Viajes VIP en el tiempo, o cómo entrar en Altamira tras aguantar 20 años en lista de espera
Y es que “20 años no es nada”. Menos aún cuando se trata de ponerse en el lugar de aquellos primeros artistas plásticos que hace unos 20.000 años contaron ya con el mecenazgo de la tribu. Además, visitar la cavidad original de Altamira es ahora, más que nunca, una “experiencia única”. Es posible que en 1982, cuando se acordó abrir la cueva situada en la localidad cántabra de Santillana del Mar “con un régimen restringido de 8.500 personas al año”, no pareciera un privilegio, pero en 2023, menos de 200 personas han accedido al gran museo del Paleolítico, declarado Patrimonio de la Humanidad por sus pinturas de arte rupestre.
En la actualidad los visitantes son pocos y contados. El número máximo fijado por el Patronato de Altamira está en cinco personas a la semana, esto es, 260 al año. Les buscan, les mandan cartas y correos electrónicos a direcciones antiguas, puede que incluso les llamen a uno de esos teléfonos fijos olvidados.
María Dolores Gérez hizo su primera solicitud el 5 de noviembre de 1999 y pudo visitar Altamira el pasado junio. María Inés López, unos meses antes. Quienes llegan hoy a la Sala de los Polícromos formalizaron su deseo hace casi un cuarto de siglo y sus nombres aparecen publicados en un registro casi honorífico de viajeros en el tiempo.
“En estos momentos se está contactando con las solicitudes que datan de febrero de 2000”, concreta el Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira. Y a pesar de lo que ha llovido desde entonces, “el número de renuncias es mínimo”, asegura la institución. El esfuerzo para localizar a los solicitantes tampoco es menor: a finales del 2022, el Museo Altamira había encontrado al 63% de los inscritos con los que había intentado contactar.
Gérez vivía en Velilla de San Antonio (Madrid) cuando envió la primera carta de reserva para ocho personas. Tres años más tarde se suspendieron las visitas sin que hubiera recibido confirmación. En 2016 ratificó su deseo de permanecer en la lista de espera en caso de que esta se recuperara junto a los sorteos que entonces se realizaban para entrar en la cavidad.
“Era imposible que entráramos con este sistema. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Ir todos los viernes a la puerta a esperar que nos tocara?”, recuerda. Hace ahora un año, ya jubilada, se mudó a un piso en la capital de España. “El último día que fui a cerrar la casa después de hacer la mudanza y antes de terminar con la venta, abrí el buzón y me encontré la carta de Altamira. Si no lo hubiera abierto se habría pasado el plazo de respuesta”.
Era imposible que entráramos por sorteo. ¿Qué íbamos a hacer, ¿ir todos los viernes a la puerta a esperar que nos tocara?
“Me puse contentísima. Fui con mi marido, Francisco García, y un amigo. Nos trataron de maravilla, con mucho cariño, como si fuésemos gente importante”, relata Gérez. Y es que en 24 años de espera se adquieren ciertos derechos. “En la cueva original se nos saltaban las lágrimas de emoción porque es cierto que desde el punto de vista estético, la Neocueva es más bonita, los colores son más brillantes, pero no hay comparación”, explica. “Para que estas personas pudieran estar pintando su grupo se lo tenía que permitir porque mientras estaban allí no hacían un trabajo productivo, no estaban cazando, cocinando o limpiando pieles”. Altamira es un ejemplo de “la primera financiación del arte”, concluye.
Y es que Gérez y García además están muy interesados en arte rupestre. Mientras llegaba el momento de poner la chincheta sobre la cavidad cántabra, la pareja tuvo tiempo de visitar el conjunto de Laas Geel en Somalilandia, las cuevas del Chad, Lascaux en Francia y otras tantas muestras de pinturas rupestres en territorio nacional. “Tuvimos mucha suerte”, continúa Gérez, “porque al parecer ha habido casos curiosísimos. Los guías, que son un amor, nos contaron por ejemplo que hubo un matrimonio que había hecho la solicitud. La reserva estaba a nombre de él pero ella era la interesada. Resulta que ahora estaban divorciados y él no quiso cederle el derecho”.
La lista de espera existente, conformada entre 1999 y 2002, antes del cierre de la cueva al público para realizar estudios de conservación, contiene algo más de 4.500 solicitudes. La relación está certificada ante notario y el Museo contacta a los interesados “por estricto orden de solicitud de visita”, informa la organización. “Hasta el momento, las primeras 450 solicitudes han sido contactadas”. Supone el 10% de las inscripciones. En concreto, desde el 15 de agosto de 2020 hasta la fecha han visitado la cueva 749 personas a través de este sistema, ya que cada inscrito puede ir acompañado por un máximo de cuatro personas.
El Museo ha contactado hasta el momento con el 10% de los solicitantes incluidos en la lista de espera de 2002
María Inés López no se lo podía creer cuando recibió la llamada para confirmar la visita. “La chica con la que hablé me tuvo que asegurar que no era una broma. Y menos mal que me abrí una cuenta de Gmail, que es la que ha durado, porque la carta por correo ordinario para ratificar la solicitud no me hubiera llegado nunca”, explica. “Lo daba ya por perdido, me sorprendió muchísimo que la reserva no se perdiera en la infinidad de la burocracia”, confiesa.
“En su día, hace casi 25 años, no tenía hijos ni estaba casada, así que apunté a todo el grupo de amigos, unas veinte personas. Ya ni me acuerdo de quién estaba en aquella lista”. El pasado mayo pudo al fin ir con su marido y otra pareja de amigos. “La Neocueva es muy chula, pero entras a la original, y aunque las pinturas son como más simples, parece que estás en otro mundo. La humedad, el silencio, la contención… La sensación es muy distinta”, describe.
“La visita, además, está muy cuidada, es como VIP, aunque me hubiera gustado estar más tiempo”, reconoce López. Y es que además de la limitación a cinco personas, el recorrido tiene un tiempo máximo de 37 minutos, “con tiempos de permanencia definidos para cada estancia y una vestimenta adecuada: monos desechables, gorro, mascarillas, así como un calzado especial”, especifica la institución.
La cueva de Altamira está monitorizada de forma permanente. “Los retos a los que tenemos que enfrentarnos en materia de conservación son constantes”, apunta la directora del Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, Pilar Fatás, en declaraciones a elDiario.es. “El Museo coordina el Plan de Conservación Preventiva de la Cueva de Altamira en el que se han identificado los principales factores que inciden en su preservación. El objetivo es buscar soluciones que frenen o eliminen el deterioro que estos pueden causar, y para ello nuestra apuesta es la investigación y el conocimiento, ya que es un patrimonio de extrema fragilidad”, desarrolla Fatás.
Los retos a los que tenemos que enfrentarnos en materia de conservación son constantes
En la actualidad se desarrollan varias líneas de investigación, explica la organización. “Por un lado se intenta conservar el entorno en las mejores condiciones posibles para que el medio ambiente sea un agente positivo de conservación. Para ello se han eliminado todas las posibles fuentes de contaminación, tendidos eléctricos, construcciones o carreteras con el fin de limpiar el entorno de infraestructuras antrópicas”.
Por otra parte, “en el interior se desarrollan programas de geología, física ambiental, biología cavernaria para intentar conocer en profundidad los parámetros que influyen en la conservación como la temperatura, la humedad, la concentración de anhídrido carbónico o la posible proliferación de microorganismos”, subrayan desde Altamira.
En este sentido, el Plan de Conservación Preventiva de la Cueva de Altamira, cuyo programa de investigación se desarrolló entre 2012 y 2014, ha sido seleccionado dentro del apartado de Buenas Prácticas en el Libro Verde para la gestión sostenible del patrimonio cultural del Ministerio de Cultura.
El Instituto Internacional de Investigaciones Prehistóricas de Cantabria (IIIPC, centro mixto Universidad de Cantabria-Gobierno de Cantabria-Santander Universidades) se encarga de los trabajos de control y seguimiento de las condiciones ambientales y del biodeterioro de la cueva de Altamira desde 2014, “ganando sucesivas licitaciones del Ministerio de Cultura”, especifica el catedrático de Radiología de la Universidad de Cantabria y miembro del comité asesor del IIIPC, Carlos Sainz, quien coordina los trabajos junto a su homólogo en Medicina, Luis Santiago Quindós.
A ellos se han sumado en este periodo expertos en microbiología, biología molecular, telecomunicaciones, ingenieros ambientales y químicos, entre otros perfiles. “El contrato actual terminará en marzo del 2024, con posibilidad de prórroga, por lo que la continuidad de nuestra participación depende principalmente del Ministerio”, resalta Sainz.
El programa ha aportado datos imprescindibles para la gestión y conservación de Altamira y permiten actuar de forma preventiva frente a la amenaza del cambio climático, un peligro que ya detectaron el anterior director del Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, José Antonio Lasheras, y la conservadora Carmen de las Heras, quienes allá por 2009 ya dejaron registrada en las Actas del Congreso ‘Medio siglo de arqueología en el Cantábrico Oriental y su entorno’ su “extraordinaria” preocupación por el futuro de la cavidad original y “la influencia del cambio climático en la conservación del arte rupestre, por los cambios sustanciales que puede introducir en la dinámica ambiental y biológica del ecosistema subterráneo”.
“Los gestores de las cuevas con arte rupestre deberíamos empezar a preocuparnos por el desarrollo de modelos de impacto del cambio climático en el entorno cavernario y de su influencia en el interior. Este puede ser el gran reto del futuro de la conservación del arte rupestre”, añadían entonces.
Así, mientras los gestores de un bien que es Patrimonio Mundial de la Humanidad tienen “la obligación de asumir el compromiso de su mejor conservación para las generaciones futuras”, como subraya Fatás, los ciudadanos de a pie que no estuvieron ágiles hace 20 años tendrán que conformarse con el espléndido trabajo que realizaron Matilde Músquiz, doctora y profesora de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid y su marido, Pedro Saura, en la neocueva.
Una opción, esta última, cuyo éxito se puede medir en cifras: en 2022 las visitas a la exposición permanente y la neocueva fueron de 251.424 personas, dentro del cuarto de millón anual que se había consolidado entre 2001 y 2019. Respecto a las cifras de 2023, en lo que va de año, a falta del mes de septiembre, el número de visitantes asciende a 212.000 personas, 30.000 visitantes más que el año pasado por las mismas fechas y superando los niveles prepandemia.
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