Las sonajas metálicas retumban a los pies del Puerto de Alisas. La música se escapa de los muros de mampostería de las antiguas escuelas del Barrio de Arriba, donde Vanesa Fernández repite la secuencia, centro, aro, centro, aro, centro, aro, aro, aro, hasta que la docena de alumnas y algún alumno funden sus sonidos en el suyo.
Su voz aguda, tras las indicaciones, se eleva por encima de la pandereta y comienza a entonar La Lola, una letra que conoció en boca de Josefa Gutiérrez, una panderetera de Selaya.
Allá arriba, en aquel alto,
hay un pimentón florido,
mocitos que vais a rolda,
no le piséis el rocío.
Es jueves y el grupo alterna el ensayo con bromas y algún comentario. Es la naturaleza de esta fiesta que todas las semanas se sucede en un edificio centenario de Riotuerto en el que Vanesa, que creció entre la música del Dúo Cantabria y la Ronda Garcilaso, se deja la voz y las manos. Es lo que me había dicho unos días antes entre el verde eléctrico de los prados de finales de primavera, cuando apareció con dos panderetas manoseadas, pasión desbordante y una confesión que descorcha su biografía: “Mi vida es el folclore”.
Era la carta de presentación de esta solariega de 34 años que se adentró en el mundo del folclore “de rebote”, cuando quemaba el tiempo hasta que su hermano mayor salía de las actividades extraescolares en el colegio. Pero en la espera, aquella niña que aún no había alcanzado Primaria atornillaba la mirada en las clases de danzas regionales, cuya profesora, vecina del barrio, la invitaba a participar. Antes, sin embargo, tuvieron que derribarse los muros de la paciencia para que su madre accediera a que la niña cumpliera con su destino; un destino inevitable. “Si no tienes la suerte de nacer en una familia a la que le guste la tradición y a ti te guste, es muy difícil meterse en el folclore”, admite. Ella cumplió las dos condiciones: su padre cantaba canciones montañesas que a ella le removieron. Con la voz de la sangre intacta y las enseñanzas de la profesora, Vanesa comenzó su camino en la música popular.
Iniciarse en el folclore tiene algo de resistencia, soledad y de ir a contracorriente. Llevar la pandereta en el coche, también. Ella, que empezó aporreando la caja de galletas danesas en la que su madre guardaba las monedas de la leche que vendía, asume esa extraña pasión que le hace seguir el rastro a romerías, fiestas y ferias allá donde una pandereta retumba. Más tarde, cuando obtuvo el carné de conducir, empezó a frecuentar tabernas de Carmona, Bielva o Reinosa, donde la tradición se mantenía en tonadas y jotas. En Cabuérniga, Nansa o Campoo solía encontrar nichos de música popular que, en el resto de Cantabria, eran difíciles de hallar.
“Te buscabas la vida para seguir aprendiendo”, dice tantos años después, “porque de Torrelavega para acá estaba vacío: el folclore era inexistente”. No es extraño que, a lo largo de este encuentro, Vanesa se detenga, una y otra vez, en esas incógnitas: no sabe por qué se ha ido perdiendo la pandereta, no tiene ni idea de porqué ha desaparecido en lugares donde se tocaba y ya no se encuentre ni un testimonio, no entiende cómo un pueblo puede darle la espalda a aquello que lo ha moldeado. Ella, por si acaso, sigue preguntando a sus alumnos. Pero ellos —ellas— le devuelven la misma incógnita. Incluso en Soba, donde hay registros del uso extendido de la pandereta, dice, no ha sido capaz de encontrar testimonios: “Se ha perdido todo”.
Hace más de dos décadas que Soltxu, con quien Vanesa se formó entre 2003 y 2005 en la escuela de folclore de Medio Cudeyo, comenzó a recorrer Cantabria en busca de pandereteras. Así grabó en sus salones y cocinas a Malena, de Rionansa; a Bondad Amor, de Lantueno; a Angelines y Sarito, de Aloños; a Mónica Rodríguez, de Olea; a Amelia, de Aldea de Ebro; o a Florinda, de San Vicente del Monte. Ellas eran supervivientes de un tiempo en el que el sonido de aquellas pieles de oveja o cabrito tensadas por un anillo de madera impregnaban las fiestas populares.
No es extraño que Vanesa, desbordada por el folclore y sus consecuencias, se rindiera después de algún coqueteo con la gaita: no podía soplar y cantar al mismo tiempo. Aquella generación que Soltxu grabó con urgencia, a veces a contraluz y con planos extraños, ha ido desapareciendo. Al menos, suspira Vanesa, aquel patrimonio no se perdió gracias a la labor de su maestra. A ella, sin embargo, le llegan soplos de mujeres que tocan el instrumento, aunque lamenta que esas perlas del acervo cultural no sean apreciadas ni siquiera para sus amigos: hace poco, por ejemplo, descubrió que la tía abuela de una amiga tocaba la pandereta. Pero lo supo después de llegar a Quiqui gracias a una sobrina de la panderetera a la que daba clases en Cayón. “Lo que tienes cerca no le das ningún mérito”, observa. “Y la gente no da ninguna importancia a decir que su abuela toca la pandereta. No se valora”. Quiqui se ha sumado así a la nómina de pandereteras de Aloños, Angelines y Sarito, identificadas por las apasionadas al instrumento.
En el mundo rural no siempre se ha sabido enaltecer el talento (voz, pandereta, baile) del folclore. Es algo que le sorprende a Vanesa cuando llega a casas de señoras y, entre horas de anécdotas, cafés y música, muestran asombro por la visita de quienes anhelan arte y consejo. Ella tira de recuerdos de infancia. “Si mi padre cantaba en el bar, la gente pensaba que estaba borracho”, dice Vanesa antes de responderse a sí misma con orgullo: “No, es que igual canta bien y está manteniendo las tradiciones”.
Recientemente, treinta panderetas fueron a cenar a un restaurante de Santander y sacaron los instrumentos. El grupo de la mesa de al lado, entre risas, veía el espectáculo de voz y pandereta ajeno. Esa distancia, a ratos desprecio -“para ellos éramos un circo”, dice- tampoco es una nueva revelación, como mostraba aquel artículo publicado en un periódico de principios de siglo pasado en el que el plumilla despachaba el arte diciendo que “la pandereta se aporrea y suena”. Hubo contrapeso, como el que ejerció José María de Pereda en El sabor de la tierruca al hablar de aquellas “mozas de buena mano” que tocaban la pandereta.
El instrumento, ciertamente, es un artefacto sencillo y humilde de madera, piel de oveja o cabrito y sonajas metálicas que, para Sixto Córdova, sacerdote y recopilador de tradiciones en su Cancionero Popular de Santander, “cifra realmente el carácter montañés”. En la voluminosa obra de mitad del siglo XX dice que la pandereta “es la preferida de las cantadoras, porque se deja manejar a placer y se somete a su impresión soberano, mejor que cualquier otro instrumento acompañante”. Su uso estuvo tan extendido, era tan democrático y estaba tan arraigado en el pueblo que su valor quedó sepultado por otros instrumentos, como el pito y el tambor, en los días de fiesta grande.
A las mujeres, que cantaban a la salida de misa y contaban amores, que celebraban el último día de siega, que amenizaban las largas caminatas a las romerías y compartían la pandereta en una tradición centenaria, que jamás recibían dinero por engrasar el alma de la tradición, eran sustituidas por grupos o picayos a los que se contrataba: la muestra definitiva del desprecio. Por eso, Vanesa ejerce su derecho a dudar o ignorar, por enésima vez, por qué la pandereta y la música tradicional, que siempre predominó en los pueblos, se marginó, aunque después de rebuscar en su memoria, extrae una triste reflexión: “Yo te lo digo como lo sentí cuando era joven: es cosa de paletos”.
Una larga historia
La pandereta aparece en el Génesis con el nombre de adufe, ya que los testimonios aseguran que el pandero fue traído a España por los árabes. Su existencia, además de en el Antiguo Egipto, se ha encontrado en un antiguo mosaico de Pompeya. Y aunque Lines Vejo, la legendaria panderetera de Caloca, le contó a la etnomusicóloga italiana Grazia Tuzi a finales de los noventa el mito de origen de la pandereta, que asegura que el instrumento nació del amor de un niño a un cordero, que murió y él conservó su piel, la puso a secar y escuchó el tamborileo de un pájaro sobre ella junto a su cabaña, las primeras referencias en Cantabria tienen más de cinco siglos.
Cuando Carlos I llegó a San Vicente de la Barquera en 1517, le recibió un grupo de pandereteras. Más de cien años después, en 1623, otro grupo de mujeres recibió a Sir Richard Wynn, un cortesano galés que iba rumbo a Madrid y que, después de pasar por Santander y despellejar a sus habitantes, a quienes tachaba de sumisos ante el rey, fue recibido por música salida de “una cosa parecida a la cabeza de un tambor que tocan con los dedos”, como se lee en la crónica de su visita, que continuaba: “Así, manteniéndose en círculo con las manos, dan vueltas sin ninguna otra variación, cantando todos juntos con tal discordancia que rápidamente nos agotaron a todos los que les contemplábamos de pie. Sus mujeres acostumbran a jugar a un juego bien conocido en Inglaterra, pinan bolos y lanzan una bola contra ellos”.
Las viejas referencias a esta música tradicional que acompaña bailes “a lo suelto”, es decir, jota, rueda, al pericote de Tresviso o el tepeletré; bailes “a lo agarrau” como vals, panceau, el tango o las habaneras; y ceremonias religiosas, como los picayos y los ramos, se esparcen en la cultura popular, aunque a finales del XIX, en pleno enaltecimiento nostálgico de la identidad propia, el semanario Campoo organizó el primer certamen regional de pandereteras. Luego vinieron muchas demostraciones más antes de que se fuera perdieron el carácter de aquellas fiestas con pandereta que José Simón Cabarga, en la Guía de Santander, creía que aportaban sensibilidad y alegría a las tonadas. “Son canciones de romería de las fiestas aldeanas, en las que las voces, las sonajas y las panderetas”, continuaba en la publicación de 1946, “mueven al optimismo y al regocijo”.
Alguna vez, leemos en Simón Cabarga y confirma Vanesa, la pandereta sonó desde Liébana a Cabuérniga, de Trasmiera a San Vicente de la Barquera pasando por Tudanca, Vega de Pas, el Valle del Nansa y Campoo. El sinfín de periódicos locales que se publicaron en Cantabria entre finales del siglo XIX y principios del XX daban cuenta de fiestas y romerías en las que se leían referencias a la pandereta, como las crónicas en El Asón, La Antorcha de Laredo, El Eco de Carriedo, El Ebro, El Besaya, El Sol de Castro o La Voz de Liébana, que el 20 de junio de 1909 informaba de la romería de San Pelayo, donde se “alternan los desafíos de bolos, los bailes a los alto y a lo bajo y a lo ligero, amenizados, o por la pandereta clásica, o por la típica y chillona gaita”. Solo en Cabezón de la Sal, una de las comarcas con mayor tradición folclórica donde se siguen entonando canciones de pena, amor, de campo o emigración, llegó a haber hasta seis periódicos.
Vanesa calcula que en Cantabria hay mil personas que saben tocar la pandereta, y algunas decenas correrán de su cuenta: su tesón le lleva de lunes a jueves a dar clases de en Guriezo, Cayón, La Cavada y Arnuero, además de coordinar el grupo de danzas de Riotuerto. Pero ese anhelo de revivir lo que brotó del pueblo tiene sus tiempos y sus decepciones, y ella aún recuerda el ya lejano día en el que, en el colegio, les pidieron que llevaran una canción montañesa. Todos echaron mano de La Fuente de Cacho y Cuatro Pañuelucos, como si las miles de composiciones populares —Sixto Córdova compiló más de 1.500— se redujeran al himno oficioso del Racing y a otra pieza que solía cantarse en el autobús durante las excursiones escolares. Y nada más. Hubo un compañero, sin embargo, que se salió del camino y mostró Arrolla bien tus panojos, que Vanesa comienza a entonar. Ella llevó Callejuca, Callejuca, del Dúo Cantabria, cuyo canto se entremezclada con el de los mirlos en esta tarde lluviosa:
Callejuca, callejuca, las veces que te he rondado
y las que te rondaré, si no me llevas soldado.
A la puerta llaman, mira a ver quién es…
Ese poso de tradición es el que lleva por toda Cantabria a pesar de la “dejadez” política como profesora y junto a Alegría Cantabria, el grupo de canción montañesa que forma con su padre, Santiago Fernández, además de Luis Camus y Beatriz García. “Los de abajo hacemos lo que podemos: no hay ningún tipo de ayuda”, lamenta la panderetera, que cuenta cómo hay ayuntamientos que les niegan espacios para ensayar. ¿De verdad? “De hecho”, responde, “suele ser así”.
Lo cotidiano como excepcional
Santiago Fernández cantaba mientras ordeñaba, cuando iba a segar o cuando iba a los bares, unas escenas que Vanesa trata de bajar del escenario e incorporar a la cotidianidad. Por esa razón, si alguien le acusa de idealizar el folclore, ella se defiende con aplomo: “No lo estoy idealizando porque he crecido así”. Sí admite que la pandereta no sonaba a diario en los pueblos, pero sí que su uso estaba lo suficientemente enraizado en la cultura, como le cuentan las últimas mujeres que cantaron en bodas y romerías bajo cajigas y la mirada atenta de los curas. A ellas acude para descifrar canciones, vivencias y recuerdos.
Y gracias a ese depósito va moldeando su visión del folclore, asociado a coreografías y trajes de montañesa de finales del siglo XVIII empleados en días de fiesta. Es muy espectacular, admite, pero no deja de ser una parafernalia. “No es imprescindible ponerse un traje de montañesa para bailar una jota o tocar la pandereta”, se sincera. No es que ella reniegue del traje que también usa cuando actúa en los pueblos, pero sí cree que marca una distancia con quienes no se han iniciado en las artes populares, limitando su participación en algo radicalmente democrático. Su inclinación podría asemejarse al lema de El Correo de Cantabria, “todo por la Montaña y para la Montaña”, un periódico de finales de siglo XIX en el que Enrique Rodríguez Solís escribió un artículo dedicado a las montañesas en el que apuntaba que “la mujer del pueblo tiene en toda la Montaña gran afición: las casadas al juego de la brisca; y las solteras, a bailar y tocar la pandereta. Dígalo el cantar:
A mí me parió mi madre
para que fuera,
para que fuera,
de todas las del baile
panderetera,
panderetera“.
Las mujeres no iban vestidas con el traje de fiesta a la salida de misa, por lo que una de las batallas de Vanesa es advertir que los grupos de danzas no emulan a aquellas mujeres anónimas, sino que lo “escenifican”. Su visión templada, sin embargo, le lleva a aceptar ese mal menor: “Yo prefiero que hagan una escenificación antes de que se muera el folclore”. En su continua búsqueda de pureza, Vanesa sigue manteniendo encuentros con vecinas de Aloños o escuchando viejas grabaciones que suenan como psicofonías, dice entre risas, para descifrar los toques de pandereta según su sonido. A sus alumnos, alumnas en su mayoría, les muestra medio centenar de canciones a lo pesao, a lo ligero, panceao o a lo agarrao con la pandereta que condensan las esencias montañesas mientras mantiene el rumbo de su búsqueda cristalina que la escenificación alteró.
Así ha buceado en grabaciones de Jesús García Preciado o de Alan Lomax, el prestigioso etnomusicólogo estadounidense que fatigó el sur de su país grabando a los grandes del blues y llegó a Cantabria en noviembre de 1952. Lomax había escuchado la danza de Ibio en Zaragoza durante las fiestas de El Pilar, así que decidió explorar Polaciones y Liébana durante un breve paréntesis mientras recorría Asturias. Tras la visita de Lomax, cuyo archivo sonoro se encuentra en la biblioteca del congreso de Estados Unidos, el fotógrafo Eusebio Bustamante, que había acompañado al estudioso, escribió al presidente del Centro de Estudios Montañeses informándole sobre la visita (incluido el escrutinio al que fue sometido por la Guardia Civil…) y algún matiz acerca de las grabaciones de un grupo de chicas tocando la pandereta en Uznayo, Polaciones: “Fue una cosa estupenda lo bonito que resultó y lo bien reproducido que quedaba. Es lástima que estas cosas nos las tengan que hacer los extranjeros ya que nosotros mismos las debíamos hacer.”
Varias pandereteras tratan ahora de “descontaminar” lo que alguna vez se estandarizó para divulgarlo en escuelas de folclore. “Eso es por lo que estamos tirando todos a día de hoy”, apunta la solariega. A un compañero, dice, le ha caído alguna tromba de críticas al pretender recoger cancionero virgen, que no ha sido interpretado por grupos y se encuentra sin coreografías elaboradas, para transmitirlo con la misma transparencia de su contexto. Porque en los descubrimientos del folclore, sometidos al eterno roce, no hay nada prestablecido.
A veces se sorprende Vanesa al encontrar la misma canción, en dos lugares distintos, con la misma letra y diferente son. Pero, al fin y al cabo, en la cultura popular, sometida a las leyes de la interacción y el misterio, se aprendía por imitación. “Decían: ‘Mira, esto se hace así: tiquitítiquití’, y tú te quedabas con el tiquitítiquití”. La manera que Vanesa tiene ahora de cumplir el compromiso de los de antes es estudiando las grabaciones de las mujeres que han ido conociendo. La pregunta es si ese trabajo de fondo, como aquella teoría económica, se derrame hasta llegar a las nuevas generaciones, aunque su esperanza, cuando actúa en romerías y los más jóvenes le preguntan qué lleva en los pies, se tambalee:
—¡Unas puñeteras albarcas, chico!