A Álvaro López lo unen al mundo la radio y su memoria, aunque hace dos semanas que las voces salidas del transistor se fueron difuminando hasta fundirse en el silencio. Su memoria, sin embargo, es un espejo retrovisor en el que las escenas se suceden con una nitidez a prueba de archivo. Él reconoce la buena la salud de esa parte de sí mismo que lo lleva a enlazar en voz alta, una y otra vez, nevadas, riadas, rayos y rebaños de nubes. Porque la vida en Aldano, un manojo de cabañas dispersas en las laderas del municipio cántabro de San Pedro del Romeral, late al ritmo de la misma tierra.
El camino a casa de Álvaro es tan enigmático como estos montes, en el límite con la provincia de Burgos, que durante siglos permanecieron incomunicados. La cita con uno de los dos únicos vecinos instalados de forma permanente en Aldano —con permiso de una joven pareja recientemente instalada— es a las tres, quizás a las tres y media o cuatro. Las nubes se apelotonan contra el puerto de La Braguía y la carretera se va estrechando durante los últimos 12 kilómetros hasta convertirse en una pista de hierba con rodadas.
Los viajeros que se asomaban por los Montes de Pas hundían las piernas en la nieve y el barro, como escribieron los reporteros de El Cantábrico en noviembre de 1926 al mencionar “los sinsabores sufridos durante las horas empleadas en realizar el viaje por caminos difíciles y solitarios, con tiempo inclemente”. En los años setenta, cansados de las penurias, los vecinos abrieron un camino por el que comenzó a llegar el correo, los víveres y la primera cabina telefónica a lomos de animales. Dos años después de la conexión al mundo por teléfono, en 1985, instalaron la luz eléctrica, y eso era entrar en la modernidad. “Nos parecía raro”, reconoce Álvaro, que en sus primeros 37 años de vida se había alumbrado con un candil de petróleo y, más tarde, uno de carburo, como en las minas: “Pero así es”.
Álvaro espera a la entrada de su cabaña junto a dos perras, la amenaza de lluvia y grandes dosis de paciencia que en él parecen domesticadas. El único vecino vive a medio kilómetro, por lo que hay semanas en las que no cruza palabras con nadie, así que aprovecha la llegada del panadero los martes y la de otro hombre que viene “con leche y vino” los jueves para pegar la hebra. Todo el silencio acumulado en horas de sosiego, pues, se derraman en este encuentro entre prados, la compañía de las perras y varias cabañas de su propiedad.
—Usted, entonces, es un terrateniente —bromeo.
—Lo de aquí no vale nada —responde con seriedad—. Antes sí, pero ahora no: no pidas nada porque resulta que no tiene valor.
El hombre que en ese momento se envuelve en nostalgia tiene 74 años, un cabello blanco mudando a dorado y una alegría poco disimulada. Él dice que no le queda más remedio que estar contento, que ese humor viene de sus tiempos de juventud, cuando alternó el ganado en estas tierras con el trabajo en una heladería y asando castañas en Vitoria. Pero llegó un momento en el que tuvo que definir su destino y tomó el camino de sus antepasados.
El de los López-Ortiz era, de hecho, el principal linaje de Aldano, con ocho cabezas de familia de las 46 que había en 1754, según el Padrón de Hidalguía de Entrambasmestas. Más de tres siglos después y sin dinero para invertir, Álvaro fue reuniendo animales hasta acumular más de 70 ovejas y varias decenas de vacas, de las que hoy solo mantiene cuatro que rumian uno de los prados. Porque Álvaro también está cansado. Dice que ya no ordeña, que apenas cultiva, que ya no llena los pajares ni los pisan los niños, como se hacía cuando los montones llegaban al techo Y, sin embargo, también dice que del lugar en el que ha nacido no se mueve, algo que me había advertido uno de sus sobrinos: ni las nevadas, ni la pandemia, ni su caminar inclinado, ni sus obligaciones de segar a dalle y meter la hierba a belorta (brazadas de verde en varas de avellano) ni la sordera que me obliga a hablarle a gritos le arrancarán de esta tierra.
Todos los días asciende la ladera repleta de frutales, enormes limacos, uno de los pinos insignes que su padre plantó en 1946 y hayas centenarias hasta llegar a la finca en la que pastan sus vacas. “Hay que verlas: eso no es de ahora, es de siempre”, dice junto a la cabaña donde guarda el forraje y se ha echado tantas siestas. “Yo te voy a ser claro”, se sincera refugiándose de la lluvia que por fin aparece y donde almacena la hierba. “Yo sin hacer nada estaría peor. A veces me dicen que para qué trabajo. ¿Pero qué haces todo el día en casa? Nada”.
—Pero no se ha querido marchar de aquí.
—No —dice encogiéndose de hombros, con naturalidad— porque tenía el ganado ahí, me gustaba, y me marcharé el día que haya que marchar pa’ allá. Pero no vamos a pensar en eso...
Una población en declive
No solo los montes que rodean Aldano tienen nombre. También el bosque espigado de castaños, robles, hayas y avellanos que reverdecen estos prados. O los ríos (Troja y Aldano) que descienden alegres. Y el Pozo Negro donde el agua, rumbo a Riolangos, remolonea. No solo su perra Negrita tiene nombre, aunque la otra perra esté sin bautizar. Su casa se llama Catialuca, y eso a pesar de que apenas se conozcan ya los hogares por el nombre que les dieron sus primeros moradores. Aquí crecieron Álvaro y sus cuatro hermanos, que cuidaban el ganado, sembraban maíz, alubias y patatas, y se cruzaban con alguno de los 170 vecinos que aún poblaban Aldano en 1960. “Antes pasaba algo y cualquiera te echaba una mano; pero ahora ¿a quién recurres?”
El éxodo de los años setenta acabó por vaciar Aldano. A Álvaro, enfrascado en el trabajo, no le sedujeron las promesas de una vida más universal. Sus pasos fueron por senderos rurales a Ontaneda, Entrambasmestas o San Pedro del Romeral, aunque a veces lamenta no haber andado mucho más allá de los Montes de Pas, Vitoria, Bilbao, algo de Navarra y un poco de Asturias. “Pero si no se puede, no pasa nada”, dice con esa alegría cuyo aroma, más que de resignación, resulta de estoica aceptación. “Y hablar con el que sabe”, matiza, “porque si es uno que no sabe, ¿para qué le vas a preguntar?”.
Ese ha sido el mandamiento que ha intuido desde que se fue a trabajar a Vitoria y un hombre le regaló una revista en la que leyó que un neozelandés había conquistado el Everest en 1953. Así fue buscando “gente que sabía” para nutrir su curiosidad y anhelos, y así encontró en San Pedro del Romeral a un ingeniero que había trabajado en la Península Escandinava y le contaba fábulas de aquellos mundos.
La tarde avanza y la lluvia arrecia. Los prados están empapados y la hierba, alta. Álvaro zigzaguea por una ladera con el cuerpo encorvado mientras la conversación se entremezcla con su respiración y sus jadeos y los bramidos para apartar a los animales de su paso: “¡Qué envidiosa eres!”, “¡marcha!”, “¡quita!”, “¡zángana!”. Este hombre vivaz y amable que dejó la escuela a los 13 años maneja datos, frases que resultan sentencias y alocuciones que parecen discursos filosóficos, además de emplear continuamente palabras tan en desuso como sonoras: costerón, empallar, vellón, caco. Él lo atribuye a su amor por la lectura y la compañía de una radio que debe de reparar para suministrarse algo de actualidad. Lleva dos semanas sin saber qué sucede allá afuera. Él, sin embargo, prefiere leer sobre geografía: “La historia no tanto porque parte de ello es mentira. La geografía, sin embargo, es verdad”, sostiene.
Su memoria también es verdad. En un momento, conservarla en buen estado, aunque sus recuerdos, vividos o escuchados, suelen llevar adosados algún evento atmosférico. Menciona los dos metros de nieve que cayeron en 1945 y el más de metro y medio de 1917, además de abarcar riadas, fiebres tifoideas y rayos que han partido robles, rebaños enteros de ovejas y la vida de un chico de 12 años. Desde que el joven murió a comienzos de los setenta, Álvaro siente pavor por las tormentas que le arrinconaban en el fondo de la cabaña. Otras veces apela a lugares que alberga en su imaginación, como Nueva Caledonia o el Puerto de Piqueras, en Soria, donde ha escuchado que hay pinos: “Y aquí en el [Castro] Valnera no puede haberlos porque no hay tierra y no pueden enganchar. Y allí, leí yo, sí. Y sería verdad”.
No solo Álvaro ha alumbrado la historia de Aldano. Los periódicos también han recogido su latido a lo largo del siglo XX, desde la gran nevada de marzo de 1925 que dejó “bellísimo el panorama que ofrecen las montañas” a manadas de lobos merodeando por los pueblos. Pero si el nombre de este reducto pasiego saltaba a las páginas de prensa se debía a acontecimientos extraordinarios en un territorio exótico para la ciudad. El periódico El Cantábrico, de hecho, mencionaba en un artículo de 1933 la “resignación mística, muy propia a apoderarse de los espíritus en aquellas soledades de la región de Pas”.
Los accidentes, los incendios de casas, la creación del servicio de correos en 1905, “con obligación de recoger y entregar en la estación de Ontaneda y servir a Aldano” o una “corta fraudulenta de maderas” eran materia prima que a veces salpicaba la prensa regional; un carácter tan ajeno a la vida urbana que los periódicos también se tomaban licencias lúdicas, como la denuncia a cuatro chicos por parte de un hombre que El Cantábrico acabó despachando así: “Total: paseo de la Guardia Civil, visita de los señores López y compañía al señor juez municipal y, colorín colorado, esta es la juerga de los de Aldano”.
Pero aquí ya no hay diversión. Los vecinos se fueron, la escuela cerró en 1973 y Benjamín, el padre de Álvaro, comenzó a dar clase a los tres niños huérfanos de maestro en la cocina de su casa. El cementerio había dejado de recibir muertos cinco años antes y la iglesia se cayó poco después. El antiguo centro de Aldano, conocido como Los Picones, quedó sepultado por el monte y el olvido. Álvaro prefiere no descender el sendero hacia Ríolangos donde se enreda el río Adano, ya que la tristeza lo acabaría de consumir: “Claro que da pena, pero va a ser así. Todo está llamado a caerse y terminar en zarzales como esto”.
Un futuro incierto
A principios del siglo XXI, hubo intentos de resucitar la memoria del pueblo. Se creó una peña bolística y se instaló la Virgen de las Nieves, tallada en piedra arenisca, en un cruce de caminos. No había iglesia, pero la patrona a la que se honra a finales de octubre constituía un nuevo centro neurálgico en el que, al menos, la gente volvía una vez al año. Hay acuerdos: los dos únicos vecinos son los anfitriones, Álvaro remueve las castañas a mano en un movimiento singular, el cura da una misa en un lugar improvisado y todos reavivan el pasado.
Álvaro dice entre risas que ese día habla todo lo que no ha hablado el resto del año. Esa es la excepción que vive Aldano antes de que el invierno se eche sobre el valle. “Hay que estar habituado”, dice de nuevo, “porque la vida aquí ha sido dura”. Y el consuelo social aquí es inexistente. El único bar en doce kilómetros a la redonda cerró la semana pasada, las cartas llegan con cuentagotas a casa del vecino, que fue cartero, como su padre y su abuelo. Una soledad, en fin, que a ratos le remueve y, en un momento, le hace dudar de esta vida espartana. Al preguntarle si seguiría viviendo en este retiro si pudiera elegir, por primera vez, muestra una breve duda, aunque esa tibia afirmación rápidamente gira a un “pero tampoco lo sé” para exhibir la enésima muestra de entereza seguidamente: “A mí, al fin y al cabo, quejas tampoco tengo, porque la vida me lo ha solucionado. Y si yo me quedé en esto es porque me gustaba”.
La casa en la que lee, acaricia a sus dos perras y el gato, cocina y sueña está a 745 metros sobre el nivel del mar, un dato extraído de los operarios que trajeron la luz en 1985. Las paredes y el techo de la cocina están cubiertas por una gruesa pátina de hollín que envuelve todo: una mesa, un fogón, una radio, un teléfono fijo y tres sillas, como Thoreau en su cabaña de Walden: “Una para la soledad, dos para la amistad, tres para la sociedad”. Yo me siento en un tronco y bajo esta penumbra resquebrajada por un ventanuco y la bombilla espero a que Álvaro, que ha desaparecido con sigilo, regrese tras rebuscar y traer los libros de geografía de los que se aprende capitales y desmenuza continentes. Guarda los doce volúmenes de la enciclopedia Salvat como un tesoro. Pero después de mostrarlo y manosear un par de volúmenes fugazmente, las vuelve a guardar.
Un gato maúlla y las perras se alborotan. Él vuelve a bramar contra sus animales: “¡Ay, ¡qué sinvergüenza eres, bájate de ahí!”, “¡bajad de ahí, que me rompéis todo!” o “¡deja de lamber ahí” antes de que se acomoden en su rincón y me explique la naturaleza de las continuas órdenes a sus compañeras: “Son un poco envidiosas porque quieren que las esté todo el día sobando a las dos. Pero eso, bueno, es ley de vida. No son malas, eso no, ni quiero tampoco”.
Para apaciguar los lambidos, él distribuye las caricias hasta que la oscuridad se espesa afuera y las perras se enroscan. Álvaro sabe, entonces, que ya no saldrán de casa: hervirá una sopa de fideos y dará a los animales una comida de regusto algo amargo. La nevera no funciona y la lavadora “no da vueltas”. Y el electricista aún no se ha asomado por Catialuca. Yo me asomé esta tarde, cuando aquel hombre apostado en la puerta de su cabaña quemaba la espera junto a sus perras, la amenaza de lluvia y sus pensamientos, y no se veía nada: la bombilla también estaba estropeada.
La tarde se ha consumido casi por completo y, antes de despedirse con un sencillo gesto, sin importancia, hace muestra de su prodigiosa memoria y recita los versos que leyó en la hoja de un calendario mientras custodiaba a los nabos de las ovejas en marzo de 1961. Los versos fluyen con una ligereza impropia de quien los guarda en la cabeza desde hace más de 60 años. Paladea los versos, contempla mi asombro y al acabar de carrerilla el poema, y a rebufo de la declamación, se arranca con 'La vida es sueño':
Es verdad, pues: reprimamos
esta fiera condición,
esta furia, esta ambición,
por si alguna vez soñamos…