extremo de la acera. Y poco después, la sonrisa amable del conductor de un autobús, acompañada del sonido de la bocina, ambos dedicados al niño que va de mi mano, aprendiendo a caminar y asombrándose al descubrir esa realidad que había ahí fuera. Un momento en el que es inevitable preguntarse, ¿cómo será el mundo cuando pase todo esto?
Me pregunta algún amigo, algún familiar, estos días, qué pasará con nuestra economía. Cómo saldremos de esto. No lo sé. Una combinación de palabras impensable, música celestial cuando, por fin, la escucho pronunciada por un experto. “No lo sé”, responde Fernando Simón, tranquilo, con naturalidad, ganándose sin duda mi simpatía y, posiblemente, incluso, mi confianza. Porque decido que, a partir de ahora, dejaré de dedicar horas a seguir las noticias sobre la evolución de la pandemia, y me bastará con lo que este hombre vaya diciendo.
En alguien has de confiar, en este momento de zozobra, máxime si las religiones y las patrias te resultan algo lejano y lo más parecido a ello que encuentras, el fútbol, está suspendido. “No lo sé”. Cuánta honradez en esa frase, cuánta sabiduría desprende de quien es consciente, antes de nada, de sus limitaciones. Cuánta confianza me da esa frase, frente a tanto experto en todo, y frente a tanto vendedor de peines, un perfil que, como las setas de este mes de abril tan atípico, prolifera en toda crisis.
Ante las preguntas sobre qué pasará con nuestra economía, mi respuesta es esa. No lo sé. Los economistas no hemos vivido nada parecido. No es una crisis económica al uso, porque no hay, al menos en origen, un elemento económico real causándola. No es, tampoco, algo similar a una guerra. En una guerra hay grandes daños materiales. Aquí no. Cuando regresemos al trabajo, nuestras fábricas, nuestras oficinas, nuestras aulas, estarán ahí, al menos físicamente. Esa es una enorme ventaja. Pero, por otro lado, en las guerras gran parte de la actividad productiva continúa, e incluso se intensifica, estimulada por las necesidades de suministros. En ese sentido, esto, desde el punto de vista económico, es peor.
Para la salida de esta crisis, desde el punto de vista económico, podemos dibujar dos escenarios diferentes. Uno, el más optimista, sería una salida en forma de V: una caída muy pronunciada, seguida de una recuperación relativamente rápida (en aproximadamente dos años), tras lo cual volveríamos a una situación parecida a la anterior a la crisis. Para ello, haría falta un estímulo público muy importante. Un símil sanitario sería el esfuerzo por reanimar a un paciente (en este caso, nuestra economía) al que se le ha inducido una parada cardiorrespiratoria.
En ello están nuestros gobiernos. Primero, amortiguando el impacto del golpe: dando inyecciones de oxígeno (en forma de dinero) a trabajadores (por ejemplo, mediante los ERTES) y a empresas para evitar que el shock pase de temporal a definitivo. Después, será necesario impulsar la actividad económica. Un esfuerzo costoso, que habría de iniciarse pronto y prolongarse durante una buena temporada. Es importante ser conscientes de que todo ese esfuerzo no ofrece una garantía absoluta de éxito. Porque eso, en economía, no existe. Aun así, hay que intentarlo.
El otro escenario, más pesimista, dibujaría una crisis en forma de U: esto es, la caída que ya estamos viviendo, muy pronunciada, pero seguida de una recuperación mucho más dilatada en el tiempo. Esto podría ocurrir si no se hacen los esfuerzos suficientes por reactivar la economía, o si la situación se prolonga tanto tiempo que se genera un daño económico real. Un problema económico que, a diferencia de otras crisis, no estaba en el origen de ésta, pero que podría acabar generándose como consecuencia de la misma. Por ejemplo, si un número significativo de empresas no resiste, cierra y ello se traduce en la pérdida de empleos; o si los ingresos de los trabajadores, por ese u otros motivos, sufren un deterioro que acaba trasladándose al consumo; o si el Estado se queda sin capacidad económica para apoyar el estímulo, porque la situación se prolonga demasiado o, como ocurrió en 2010, porque llegan perturbaciones en los mercados y la solidaridad europea vuelve a no estar a la altura.
Este escenario negativo, en forma de U, podría aparecer también si el problema sanitario causado por el virus se prolonga, o rebrota. Si, debido a ello, las restricciones han de prolongarse, o han de volver. Podríamos dibujar incluso, como una variante, un escenario en forma de W, con la caída pronunciada que ya hemos vivido, el inicio de una recuperación y una nueva recaída. ¿Puede algo de esto ocurrir? Vuelvo a mi respuesta inicial: no lo sabemos. No podemos saberlo.
Lo único que podemos hacer es asumir un nivel de riesgo, sanitario y económico y, como ciudadanos, acostumbrarnos a vivir con ese riesgo, con esa incertidumbre. Sabiendo, por tanto, que el riesgo cero no va a existir, ¿cuál será el nivel de riesgo que estaremos dispuestos a asumir? A esa pregunta habrá respondido el Gobierno al diseñar el plan de desescalada. En unos meses sabremos si fue un acierto o no. De momento, no nos queda mucho más que confiar, respetar las normas, colaborar en que el plan funcione… y cruzar los dedos para que así sea.
Bueno, no solo eso. Nos queda, y que no suene a tópico, algo muy importante: valorar todo lo que tenemos en nuestro día a día. Todo aquello que antes era normal y con lo que ahora, al cerrar los ojos, sueño. Ese fin de semana en el pueblo con mi pareja y mi hijo, frustrado por el Estado de Alarma. Esas vacaciones y ese viaje, no sé a dónde, no me importa. Probablemente no será lejos, pero será un sitio nuevo. Ese abrazo con mis padres, esa caminata pendiente con mi padre, esa mirada de mi madre, y la de mi abuela. Ese día compartido con mis amigos. Ese baño en el mar, y esas vistas desde lo alto de esa montaña que aún no sé cuál es, pero que pronto subiré. Porque esta crisis, si para algo ha servido, es para hacernos conscientes de nuestra enorme fragilidad. De la fragilidad de todo lo que nos rodea, de todo lo que nos hace felices y que una mañana, con un soplo de viento, podemos perder. Y que, ahora, soñamos con recuperar.
Ayer volví a salir a la calle. Es una sensación extraña volver a encontrarse con ella, aunque sea en pequeñas dosis. Cuesta reconocer los paisajes cotidianos, y cuesta también reconocerse a uno mismo. Al caminar por el parque encuentro la hierba alta, salvaje; mientras, flores de todos los colores salpican el prado, que muestra un color verde tan profundo que ni las retinas ni la memoria lo recordaban. Las calles, vacías de coches muestran un silencio incómodo, estremecedor, una señal inequívoca de que algo pasa. Da miedo. Hasta que escuchas a los pájaros.
En estas duras semanas de confinamiento me ha hecho sentir bien asomarme a la ventana y sorprenderme con el canto de los pájaros, en plena ciudad. Siempre estuvieron allí, al parecer, pero no los escuchábamos. O, si los escuchábamos, no los hacíamos caso. Mezcla de sensaciones, en definitiva, al volver a pisar el mundo que hay detrás de las paredes de casa.