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Campos de concentración en la Guerra Civil: expiando conciencias

Campo de concentración franquista de La Magdalena, en Santander. | DESMEMORIADOS

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Desde el comienzo de la Guerra Civil y a medida que se iba produciendo el avance de las tropas franquistas por el territorio español se fueron conformando los más diversos espacios para la concentración y custodia de la población que en principio se consideraba desafecta al nuevo régimen. Por este motivo, al final de la guerra llegaron a existir 188 campos de reclusión en toda España.

Con el derrumbe del Frente Norte, que estaba aislado del resto de la zona republicana que aún resistía y de la posible huída hacia Francia, la única vía de escape posible era por mar. Debido a ello se formó una bolsa ingente de combatientes derrotados que desbordó la capacidad de reacción del ejército franquista. De hecho, en la provincia de Santander con la caída de la capital se entregaron unos 50.000 soldados republicanos, lo cual hizo que los nuevos gobernantes tuvieran que ocupar, dominados por la improvisación, todos los grandes recintos disponibles en la ciudad: la plaza de toros, el campo de fútbol, la península de La Magdalena, el Seminario de Corbán y toda una serie de colegios, así como el almacén de la Tabacalera para poder recluir a los soldados y a la población desafecta. También se instalaron campos de concentración en Santoña (el Instituto de Manzanedo, el Penal del Dueso, el Cuartel de Infantería y el Fuerte de San Cristóbal), Torrelavega y Castro Urdiales.

El volumen de la población reclusa superó rápidamente la capacidad de los recintos penitenciarios, obligando a los internos a dormir en el suelo, lo que unido a la escasez de la alimentación, el frío y las enfermedades provocaron una alta mortandad, provocada no sólo por la falta de condiciones higiénicas sino también por el alto número de fusilamientos y “sacas” extrajudiciales. En las fosas comunes del cementerio de Ciriego fueron enterradas 836 personas entre 1937 y 1948.

Para el régimen que se estaba construyendo era preciso aislar, neutralizar a la población que no aceptara su autoridad, redimirlos o hacerles pagar las culpas de no poseer la misma idea sobre España. Consideraban que los presos necesitaban expiar su culpa para, una vez reeducados en los nuevos valores patrios, poder facilitarles su inserción en la sociedad, eso sí, vigilando su conducta política y moral.

Los militares sublevados concibieron los campos como lugares de internamiento preventivo y fuera de la ley, para recluir a sus prisioneros de guerra en aras de clasificarlos, determinar sus supuestas responsabilidades criminales político-sociales, reeducarlos y reutilizarlos en una red de trabajo forzoso o enviarlos a prisión. Ante el colapso del sistema concentracionario, la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros (órgano creado para la gestión de los campos) y las comisiones de clasificación delegaron en los propios prisioneros la búsqueda de avales de las autoridades locales (jefe de Falange, alcalde, párroco y comandante de la Guardia Civil) sobre sus conductas políticas desde 1934 hasta el momento de “la liberación”.

A finales de 1937 había en España aproximadamente 107.000 prisioneros de guerra en una situación completamente fuera de la legalidad y sometidos a una superficial y embarullada clasificación: Quienes eran encontrados afectos, eran remitidos a las trincheras del ejército franquista. Quienes eran desafectos se sometían al juicio militar sumarísimo y, en consecuencia, eran condenados a penas de cárcel o a la pena de muerte.

Pero en una zona de  sombra quedaban todos aquellos a quienes no pudo instruírsele causa por falta de datos. Como señalaban las órdenes oficiales, “todos eran necesarios para la Victoria”; pero a no todos se les podía certificar el grado de afección u oposición al “Movimiento salvador de la Patria”. Por ello, a todos esos dudosos se les “condenó” a trabajos forzosos, conformando los batallones de trabajadores, mano de obra esclava, que acometieron numerosas obras civiles a mayor “gloria” del franquismo.

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