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La izquierda contra la izquierda

17 de junio de 2024 22:06 h

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El peor enemigo de la izquierda española en este momento es la propia izquierda. Ya no necesita que vengan las cloacas y los medios, la derecha y la ultraderecha a destruirla, ella se basta y se sobra para devorarse sola. La lucha a muerte entre Sumar y Podemos la ha dejado en coma. En las europeas, la izquierda a la izquierda del PSOE perdió 880.000 votos respecto a la anterior convocatoria, casi un millón de votantes que se quedaron en casa o se fueron con los socialistas. Si hubiera generales mañana, las dos formaciones obtendrían un máximo de diez diputados, se acabaría el gobierno de coalición y gobernaría la derecha con la extrema derecha. España dejaría de ser el dique de contención de los fascistas en Europa y nos sumaríamos a la deriva europea ultraconservadora.  

La responsabilidad es histórica y mayúscula. Cualquier progresista entiende que la coyuntura obliga a dejar de lado las batallas partidistas para enfrentar la guerra. Los franceses lo han entendido, quizá demasiado tarde, y se han unido socialistas, comunistas y la Francia Insumisa. Aquí plantear la unidad es una quimera. Hay demasiadas rencillas y rencores que más que ideológicos, son personales. Y ese es precisamente el problema: se ha construido la izquierda en torno a los liderazgos y no a las bases, en torno a los partidos y no a los movimientos, en torno a las redes y no a la calle, en torno al centro y no a los territorios. La izquierda se desintegra porque ha desintegrado los cimientos que la sostenían. 

No es solo por la dinamita de las cloacas y las cavernas, Podemos primero y Sumar después han cometido el mismo error por la misma causa: la urgencia electoral les ha llevado a concentrar todo el poder en quien conduce y a desactivar el motor que los empuja. En Vistalegre II, Pablo Iglesias mandó a los círculos a casa. Desde Magariños, Yolanda Díaz convirtió su proceso de escucha en sordera. Podemos fue perdiendo su contacto con las periferias por querer dirigirlo todo desde la cúpula, incluso las consultas a la militancia. Sumar ni siquiera se ha tomado la molestia de consultar y ha terminado orillando a Izquierda Unida, el partido que más implantación territorial tiene. Pero el Frente Popular sólo se construye con el pueblo, como su propio nombre indica.    

La ruptura es el resultado de ese error de partida. Pablo Iglesias se equivocó designando a Yolanda Díaz en lugar de abrir un proceso de participación para elegir entre varias candidaturas. Yolanda Díaz se montó una marca propia sin preguntar siquiera y construyó una unidad contra Podemos, con vetos a Montero y a Belarra, decididos desde arriba, despreciando no solo a los militantes morados, también a toda la izquierda que confiaba en ella para curar heridas y unir fuerzas. Lo que ha conseguido es abrir más la brecha y debilitar no solo a Podemos, también a los partidos que forman su coalición. Tenía que dimitir pero lo ha hecho solo a medias, no se sabe si para volver o para manejar en la sombra, otra consecuencia del hiperliderazgo: el mesianismo. Los jefes que se van pero se quedan porque piensan que son imprescindibles para que el proyecto siga. 

“Alcalde, todos somos contingentes pero tú eres necesario”, decían en Amanece que no es poco. José Luis Cuerda lo clavó con sorna e ironía. Es al revés. Todos somos necesarios, pero el líder es contingente. En estos días, la izquierda busca un padre o madre que la haga sentir menos huérfana. El fracaso de los partidos de la nueva política es haber acabado como la vieja pero sin sus estructuras y fortaleza, haber instalado la idea de que sin líderes no somos nada. De lo que no se dan cuenta las direcciones de estos partidos es que eso no solo desmoviliza a la gente, las desprotege a ellas. El único camino para resucitar a este enfermo agonizante es volver al origen, a los barrios y a las bases, a los territorios y a los cuadros, al diálogo y la escucha frente al ruido y la furia de los abducidos. Eso requiere que los de arriba se sienten a hablar y que los de abajo nos levantemos y nos pongamos en marcha por Palestina, el clima, el trabajo o la vivienda, no por quién tiene más culpa en la izquierda. Pero me temo que nadie está por la labor, ni la calle ni los partidos.

El peor enemigo de la izquierda española en este momento es la propia izquierda. Ya no necesita que vengan las cloacas y los medios, la derecha y la ultraderecha a destruirla, ella se basta y se sobra para devorarse sola. La lucha a muerte entre Sumar y Podemos la ha dejado en coma. En las europeas, la izquierda a la izquierda del PSOE perdió 880.000 votos respecto a la anterior convocatoria, casi un millón de votantes que se quedaron en casa o se fueron con los socialistas. Si hubiera generales mañana, las dos formaciones obtendrían un máximo de diez diputados, se acabaría el gobierno de coalición y gobernaría la derecha con la extrema derecha. España dejaría de ser el dique de contención de los fascistas en Europa y nos sumaríamos a la deriva europea ultraconservadora.  

La responsabilidad es histórica y mayúscula. Cualquier progresista entiende que la coyuntura obliga a dejar de lado las batallas partidistas para enfrentar la guerra. Los franceses lo han entendido, quizá demasiado tarde, y se han unido socialistas, comunistas y la Francia Insumisa. Aquí plantear la unidad es una quimera. Hay demasiadas rencillas y rencores que más que ideológicos, son personales. Y ese es precisamente el problema: se ha construido la izquierda en torno a los liderazgos y no a las bases, en torno a los partidos y no a los movimientos, en torno a las redes y no a la calle, en torno al centro y no a los territorios. La izquierda se desintegra porque ha desintegrado los cimientos que la sostenían.