31.120 personas, llegadas de países como Venezuela o Siria, solicitaron asilo en España en 2017 y 13.350 consiguieron el estatus de refugiado, según datos de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). Salieron de países en los que eran perseguidos, hay conflictos o crisis humanitarias y llegaron a Europa a través de rutas alternativas. Este 20 de junio se celebra el Día Mundial del Refugiado, de los 22,5 millones que hay en el planeta. Augustin, Jonathan y Awash lo son, viven en Cantabria gracias a la ayuda de Cruz Roja y son algunos de los rostros que ponen voz a las cifras.
Awash es un caso paradigmático de la crisis de refugiados que afronta Europa desde 2015. Llegó al viejo continente en 2017 a través del Mediterráneo, compartiendo embarcación con 600 personas más y pasó siete meses en un campo de refugiados italiano. Tiene 21 años y nació en Etiopía, donde estudiaba tercero de Ciencias Sociales hasta que la represión policial le obligó a huir a Sudán. Vivió cuatro meses en la capital sudanesa, Jartum, y pasó a Libia de contrabando. Solo.
“Estuve en prisión un año y dos meses, es muy peligroso”, recuerda de su paso por Libia. Se acuerda del hambre y las torturas, de estar sin poder moverse durante cinco meses: “Es el infierno”. Pagó 6.000 dólares que su familia, humilde, consiguió gracias a su comunidad en Etiopía para salir de prisión. La única forma de hacerlo. La mafia a la que pagó lo embarcó rumbo a Europa cruzando el Mediterráneo. “Fuimos casi cuatro horas en un barco de madera 600 personas, los hombres abajo y las mujeres y los niños arriba”, señala Awash. Llegó a Italia, después de tres días, en un buque de la ONG Save The Children.
Su última parada antes de llegar a España -país donde fue reubicado por la Unión Europea-, fue un campo de refugiados de la ONU en Italia, que compartía con más de un millar de personas. Tras siete meses “comiendo cuando te dicen, sin dinero, durmiendo en tiendas con cinco personas más”, un avión le llevó a Madrid y fue acogido por Cruz Roja en su centro de Santander. Aprende español, vive en un piso tutelado por la ONG y habla con su familia, que sigue en Etiopía, de vez en cuando.
Jonathan es venezolano, la nacionalidad que más solicitó asilo en España durante el pasado año, con 10.350 personas. “Mi travesía no fue la tradicional, de ir al aeropuerto principal y tomar un vuelo a Madrid...”, comienza. Salió de su país tras sufrir amenazas y extorsiones y emprendió un viaje, de cuatro días y cuatro escalas, hasta llegar a Colombia y poder tomar un avión a España. Hizo este trayecto, “que no repetiría, porque conlleva mucho riesgo”, obligado por la condiciones de Venezuela, “donde hay tanta inflación que no podía coger un vuelo directo”.
Jonathan agradece la suerte que tuvo y el cúmulo de circunstancias que le permitieron irse de su país: “Yo a veces pienso que, cuando a uno le corresponde salir o hacer determinadas cosas, todo se da”. Consiguió, en un momento en el que todos los medios de transporte estaban saturados, un billete de autobús desde Caracas a El Vigía, una ciudad fronteriza clave para cruzar al país vecino.
Cuando llegó, al cabo de quince horas, pasó dos horas y media en un taxi y atravesó la frontera. Pudo pagar el viaje con parte de los 500.000 bolívares que consiguió su hermana y que tenía que llevar consigo por la falta de liquidez del país.
Cruzó la frontera a través de este paso porque señala que “no había tantos controles” y llegó a Colombia. 70 kilómetros después, un autobús le dejó en Cucuta, su penúltima parada: “En la terminal no me moví, estaba todavía en shock de todo lo que había visto; vi todas las mafias y realidades”, recuerda. Apela a las largas colas en las fronteras que sacaban todas las televisiones y la tensión que se respiraba allí.
“Yo llevaba mi mochila, mi vida en una maleta, porque el billete lo compré vendiendo mi coche, dejé todo allá, vendí lo que pude para poder tener algo de divisa”, reconoce Jonathan. Y llegó a Madrid en un avión procedente de Medellín. Su primera parada fue Teruel, donde solicitó asilo político.
Este venezolano de bisabuelo andaluz eligió España porque lo conoció en 2012, cuando trabajaba en un geriátrico y vino de turismo, y siente que es un país que le puede dar “la seguridad plena” que requería. Coincide en este punto con Augustin, que llegó a este país “porque es un país seguro donde podía salvar mi vida”.
Y es que Augustin es un camerunés de 33 años que lleva en España diez meses huyendo de la homofobia. “Me fui porque mi vida era peligrosa”, cuenta. Era estudiante y trabajaba los fines de semana en una zapatería para conseguir dinero y pagar el viaje. “Con este dinero no era suficiente y un conocido me ayudó a pagar todo para llegar aquí”, recuerda Augustin, que señala que él no fue víctima de ninguna mafia, como sí le ocurrió a Awash.
Aunque viajó de Camerún a Madrid en avión, fueron necesarias dos escalas y tres días en el aeropuerto de Barajas para pisar suelo europeo. Pasó por Casablanca y Dakar hasta llegar a Barajas. Sin visado y con el riesgo de ser devuelto al continente africano -hubiera sido devuelto a Marruecos, la última parada de su viaje-.
En el aeropuerto madrileño lo atendió durante tres días un equipo de Cruz Roja, que tiene allí un puesto permanente, mientras se entrevistaba con la policía y gestionaban su petición de asilo. Cruzó oficialmente la frontera española y estuvo cuatro meses en Zaragoza con la ONG Accem, especializada en refugio y migraciones. Desde enero, vive en Torrelavega tutelado por Cruz Roja.
Tres historias que confluyen en un punto: la empatía. Jonathan, Augustin y Awash se sienten aceptados en España y no han sufrido episodios de racismo, pero dedican unas palabras a los que muestran rechazo a la llegada de refugiados. “Somos personas, como todos, y si estamos aquí es porque tenemos problemas”, señala Augustin en una frase que completa Jonathan: “La cuestión sería tocarse el corazón y darse cuenta de que la vida no es fácil para muchos, pero todos somos seres humanos y tenemos derechos y deberes”. Awash concluye: “Nadie se va de su país si no es por necesidad”.