El papel de la Iglesia en la Guerra Civil

El documento de este mes es una foto de la primera misa de acción de gracias que se celebró tras la toma de las tropas franquistas de la comarca lebaniega, en septiembre de 1937. Estamos hablando de una misa de campaña en una doble acepción: porque fue celebrada al aire libre y para un grupo numeroso de personas como en cualquier fiesta patronal; y porque fue un acto simbólico de la campaña militar repetido innumerables veces tras los avances de los 'Nacionales'.

Es una muestra de la vinculación de la jerarquía de la Iglesia con el golpe militar contra la República. El foco de la imagen reside en el altar al que se dirigen todas las miradas. La Guardia Civil en traje de gala custodia la ceremonia, el sacristán y los monaguillos son testigos privilegiados del acto, mientras a su vera dos eclesiásticos siguen atentos el proceder de los oficiantes. La población civil aparece en la esquina superior de la foto, y en la otra ondea una bandera.

La Historia de España, desde la época de los Reyes Católicos hasta la actualidad, está trufada de ejemplos de la lucha encarnizada que la jerarquía de la Iglesia española ha mantenido contra cualquier enemigo que pretendiera hacer tambalear su predominio religioso y social. La llamada Reconquista de la Península y la posterior expulsión de moriscos y judíos, la conquista y evangelización de América y la pugna contra el protestantismo en el corazón de Europa Central o la aplastante sombra de la Inquisición, son hitos evidentes de dicha afirmación.

No es extraño pues, que a partir del siglo XIX, con el avance de la Ilustración, la Iglesia española, que había vivido de espaldas al pueblo, inmersa en su tradicional mentalidad de que todo aquello que no es católico no es español, y temerosa, sobre todo, de que tal avance provocase una pérdida de sus privilegios, no supo adaptarse a la realidad de los nuevos tiempos. Asistió impasible, sino con hostilidad, al desarrollo de las reivindicaciones proletarias y utilizó su poder para combatir contra las oleadas de anticlericalismo rampante, que se encarnaban en los “nuevos fantasmas que entonces recorrían Europa” (liberalismo, racionalismo y socialismo en todas sus manifestaciones) y acabó convirtiéndose en el arma moral de los intereses de la oligarquía.

Con el advenimiento de la II República los temores de una rápida pérdida de influencia en favor de las tesis anticlericales se hicieron realidad. Paso a paso los gobiernos republicanos fueron legislando en ese sentido a partir de la separación entre Iglesia y Estado. Y así fueron sucediéndose normas que recalcaban la inicial: proclamación de la libertad de cultos, prohibición de la dedicación a la enseñanza de las órdenes religiosas, retirada del crucifijo en las escuelas o la secularización de los cementerios.

En Cantabria, que tradicionalmente había sido una región muy religiosa, con los nuevos aires, también se percibió, al igual que en el resto de España, una relajación en las costumbres y en los valores religiosos, que empezando por las zonas más industrializadas de la provincia se fue extendiendo lentamente a otras comarcas de carácter más rural.

Con el estallido de la Guerra Civil casi la totalidad de la jerarquía eclesiástica se puso de parte de los militares rebeldes, en una clara confluencia de intereses, más allá de lo meramente religioso. Hubo, sí, un panorama de simpatías y aversiones en un clero resentido por lo que entendía como un ataque radical a su naturaleza, representado inicialmente por el grado de secularización y el abandono del culto por parte de la población, pero también a consecuencia de la competencia por la clientela que percibía en los maestros racionalistas, los militantes obreros o los republicanos laicos.

Para amplias esferas de la sociedad, sin una especial capacidad crítica, supuso esto un factor determinante en su inclinación hacia la causa del bando autodenominado “nacional”. Así mismo se produjo una participación activa, tanto en el frente como en retaguardia de numerosos sacerdotes, y desde los púlpitos se manifestaban en contra de los enemigos de la religión y de Dios.

A través de un lenguaje maniqueo condenaron a la República como una “horda roja” y ensalzaron las acciones del ejército franquista, transformando así una evidente guerra de clases en una “Cruzada de Salvación”.

Durante el tiempo que duró la contienda los rencores no hicieron sino acrecentarse. En las zonas controladas por cada uno de los bandos se ejerció la represión, aunque mientras en la zona rebelde los asesinatos y las ejecuciones obedecieron a decisiones por lo general muy calculadas por parte de los mandos militares y sus aliados civiles (falangistas, carlistas, monárquicos, católicos…) como un fin en sí mismo para construir el modelo de Estado que tenían en mente, en la zona republicana las acciones punitivas fueron debidas a la desaparición del Estado y, con él, a la ausencia de normas, y a una revolución obrera deslavazada sin apenas jerarquías y objetivos precisos.

Aunque bien es cierto que la Iglesia católica sufrió una desmedida persecución y violencia (en Cantabria, por ejemplo, se saldó con 77 sacerdotes, 84 religiosos y 13 seminaristas muertos, además de la destrucción de 42 iglesias), también lo es que, por su lado, esa misma Iglesia tomó parte de forma categórica en la guerra y en la represión organizada por la dictadura franquista, no sólo porque la sangre de sus mártires clamara venganza, sino también, y sobre todo, porque el triunfo franquista cortaba el avance del laicismo anterior al golpe militar y otorgaba a la Iglesia una hegemonía y un monopolio, materializados en enormes ventajas económicas y jurídicas, amén de un estrecho control sobre la vida social y cultural del país.

Al tiempo, y en correspondencia, esta alianza de intereses daba carta de naturaleza y de algún modo legitimaba un régimen antidemocrático que nació sustentado en la fuerza de las armas y el apoyo del nazismo alemán y el fascismo italiano.

La Iglesia justificó su toma de posición alegando que se había desencadenado una brutal persecución contra ella y afirmando que el pueblo español era católico en su inmensa mayoría, por lo que la respuesta bélica era obligada, justa y necesaria.

Con el final de la guerra y la instauración definitiva de la dictadura, la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939, dio la oportunidad a la Iglesia, por medio de sus párrocos, de convertirse en un organismo de investigación cuasi policial, al mismo nivel que los ayuntamientos o los dirigentes locales de Falange. En este sentido, durante la posguerra, los curas redactaron informes, denunciaron y delataron a todo sospechoso de deslealtad al nuevo régimen, renunciando de este modo a la posibilidad de transformarse en un instrumento de reconciliación nacional.