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A los arquitectos estrella

Allá por 2002, por encargo de Javier Azpeitia, pasé unos meses traduciendo para la editorial Lengua de Trapo el excelente libro de Mike Davis 'Ciudad de cuarzo', una historia de la ciudad de Los Ángeles que, para mí, constituyó tanto una pesadilla (por las dificultades de la traducción) como una inspiración (por el paradigma de historia interdisciplinar que permite interpretar un espacio urbano). El libro se publicó en 2003 con el eco que cabe esperar en nuestro país: un clamoroso silencio. No sé si alguien lo leyó, pero si lo hizo, mantuvo la boca bien cerrada.

Davis utiliza en esa obra todos los vectores posibles (la ingeniería hidráulica, la arquitectura, la cultura, etc.) para explicar Los Ángeles como un proceso de destrucción de la cultura obrera y popular, y en general de la conciencia de clase, para remplazarlo por esa ciudad absorta en la fama, la salud y el dinero (más algún estrambótico culto religioso), y en la que, como decía Woody Allen, cada mes de residencia te rebaja un punto el cociente de inteligencia.

Cuando fui a dar una charla a UCLA, me quedé atónito: ¿qué había pasado allí? Una ciudad que nació como una colonia socialista y se desarrolló como un importante centro industrial, la misma ciudad en la que Hammett y Chandler denunciaron al capitalismo, donde se exiliaron Thomas Mann, Stravinsky o Bertolt Brecht (brevemente, hasta que fue expulsado, y con razón, por comunista), la ciudad del Chinatown de Polanski, ¿cómo se había convertido en esa aldea provinciana ocupada por ganadores de concursos de la tele, sin más ocupación que el culto al propio cuerpo y al interés compuesto?

Una de las cosas que habían pasado fue el arquitecto Frank Gehry, uno de los padres de la llamada “arquitectura defensiva”, ese Atila urbanístico al servicio del gran capital y, tras cuyo paso, no vuelve a crecer la hierba.

En Los Ángeles, como en la mayoría de las ciudades de Estados Unidos, el problema era que el centro estaba ocupado por los indigentes, los marginales, los inmigrantes y otras gentes de mal vivir. Gehry y sus secuaces fueron la herramienta decisiva en el aburguesamiento (gentrification he oído decir a los que no saben hablar en castellano todo seguido) del centro, es decir, en su recuperación para los poderosos. Para ello idearon un urbanismo hostil, con edificios amurallados y cerrados sobre sí mismos, con espacios públicos inhóspitos y todo tipo de medidas, desde sistemas automáticos de riego que impiden que se usen los parques para dormir o papeleras blindadas o contenedores para proteger los desperdicios de restaurantes y mercados, pasando por la eliminación de lavabos públicos, fuentes de agua y el continuo hostigamiento policial.

Y por supuesto los bancos antimendigos, que al menos en mi traducción así se llamaban.

No fue casual que Frank Gehry, que ha trabajado con gran (y bien pagado) ingenio esta obsesión por la seguridad urbana, fuera el elegido para realizar el buque insignia de la remodelación (o aburguesamiento) de un significativo espacio industrial: la ría de Bilbao. Gehry siempre ha sido el arquitecto al servicio de los grandes intereses inmobiliarios, el mercenario especializado en revalorizar zonas urbanas degradadas, sea en Bilbao o en Los Ángeles. Eso sí, con una pose y pátina de vanguardista libre de todo pecado y hasta, para quien se lo quiera creer, progresista.

Los que hemos vivido en Madrid y tenemos noticia de planes como el de Triball de sobra sabemos qué es eso que llaman “la recuperación del centro”: los inversores inmobiliarios se lo llevan crudo, una vez que consiguen expulsar de la ciudad a los molestos, incómodos y muy poco cool pobres, clases pasivas y otros tipos que hacen poco deporte y comen alimentos demasiado procesados.

Mi pregunta es: ¿por qué perdemos entonces el oremus ante estos arquitectos estrella? ¿Por qué no los mencionamos como colaboradores necesarios de los planes urbanísticos de los poderosos? Al fin y al cabo, a sueldo de ellos trabajan, no son más que los palanganeros que garantizan con su “arquitectura defensiva” el (fabuloso) retorno de su inversión. Mi proposición es: ¿por qué no dedicamos en la prensa más atención a una crítica de la arquitectura y el urbanismo, que vaya un poco más allá de celebrar con papanatismo su carácter emblemático?

Lo digo porque los bancos antimendigos no son, ni siquiera el nombre, invento “de Ana Botella”, pero sobre todo no son la simple chaladura de una alcaldesa jamás elegida, sino que forman parte de una imparable estrategia urbanística que, a su vez, no es más que la plasmación de la idea de sociedad y de espacio urbano que tiene la derecha (PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos).

Aplaudo, por supuesto, la denuncia de estos bancos, pero me gustaría situarla en el contexto más amplio del urbanismo defensivo que caracteriza a la derecha y su acoso y derribo de cualquier atisbo de una cultura de izquierdas y de una ciudad para todos.

Allá por 2002, por encargo de Javier Azpeitia, pasé unos meses traduciendo para la editorial Lengua de Trapo el excelente libro de Mike Davis 'Ciudad de cuarzo', una historia de la ciudad de Los Ángeles que, para mí, constituyó tanto una pesadilla (por las dificultades de la traducción) como una inspiración (por el paradigma de historia interdisciplinar que permite interpretar un espacio urbano). El libro se publicó en 2003 con el eco que cabe esperar en nuestro país: un clamoroso silencio. No sé si alguien lo leyó, pero si lo hizo, mantuvo la boca bien cerrada.

Davis utiliza en esa obra todos los vectores posibles (la ingeniería hidráulica, la arquitectura, la cultura, etc.) para explicar Los Ángeles como un proceso de destrucción de la cultura obrera y popular, y en general de la conciencia de clase, para remplazarlo por esa ciudad absorta en la fama, la salud y el dinero (más algún estrambótico culto religioso), y en la que, como decía Woody Allen, cada mes de residencia te rebaja un punto el cociente de inteligencia.