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EN PRIMERA PERSONA

Vivir en los brazos de la naturaleza y la búsqueda de una vida con sentido

Porche de Kawawa.

Diego Cobo

Navajeda —

3

Vivo en una casa que el Colegio de Arquitectos de Cantabria ha premiado recientemente por su “austeridad material, claridad formal e integración tipológica con las que se obtiene complejidad espacial, una rica relación del interior y el exterior, un expresivo comportamiento bioclimático y una amable manifestación de compromiso e implicación para la inserción de la edificación en el entorno natural y construido”. Y leído así —“austeridad material”, “rica relación del interior y el exterior”, “compromiso”, “inserción en el entorno natural”— caigo en la cuenta de que eso es exactamente lo que pretendimos al concebir mi hogar. Hablo en plural porque Darío, de la cooperativa Gurea, supo mezclar su buen hacer con nuestros anhelos más profundos para pensar, torcer, cambiar y transmutar una construcción que ha acabado siendo lo que el arquitecto, que es mi hermano, pergeñó durante meses: el espejo de sus huéspedes.

Aún recuerdo el día prepandémico en el que me pidió que le transmitiera chispazos o componentes, cuantos más mejor, que inspiraran el futuro hogar. Yo, inmediatamente, me acordé de aquellos “rascacielos de acero y miel” de José Hierro frente al Washington Bridge por si su esqueleto fuera metálico y a sus pieles de cristal las anaranjara, por pura modestia, cada atardecer. Recordé también la casa de tierra con la que soñaban los protagonistas de aquella maravillosa novela de Woody Guthrie: “No puedes luchar en condiciones a menos que tengas los dos pies en la tierra y aquello por lo que luches esté hecho de tierra”. Pensé en patios, piedras, madera, aljibes y ladrillos, y me llegué a imaginar o asustar viviendo en una esas moles de hormigón que parecen un depósito de agua o un sarcófago para envolver reactores nucleares.

Pero mi hermano, que pasó tiempo en la finca y estudió lo que me presentó como “materialidades” en un panel con fotografías y explicaciones de los elementos que predominaban en el entorno, sedujo a mis convicciones con su propuesta de “austeridad material” y sencillez. Si la casa se posara al otro lado del camino; si no hubiera robles centenarios y praderas; si varias casas del vecindario no fueran tradicionales; si por el este no discurriera un arroyo o si no viera las yeguas trotar por el sur, la casa habría sido completamente distinta. Sus materiales, también. A partir de una lenta incubación, y después de comprobar los criterios de un arquitecto en armonía con el paisaje, hasta yo empecé a mirar otras construcciones con cierta exigencia y golpear con los nudillos los revocos, los zócalos y las ventanas de casas ajenas: las cosas tienen que ser lo que parecen.

Pero esa máxima era suya. Y así empecé a sospechar de paneles de plástico que imitaban madera, a pequeños salientes de madera que imitaban vigas tradicionales pero solo eran adornos, a vigas nuevas que buscaban aspecto añejo y a materiales viejos que trataba de fingir su esencia, como esas paredes de piedra escondidas y avergonzadas tras el cemento, y otras vigas centenarias que no pretendían nada. Yo, que tampoco pretendo ser más de lo que ya soy, empecé a valorar la búsqueda de lo genuino durante un proceso en el que el arquitecto, portaminas en mano, fue trazando estancias y versos, sombras y equinoccios que se fueron desplegando en un molde dorado.

Porque esa fue la primera condición: una casa de proporciones áureas. El resultado de varios meses de ensueño y otros tantos de problemas, manos ajadas y retrasos fue, finalmente, esta casa o este templo con huesos de madera y pellejo de corcho natural en el que me dejé media vida. Durante su construcción, el llamativo método de ensamblaje de las fachadas, fabricadas en el taller, atraía comentarios de mucha gente. Un vecino ganadero me dijo que jamás había visto una casa sin aleros; otra vecina me preguntó si la cubierta de acero ondulado se quedaba así, tan desnuda, mientras que una pareja extrañada por lo que veían sus ojos, irritada, exclamó al pasar delante de ella: “¡Lo que hay que ver! ¡Ahora hacen las casas de cartón!”.

Henry Thoreau, mi primer maestro, dice en su Walden: “En cierta época de nuestra vida, tendemos a considerar cualquier lugar como el posible emplazamiento de una casa”. Él comenzó a comprar, imaginariamente, casas y granjas a un puñado de kilómetros de la casa familiar de Concord, Massachusetts, para concluir que nunca sería esclavo de una tierra ni de sus ambiciones. Sucede así: en un momento de la vida, después de fatigar países y horizontes, naufragar por identidades y ciudades, Neti neti, uno acaba eligiendo un sitio, su sitio, para germinar. Mi Concord es Navajeda, un paisaje de maizales y praderas, ondulaciones, arboledas, ganado y humedad que pinzan mis sentidos. No se me ocurre mejor lugar para vivir que el que he elegido, y eso quizás ya sea una victoria. Yo también me imaginé lugares e incluso los habité en la imaginación. Pero ninguna otra porción de tierra, por muy semejante y por muchas condiciones aparentemente idénticas, me estaba esperando. La comunión fue con este fragmento de naturaleza: yo la hice mía y ella me acogió en su regazo.

Los indígenas piden permiso cuando van a hacer uso de la tierra, y las obras de esta casa empezaron así. Llevaba reposando siglos con permiso de yeguas y vacas, por lo que antes de hurgar en el suelo, antes de clavar las estacas del replanteo y que un aparato definiera las coordenadas y un encofrador corrigiera al aparato, tachán, con una cuerda, pedimos permiso a la Madre Tierra. Por aquel entonces, la casa aún no tenía nombre, pero ya tenía sentido. Por esa razón, en la entrega de premios del Colegio de Arquitectos, me dio por leer unos párrafos labrados con el aliento fresco de quien habita un lugar con todo su ser tras desgastar sus manos en gran parte del proceso. Es cierto que yo no pedí prestada un hacha al hacerme con la finca, como Thoreau, en parte porque ya tenía una y en parte porque no necesité quitar ningún árbol. Pero sí me encaminé a los bosques a una distancia prudencial de Santander, parafraseando a Emerson, porque uso Santander. El sentido comienza desde adentro, así que esta casa hecha con materiales más propios de nidos de pájaro que de construcciones convencionales refleja, perdón por insistir, las aspiraciones supremas del alma de sus huéspedes.

Después, cuando Gabriela y yo comenzamos a vivir aquí, el sentido se siguió desplegando junto a nosotros. Las culturas aborígenes que viven en paz con la tierra (y con ellos mismos) asocian cada uno de los elementos constructivos a su propio cuerpo. Porque una casa son muchas cosas y su simbolismo excede los hábitos de nuestras sociedades, enemigas de la reflexión y la perfecta armonía. En nuestro último viaje, este año, a la Sierra Nevada de Santa Marta, Colombia, el líder espiritual de la hermética aldea arhuaca en la que llevo varios años trabajando con frecuentes estancias entre ellos, bautizó nuestro hogar durante una larga ceremonia en la que bajó del cielo su nombre. Así la bautizó —Kawawa—, la bendijo, hicimos un trabajo y allanó nuestro camino. Al regreso, hicimos otro trabajo aquí en unas piedras que el mamo nos indicó. Jamás he visto mirar unas fotografías como él. Jamás he visto examinar y ver en una fotografía lo que yo, incluso, no había visto en el terreno. Preguntó si la roca que se asomaba había sido tocada y le dijimos que no, aunque eso fue una especie de milagro porque su destino era desaparecer. También nos preguntó el número de estancias de la casa y nosotros, contando, dijimos que nueve. Y nueve es un número sagrado para la cultura arhuaca. Son solo algunos apuntes de la ceremonia. Nuestra casa-mundo, pues, está conectada con Chundwua, los picos costeros más altas del planeta. Pero esto es otro tema (o no).

Hablamos del sentido de habitar.

Hablamos del sentido integral de la existencia.

Nunca he querido vivir en la imaginación. Tampoco convengo con quienes defienden que la literatura sirva para enajenarnos y poder vivir lugares deseados, por mucho que nos fabriquen casas de catorce tablas como las que Neruda, corazón en mano, cinceló para Matilde Urrutia. Las mañanas seguirán siendo mañanas, el fuego calentará esta estancia, el viento que ahora rola hacia el oeste despeinará los árboles con la misma intensidad con la que habitamos bajo estos techos de abedul. Las cosas sucederán aunque no queramos enterarnos.

Annie Dillard se fue a su Tinker Creek para “resonar” con la vida (“era éter, la hoja en el céfiro; era una partícula de piel, de pluma, de hueso”) y nosotros nos mudamos a Kawawa para quebrar en nuestras mentes la frontera entre lo sagrado y lo profano. Este útero materno tiene su propia apertura al cielo. Ese era, para los antiguos, el sentido profundo de la chimenea. Y yo estos días corto leña en Kawawa, labro el manuscrito sobre los arhuacos, custodio la huerta de invierno, trasplanto algún árbol y hago esquejes de otros, estrecho relaciones con el vecindario. ¿No decía el poeta que el hecho de estar vivo exige algo? Exige, para mí, compromiso, amor, respeto y conciencia. Ese es el sentido de habitar un lugar.

El poeta Gary Snyder construyó su casa en las faldas de la Sierra Nevada de California y la bautizó con el nombre nativo de Kitkitdizze, un arbusto aromático de la zona. En su poema Construcción dice: “Nuestras construcciones son sólidas, para vivir, para educar, para sentarse./ Para sentarse, para conocer de veras el sonido de una campana./Esto es historia./Esto está fuera de la historia./Las construcciones se levantan en el momento,/continuamente mojadas por el lago/que lo renueva todo/ fulgurantes y desnudas”. Snyder abrió las puertas de Kitkitdizze a una plétora de poetas, músicos y monjes después de varios años en Japón de disciplina espiritual. Todo su desarrollo y evolución, años de meditación zen y destellos de realidad, los volcó en una construcción de pinos ponderosa y esfuerzo sobrehumano. Al instalarse en su hogar, sin embargo, se dio cuenta que tenía un compromiso con el entorno y que los clavos, los cinceles, las carretillas y las puertas chirriantes le estaban enseñando la verdad de las cosas. Podía diluirse en ellas. Y ahora, desde el reposo de esta mesa, junto a este pequeño baobab que se resiste a cumplir los mandamientos del otoño, pienso en ciertas similitudes con la casa del viejo Gary y su universo desplegado en el proceso. Quizás la fusión de la vida y un hogar espoleado por el amor se resuma, sencillamente, en el último verso del poema: “Herramientas afiladas. Buen diseño”.

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