La Inteligencia Artificial no funciona a pilas: “¿Quién nos ha desenchufado?”

Vivir a oscuras es incómodo, pero lo verdaderamente inquietante es no saber por qué. Se bajan los plomos y quedamos indefensos, desnudos ante un mundo que solo parece funcionar conectado a un enchufe. Resulta que la inteligencia artificial no funciona a pilas, como los transistores que nos han permitido escuchar la radio, así que no nos ha servido de nada en esta contingencia, otra más, que nos recuerda la fragilidad de todo nuestro ecosistema social.
En Santander, hay gasolina en los surtidores, hay comida en los supermercados y colas en las panaderías porque apagados los hornos empezaban a escasear las barras en la mañana de este caótico y extraño lunes, en el que compraba pan hasta el que no lo compra habitualmente. En los bares del centro de la ciudad se agotaron los pinchos. Pero no se puede comprar nada sin dinero físico. La tarjeta no es un salvoconducto en horas de oscuridad.
Los trenes no funcionan -en Cantabria eso no es demasiada novedad, la verdad, pero en este caso el problema es generalizado en todo el país-, se han cancelado todos los servicios ferroviarios en España por “una avería eléctrica”, según repiten los altavoces de Renfe en Santander, pero los autobuses salen con cierta normalidad a tan solo unos pocos metros de distancia aunque los viajeros tengan que arrastar sus maletas por las escaleras mecánicas apagadas.

Sergio y Beatriz intentan subirse a uno para llegar a casa pero solo tienen 4 euros y 20 céntimos entre los dos. Han intentado sacar efectivo de un cajero automático en la misma estación pero está fuera de servicio. Dos pasajeras de avanzada edad han sacado el monedero y les han dado el dinero que les faltaba.
Otro punto vital de las comunicaciones de Santander está en la estación marítima, donde el imponente ferry que hace escala en la ciudad en esta jornada extraña aparece como un lugar autónomo lejos del caos que la falta de luz ha ido sembrando en cada esquina. En unas instalaciones casi desiertas y envueltas en un silencio sepulcral, los trabajadores se afanan porque las incidencias se noten lo menos posible y agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado intentan facilitar el embarque de forma manual, revisando los pasaportes a los ciudadanos extranjeros que parecen ajenos a lo que les rodea.
Y es que la primera media hora de apagón fue casi una anécdota. Elisa se fue a su casa con el pelo mojado envuelto en una toalla, porque en la peluquería donde la estaban atendiendo no pudieron enchufar el secador y no sabían lo que se podría prolongar la espera. Los dependientes hacían tiempo a la puerta de las tiendas cuyo interior era una caverna oscura donde no funcionaban las alarmas, no podían bajar las persianas eléctricas y las cajas registradoras también estaban fuera de servicio.

Las terrazas de las cafeterías, sin embargo, estaban a rebosar de conversaciones alegres y despreocupadas alrededor de cervezas que todavía se mantenían frescas. A un grupo de chavales que salía del instituto Santa Clara les preocupaba qué hacer esa tarde sin wifi. Los profesores y el personal del centro educativo, a falta de timbre que anunciara el fin de las clases, iban dando las órdenes en voz alta por los pasillos, al tiempo que controlaban que no hubiera una huída masiva y anticipada con la 'excusa' del apagón.
En el Mercado de La Esperanza, más acostumbrados a preservar la tradición que las grandes franquicias que pueblan las calles principales, consiguieron sobrellevar la falta de luz con métodos tradicionales: la calculadora, el lápiz y el papel para echar las cuentas, dando las vueltas en mano a los clientes que tenían efectivo para llevarse la compra a casa e incluso fiando a los habituales de los puestos de fruta o embutidos en un lunes con las pescaderías cerradas.

María, una joven santanderina con su bebé recién nacido en brazos, se apura para cruzar una de las arterias principales de la ciudad con muchísimo tráfico y extremando el cuidado por la falta de semáforos que la protegieran, pero con una cierta comprensión de los conductores que otro día la hubieran pitado con saña. “Voy rápido a casa de mi abuela por lo que pueda pasar, por si acaso se alarga el apagón. Ella tiene cocina de gas y así podré calentar el biberón del niño”, dice mientras se despide.
En una oficina bancaria cercana, sus empleados saludan al otro lado del cristal. Están 'encerrados' con la llave echada por dentro ante la imposibilidad de atender a los clientes... y por mera precaución. No funcionan las alarmas, es decir, la seguridad es muy precaria, siendo generosos. No parecen excesivamente preocupados, eso sí. Apuran sus cafés y uno de ellos confiesa: “Estamos esperando órdenes, a ver si nos dicen qué tenemos que hacer cuando acabe nuestra jornada. Yo aquí no me voy a quedar como vigilante”, dice entre risas uno de ellos, que por el bien de su futuro laboral prefiere no identificarse.

En la plaza del Ayuntamiento de Santander las conversaciones eran más fatalistas y algunas personas mayores especulaban sobre el origen del problema que nos ha llevado a negro. Hemos estado desinformados, en este caso por ausencia de noticias, pero durante este efímero paréntesis, sin redes sociales que propaguen bulos, también han circulado entre la gente al sol de este primaveral día: ciberataques, venganza judía, la tercera guerra mundial o el botón de Putin. La imaginación está muy viva.
“¿Quién nos ha desenchufado?”, se podía escuchar en los corrillos de los funcionarios municipales que apuraban sus cigarrillos a las puertas de la Casa Consistorial. Quizá eso ha resultado lo más inquietante. Durante estas horas nadie sabía qué estaba pasando. A medida que pasaba el tiempo cundió cierta preocupación. Empezaron a agotarse las baterías de los móviles y dejaron de funcionar internet y las aplicaciones de mensajería. Esa incomunicación ya despertó más incertidumbres y se fueron reduciendo las bromas.

Lo último que supimos antes de perder contacto con ese mundo virtual que nos alimenta es que los hospitales habían conectado sus generadores. Después, nos quedamos solos, huérfanos. En silencio, mientras el congelador se derretía, los cuñados preparaban las barbacoas para cenar caliente y la mayoría de nosotros nos preocupábamos porque hacía dos horas que no recibíamos un WhatsApp de nuestros parientes.
Hemos sobrevivido sin semáforos, que es también otra lección vial, además de vital. Ahora solo queda saber quién nos ha desenchufado de la distopía en la que habitamos y por qué.
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