Es mediodía, Santander arde a más de treinta grados y Pedro Morán está en su ambiente. En el bar Los Delfines, la tasca del barrio donde reside, ha quedado como de costumbre con dos amigos para tomar el blanco. En la actualidad, su vida es estable y cómoda, al contrario que su infancia. Dejó Santander a los 9 años huyendo de la Guerra Civil y, tras educarse en la escuela alternativa de Freinet, regresó a España refugiándose, por segunda vez, de las tropas nazis.
Enrique Pérez, uno de los amigos de Morán, ha ayudado en la edición de su biografía, 'Pedro Morán, un niño de la guerra en la escuela Freinet', escrita por Sebastián Gertrúdix. Pérez, editor e integrante del Movimiento Cooperativo de Escuela Popular, confiesa que el autor tuvo que escuchar “infinitas” horas de monólogos, y es que Morán, que va camino de los 90 años, tiene una labia impropia para su edad y, no cabe la menor duda, una memoria que cualquiera envidiaría.
Además de su mente privilegiada, Morán ha escrito de su puño y letra parte de las anécdotas que el libro recoge. “Gertrúdix hizo un enorme trabajo de recopilación y ordenando las historias para dar forma a la obra”, comenta el editor. Pedro Morán también posee un carácter amable y cercano, acompañado de una sonrisa y una mirada fija, no le tiembla la voz para narrar su infancia.
“He estado en Australia, en Rusia, en América… de norte a sur… -enumera Pedro Morán con los dedos-, pero empecemos por el principio”. Toma las riendas de su discurso y comienza a describir, de manera tan precisa que hace viajar en el tiempo a quien le escucha, el inicio de su viaje a Francia.
Morán tenía 9 años cuando el 1 de agosto de 1937 embarcó en Santander, junto a unas mil personas más, en el buque que los llevaría al puerto de Musel, en Gijón. Allí se encontraba la primera etapa en la ruta de huida de las bombas franquistas. La Guerra Civil asolaba el norte del país. Vascos, cántabros y asturianos escapaban hacia Francia buscando refugio.
“Salimos al mediodía para Gijón desde Musel, el barco salió de madrugada y cuando amaneció, Pedrito salió corriendo a cubierta a ver si encontraba algo para comer”. Morán habla de sí mismo en tercera persona, cuando se da cuenta, rectifica y prosigue: “Llevábamos días sin comer, en Santander ya no había suministros, porque estábamos bloqueados por los barcos de guerra de Franco y no entraba alimento alguno”, explica.
Entorna los ojos para recordar las horas que habían pasado desde que salieron del puerto de Gijón, cuando un buque afín al Régimen los acechaba. “Cuando salimos de Musel, a las 3 o 4 horas de salir, nos abordó El Cervera y creo que El Velasco, otro barco español, porque tenían la orden de detener a toda embarcación que saliese de Asturias y llevarlos hacia la zona franquista”, cuenta Morán.
Su barco iba escoltado por dos buques franceses, por lo que las tropas franquistas no pudieron apresarlos. “Uno de los barcos que nos acompañaba comenzó a tocar La Marsellesa a unos cien metros de nosotros; los españoles salieron pitando”, un momento que estará siempre grabado en su retina, como confirma su sonrisa.
Él viajaba con su documentación en regla. Sin embargo, cuenta cómo algunas personas saltaron al barco antes de que partiese, y el profesor que los acompañaba, 'El Abuelo', tuvo que arreglarles los papeles en alta mar antes de llegar a Burdeos. Allí, encontraron un gran recibimiento por parte del Gobierno francés y, sobre todo, Pedro Morán hace especial referencia a la multitud de gente obrera que los esperaba.
Tras desayunar bollos suizos con chocolate, que hicieron recobrar las fuerzas de los que venían mareados tras dos días en el mar, fueron vacunados y atendidos por los sanitarios, y se prepararon para viajar hacia París ese mediodía.
La madrugada del 4 de agosto de 1937 llegaron al barrio de Saint Claude en la capital francesa. Los ubicaron en un edificio que había sido una fábrica de coches. Allí pasaron el verano, hasta que en septiembre, 122 de los niños refugiados, entre ellos Morán, viajaron a Dinamarca. En Copenhague, fue interno en un colegio que tenía un gran prestigio en aquella época, a pesar de estar costeado por los sindicatos obreros y no por el Gobierno danés.
Recuerda que el edificio no estaba tapiado, por lo que cuando salían al patio, los vecinos de la zona podían acercarse y hablar con ellos. Muchas familias los apadrinaban, les daban regalos y caprichos. “Me da pudor reconocerlo, pero teníamos una habitación de unos cien metros cuadrados repleta de regalos de las familias danesas que vivían cerca del colegio”, admite el santanderino. Ese recuerdo le transporta a la anécdota de la navaja, gracias a la cual volvió a Francia.
“Un matrimonio danés, mis padrinos, me regalaron una navaja de explorador. Uno de los cuidadores del colegio, que era argentino, se encaprichó de mi navaja y me la intentó quitar. Los compañeros mayores y yo le paramos los pies, y el cuidador para defenderse, dijo que yo le había amenazado y que había intentado pincharle con la navaja. ¡Yo nunca pude abrir la navaja! No tenía fuerza… Me expulsaron del colegio y me enviaron a Francia”, recuerda Pedro Morán, que por aquel entonces desconocía que iba a ser educado por el matrimonio Freinet.
La escuela de Freinet
Pedro, su hermano Cholo y otros dos niños del barrio de Nueva Montaña regresaron entonces a Francia. Los llevan a un pueblo cerca de Niza, donde el matrimonio Freinet había desarrollado una nueva escuela como alternativa a la oferta educativa del Gobierno francés, con el que los pedagogos discrepan.
Élise y Célestin Freinet buscan un modelo de enseñanza que incluya a todos los infantes por igual, un modelo anticapitalista, laico, apolítico, donde los alumnos desarrollen las competencias académicas al igual que las artísticas. En la escuela alternativa estudiaban principalmente niños refugiados o aquellos que, de alguna manera, estuviesen en una situación complicada o de necesidad.
La rutina diaria en Niza comenzaba muy temprano. “Nos despertábamos prontísimo; salíamos al patio, que estaba helado, y allí mismo hacíamos un agujero en el hielo y saltábamos al agua”, explica Morán mientras, con su mano derecha, finge que rompe la delgada capa de hielo. “Luego -prosigue- subíamos otra vez a la cama, a entrar en calor”. El frío formaba parte de los cuidados sanitarios, de esta manera mataban las bacterias que pudiesen estar en la piel, además de aliviar las picaduras de los insectos.
Allí cada niño hacía alguna tarea. Unos se encargaban de la cocina y de la costura, mientras que otros reparaban aquello que se rompiese. La filosofía de la escuela Freinet es que el alumno piense haciendo y haga pensando, por lo que aprendían a través de la experiencia real. Además de la formación académica tradicional, basada en las asignaturas más comunes, los niños y las niñas recibían clases artísticas, como teatro o fotografía, entre otras.
La higiene era fundamental para combatir las enfermedades. Como prevención, además del salto al hielo matutino y los baños colectivos en la sauna, todas las noches cenaban yogur. “Piensa que hablamos del año 38. En la España de los 50 los yogures solo se conseguían en farmacia”, apunta Enrique Pérez, el editor de la biografía de Morán, quien añade que “el adelanto de los freinetianos estaba presente en casi todos los ámbitos: los niños estaban bien alimentados, bien cuidados, disponían de la tecnología más puntera, tenían piscina, cancha de baloncesto y tenis y utilizaban ropa de una calidad sorprendente”.
En el año 39, la privilegiada estancia en Niza acaba; las tropas alemanas se acercan y empiezan a ser una amenaza para la escuela. Célestin Freinet, quien además de maestro fue un padre para Morán, advierte al joven del peligro de continuar en Francia. “Freinet nos dijo [a los niños españoles] que ya habíamos vivido una guerra y que no debíamos pasar más”, cuenta Pedro, quien confiesa que lo peor estaba por llegar.
“Salimos de Niza hacia Marsella, entonces ya no teníamos el pasaporte en regla, así que nos retuvieron unos días en un campo de concentración en la frontera. Estuvimos dos o tres días sin comer y luego nos llevaron a Figuera”, relata Morán. Ya en territorio español se asentaron en el calabozo de un cuartel de la Guardia Civil.
Los niños comían y cenaban en el comedor social del pueblo. “Cuando íbamos a comer, aprovechábamos e íbamos a la estación a ver si podíamos ganar algo de dinero llevando maletas a los viajeros. Una tarde, andábamos mi hermano, un amigo y yo por la calle. Yo, que era más espabilado, en lugar de ir a la estación, me quedé rezagado y entré en una panadería con la intención de pedir algo para comer”, recuerda Morán, que apostilla que la panadera no quiso ofrecerle un mendrugo, ya que el niño llevaba ropa buena, que había traído de Niza.
Una mujer que había presenciado toda la escena pagó un pan al niño. Morán, emocionado, afirma que perdurará en su recuerdo el beso y el abrazo de aquella señora, quien le susurró al oído: “Hijo mío, hemos perdido la guerra; ten cuidado y no hables de política”. Pedro Morán sigue viendo en las palabras de aquella desconocida la situación que vivía la España de la posguerra, nadie había salido beneficiado. Un niño bien vestido y educado estaba mendigando pan para llevarse algo a la boca.
Esta es la historia de la infancia de un refugiado español. Tuvo lugar hace casi 80 años. Pedro Morán revive su experiencia cuando lee la prensa a día de hoy. La situación por la que están pasando aquellas personas que huyen de sus hogares en busca de un lugar seguro le estremece, la gestión que están haciendo las autoridades competentes le avergüenza.
“Hoy, lo que está pasando con los refugiados, es la vergüenza más grande del siglo. ¿Quién deja salir esos barcos de los puertos cuando saben que van a morirse? Todo lo que está pasando es que hay unos señores enriqueciéndose, vendiendo armas a los buenos y a los malos, que en realidad son los mismos. Mientras esos señores sigan donde están, sólo habrá miseria y muerte”, sentencia con firmeza.
José Luis, ‘Cholo’
Cholo Morán es el hermano mayor de Pedro, quien ha cuidado de él durante la época como refugiados y lo ha acompañado durante toda su vida. Solo tiene dos años más que Pedro y sus conocidos lo consideran todo un artista.
La escuela freinetiana había creado la Cooperativa de Enseñanza Laica y, entre sus bienes, disponía de una Minerva. La Minerva era la marca de una de las primeras imprentas que existieron. La escritura de temática libre y la posterior edición de los textos formaba parte del currículo de esta escuela alternativa.
A los 12 años, Cholo pasaba la mayor parte de su tiempo en la imprenta. En ella ilustró con sus grabados 'Le petit réfugié d’Espagne' un libro que editó Freinet en la imprenta de la cooperativa.
Cuando la guerra terminó y el Gobierno español exigió la vuelta de los refugiados a sus ciudades natales, Cholo decidió quedarse en Francia. Se hizo maquinista, al igual que Pedro, y viajó por todo el mundo transportando personas, comida y herramientas de trabajo hasta el día en que perdió a uno de sus hombres en el mar; entonces decidió no volver a embarcar. Hoy en día Cholo continúa en Francia, sigue en contacto con su hermano, con quien comparte pasado, pero por desgracia carece de la lucidez mental de Pedro.