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La escuela hogar de uno de los valles más incomunicados de Cantabria: “En la zona rural es un sacrificio tremendo estudiar”

Fachada del edificio de Quintana en la que se señaliza el colegio pública y la escuela hogar.

Diego Cobo

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En Soba hay veintisiete pueblos y una población dispersa entre praderas y riscos calizos. En el valle, además, los tiempos modernos han ido menguando los oficios pegados a la tierra, se ha ido reduciendo drásticamente la cantidad de habitantes y se ha echado el cierre de escuelas (Herada, Villar, Quintana, Valcaba, Cañedo, Regules, Santayana, Rehoyos) impulsadas por la nostalgia y el dinero de aquellos indianos que albergaban la esperanza de que sus paisanos prosperaran como ellos: Jacinto Martínez de la Concha desde México, Gaspar de Soto y Zorrilla desde la actual Colombia o el Capitán Roque de la Peña y Sarabia desde Los Ángeles. El colegio de Quintana, de hecho, se bautizó con el nombre de otro ilustre vecino que pasó décadas en Argentina y regresó a Cantabria con el amor a su tierra intacto. Cuando el colegio Jerónimo Pérez Sainz de la Maza se inauguró en 1982, había 200 alumnos, aunque las matrículas del centro cuatro décadas más tarde son cuatro veces menos en un municipio que llegó a tener más de 3.000 habitantes. Hoy, según el último padrón, hay 1.100 habitantes en todo el Valle de Soba. 

Pero este centro clavado entre el río Gándara y los Collados del Asón tiene una particularidad, ya que en su escuela hogar, anexa al colegio, conviven 22 niños y niñas de entre 3 y 17 años debido a las circunstancias —el aislamiento, la distancia, las carambolas de la conciliación familiar— que imponen el tercer municipio más grande de Cantabria. La mayoría de ellos pertenecen a las poblaciones más remotas de uno de los valles más despoblados y desconocidos de la comunidad: pueblos encaramados en montes, carreteras de montaña y una abrupta geografía que multiplica los kilómetros. Por eso, cuando en enero de 1983 se abrió la escuela hogar, aquel centenar de niños y niñas que habitaban los lugares más aislados daban un enorme paso al estudiar junto al lugar en el que vivían de lunes a viernes. “Esto es como una casa, pero multiplicado por veinte”, bromea Rosalía Ruiz Laso, que llegó al colegio como profesora en 1991, le inspiró el proyecto de la escuela hogar y decidió que éste sería su destino. Su anhelo, sin embargo, tuvo que esperar siete años, cuando finalmente consiguió la plaza. “Me siento más de aquí que de donde vivo”, admite con una sonrisa.

Hoy es miércoles, día de coordinación y relevo. Rosalía habla en zapatillas de casa con Ana Belén Pérez Rivero, la directora, en una sala con sofás, ordenadores y libros. En los dos primeros días de la semana, Rosalía se ocupa de los chicos mientras que los jueves y viernes Ana Belén toma el relevo. Esta mañana, pues, mantiene a ambas profesoras hablando de los alumnos. “De si han desayunado, si han hecho deberes, si tienen enfermedades”, enumeran. Ambas son veteranas: si Rosalía lleva 26 años trabajando en Soba, Ana Belén ha iniciado su curso número 34. “No fue una decisión pensada”, adelanta la directora, a quien Soba se le presentó en el horizonte como una oportunidad para desembarcar en (su) Cantabria.

Antes de llegar a la escuela e instalarse en el valle, conocía a las personas que trabajaban en la escuela hogar, aunque la naturaleza de este proyecto que llegó a tener varias réplicas en Cantabria y hoy solo se mantienen las de Soba, Liébana y Heras, acabó por conquistarla. Hoy no lo cambiaría por nada. Su trabajo consiste en esa interminable sucesión de tareas que caben entre las tres y media de la tarde, cuando los profesores terminan su jornada, hasta que empiezan las clases al día siguiente: jugar, deberes, reñir, cenar, consolarles cuando están tristes, dormir con los más pequeños. En fin, dice Rosalía, “una experiencia fantástica”.

Las dos madres-profesoras podrían haber cambiado de destino en cualquier momento. Los años les han hecho sumar puntos, pero el amor por un oficio que excede los muros del trabajo las mantiene con el compromiso en alto en un valle de inviernos descarnados y silencio sepulcral. No extraña que las sustituciones de la compañera o de algún profesor que la nieve ha impedido llegar al colegio se acepten con naturalidad. “Soy de esos casos raros en los que alguien disfruta de su trabajo”, bromea Rosalía, que cada lunes que se adentra en el valle culebreando por las carreteras desde su casa trae algo de ropa de reserva. Por si acaso. Ana Belén, vive en el valle y lo tiene más fácil. Los alumnos, y sus familias, son sus vecinos. 

Una experiencia diferente

“Este es un territorio privilegiado”, admite Javier Bringas, profesor del colegio. Sus andanzas en el mundo educativo comenzaron en la escuela rural de La Sota, en San Pedro del Romeral, hace más de tres décadas. Allí daba clase a casi cuarenta alumnos, de todas las edades, en la misma aula. “Y se trabajaba muy bien”, recuerda. Luego cayó en este centro que sustituyó al resto de escuelas que seguían abiertas en el valle.

Aquí se concentraron los profesores, las especialidades y la eficacia, aunque el mandamiento de la escuela rural sigue marcando la pauta educativa: él es tutor de ocho alumnos de tercero y cuarto de primaria que estudian en la misma aula, con permiso de asignaturas en las que se desdobla el grupo. “Y no lo cambiaba, ¿eh?”, advierte. El contacto con los chicos y chicas y sus familias es una primera ventaja propia de estos entornos: “En la zona rural, no te voy decir que nos tengan en consideración como hace cincuenta años, pero la figura del maestro se respeta y se da bastante importancia: lo primero que nos preguntan los padres no es si lo hace bien o mal, sino si se porta bien”.

Sus palabras celebran continuamente las bondades de la educación rural, como Rosalía y Ana Belén, las ventajas del progreso y los recursos con los que se dotan las escuelas rurales a pesar de alguna gotera en el polideportivo y algún canalón ajado. De la gratitud por trabajar en un centro así y las oportunidades que supone estrechar las desigualdades que vivió en aquella cabaña-escuela de los Montes del Pas. Como Belén Pérez, la directora del colegio, que llegó de Madrid a estos valles y echó raíces aquí, que conoce los entresijos de los alumnos y cree que actualmente se está cuidando la escuela rural. “Una de las cosas de las que se han dado cuenta”, afirma, “es que si no estuvieran los colegios rurales, habría la mitad de la población”.

Los alumnos del colegio viven en sus casas o en la escuela hogar, pero varios de los menores que viven en la escuela estudian la secundaria en Ramales y el bachillerato en Ampuero, aún más lejos. Un autobús que recorre el valle los recoge en la puerta del colegio, donde les devuelve a las cuatro de la tarde. Los kilómetros y el tiempo confabulan contra el estudio en la comarca, así que la apertura de la escuela hogar alivió las dificultades de estudio en zonas donde el abandono escolar, en favor de tareas del campo, era notable. “En la zona rural es un sacrificio tremendo estudiar”, opina Javier, que al igual que sus compañeras, dice que quienes estudian más allá de la etapa obligatoria es por una férrea voluntad. 

Las características propias de la geografía, así, dominan la educación rural, por lo que las diferencias con el sistema en entornos más urbanos son palpables. No solo es el apoyo familiar, sino los valores que provienen del mayor contacto con los mayores y la naturaleza, aunque la directora del colegio también reconoce que hay limitaciones en el acceso al ocio cultural. “Pero tenemos más tiempo”, dice como contrapeso. El trato con los alumnos es casi maternal (existe incluso un aula de un año, con seis matriculados), la relación con los padres suele ser telefónica y las tareas educativas, especialmente en la escuela hogar, rompen cualquier muro estanco.

Alguna vez trataron de dividirse las tareas entre las responsables, pero el experimento duró un trimestre y todos volvieron a hacer de todo. Tampoco las actividades extraescolares se alejan mucho del colegio. A cambio, el robledal de San Pedro o el Parque Natural Collados del Asón, cuyos monitores colaboran activamente con el centro, son escenarios familiares. Los paisajes salvajes, a ratos domesticados por la actividad ganadera y un turismo cada vez más recurrente, envuelven estos paisajes que los profesores no se cansan de admirar. Hay veces que les dicen que, si este colegio estuviera más cerca de Santander, más profesores querrían trabajar aquí. Pero al escucharlo, ellos siempre piensan lo mismo: “Si esto estuviera más cerca de la ciudad, esto no sería esto”.

Una gran familia

A la una de la tarde, Ana María y Laura ya han preparado la comida y merienda. El humor, la visita del panadero que ha traído 18 panes y la alegría llenan el ambiente de la cocina. Ana María entró a trabajar hace 25 años, aunque su compañera lleva apenas tres años. Hoy cuentan 52 comensales mientras que las monitoras cuidan de los más pequeños y controlan a los mayores. Los niños, sentados por edades, creando su propio barullo. Hay muchos hermanos, hijos de antiguos alumnos del colegio y de la escuela hogar. Laya, que ayer cumplió ocho años y esta tarde celebrará su cumpleaños, lanza preguntas, aunque la timidez por la visita de un extraño que se acerca a ellos ruboriza a niñas como Natalia, que siente vergüenza. “No sabe por qué”, interpreta Alex.

—¿Y tú lo sabes? 

—Menos aún —responde.

En otra mesa los niños se ríen y distraen. En la del fondo, dos niñas y un niño de tres años comen con la ayuda de una monitora. Los profesores ya han acabado y se van a tomar el café al bar cercano, en La Gándara, en el que les atiende un antiguo alumno. Ese vínculo con sus viejos pupilos es una satisfacción para unos profesores fieles a los viejos afectos cuyo rastro mantienen visible. El de Óscar, sin embargo, es muy fácil seguir.

Óscar Zorrilla es uno de esos antiguos alumnos que sintió en sus adentros lo que Belén, la directora de la escuela, admite tantos años después: “Lo que intentamos es enseñar que salgan fuera, que conozcan lo que hay, que valoren lo que tienen aquí y que vuelvan”. Son chicos del Valle de Soba que estudian la secundaria en Ramales, el bachillerato en Ampuero o la universidad en Santander. A todos los lugares, sin embargo, llevan su orgullo de valle, aunque esas obligaciones académicas o laborales les mantengan alejados de una comarca donde más de la mitad de su población activa trabaja la agricultura o ganadería.

Ese pequeño exilio, entonces, lo apaciguan viniendo mucho y juntándose entre ellos. Eso afirma Óscar, cuyo latido sobano jamás se apagó. “Los que han estudiado una carrera no viven en el valle porque no hay trabajo”, admite, “pero acaban volviendo mucho más tiempo cuando pueden. Y, normalmente les ves aquí el fin de semana”. Él, que pasó diez años en el colegio, regresó con su licenciatura debajo del brazo y un empleo del lugar en el que cerró el círculo de sus anhelos: “Yo tenía muy claro que quería regresar, y no me voy”.

La unión entre alumnos del Jerónimo se sigue consolidando todos los años, admite Óscar, que mantiene engrasada la relación con los niños de su generación. La mezcla entre edades, el reducido de número de alumnos y ese amor por la tierra les unen más allá de sus cursos. La escuela y la relación de los estudiantes y los vecinos del valle es más cercana, y ese símbolo de conexión son las puertas (físicas) siempre abiertas de la escuela. Es la gran familia a la que ya pertenecen un par de generaciones de alumnos. Un ejemplo: cuando llegaba el viernes, cuenta Óscar, los niños no se querían ir a casa, aunque Ana Belén y Rosalía, escuchan la afirmación y, corrigiendo a los tiempos pasados, como si nada hubiera cambiado, dicen al unísono: “Y los hay”.

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