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Arquitectura a través del espejo

David García-Manzanares Vázquez de Agredos

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Fingimos creer en esa teoría estrambótica que enuncia que cada uno de nosotros tiene, al menos, un doble en alguna parte del mundo. Y no fingimos creer en ello por lo sugerente de la idea, o porque resulte exótico pensar en nuestra propia duplicidad, sino porque esa elucubración nos permite imaginar que hay en el mundo alguien muy próximo a nosotros, tanto que incluso nuestros familiares podrían confundirlo, pero que quizá, siendo tan parecido a nosotros, se diferencie únicamente en que ha conseguido todo cuanto nosotros anhelamos y en lo que la suerte nos fue esquiva.

Alguien con el mismo matiz cetrino en la piel, con el mismo rasgo morigerado en el mohín, con el mismo número de centímetros en altura, uno a uno; e incluso, sorprendentemente, con la misma equivalencia a pies y pulgadas. Y, sin embargo, alguien que nos supera en aquello que más deseábamos, viviendo nuestra vida al otro lado del espejo.

A veces, las cosas más reales son las que parecen más absurdas. Resulta reconfortante imaginar que, en algún lugar del mundo, hay alguien exactamente igual a nosotros, pero llevando la vida que realmente merecemos. Es un desagravio al destino. Cada elección que hacemos nos lleva por un camino diferente en la vida, y quizá, ese otro yo que vive en algún lugar del mundo, siempre encontró el modo de acertar con sus elecciones, y así, lentamente, con la morosidad cruel del azar, ha ido alejándose de nosotros, y aunque mantiene el rostro cetrino y morigerado, y sus centímetros son idénticos a nuestros centímetros, ha llegado a ser alguien distinto a nosotros. “No sé quién eres, pero no eres mi Alicia”, como reprocha el Sombrerero a Alicia. 

Podemos imaginar que eso mismo sucede con la arquitectura, y particularmente con sus elementos más esenciales. Todas las puertas son un mero hueco horadado en el muro, un gesto cotidiano y desprovisto de cualquier ceremonia que nos permite atravesar dos mundos distintos, el de lo exterior y el de lo interior. Lo hacemos con tal frecuencia que no reparamos en su trascendencia, en lo singular de ese gesto. Cualquier puerta tiene esta asombrosa capacidad de transformarnos de seres sociales en seres íntimos. Y aun así, resulta inmediato comprender que no todas ellas son la misma, y algunas se han elevado por encima de su función para representar algo más. 

Y otro tanto sucede con las escaleras. Ningún elemento parece más trivial que este que se limita a conectar las distintas plantas de un edificio, facilitando el paso de unas a otras del modo más austero y elemental posible. Se nos antojaría que todas las escaleras del mundo son en realidad la misma escalera, y a menudo recurrimos a ese pensamiento como forma de tranquilizar nuestra conciencia de arquitectos: si damos por sentado que todas se parecen, que son gemelas idénticas -mismos centímetros e incluso pies y pulgadas-, nada hay que reprocharse por no haber sido capaces de elevarlas por encima de su función. Y, sin embargo, la arquitectura se empecina en demostrar que, en determinados casos, hay escaleras viviendo vidas perfectas al otro lado del espejo. Escaleras que no son una insignificante sucesión de peldaños.

“Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables”. Resulta innegable que cuando Cortázar describe de este modo una escalera, lo que está haciendo es demostrar la conexión entre dos mundos distintos, a través de pliegues en la superficie que nos remiten directamente a pliegues temporales. Una escalera, si está bien proyectada, no conecta dos alturas dispares, sino que conecta planos que refieren más a realidades divergentes. Una escalera, si está bien proyectada, es a la vez una puerta que da paso al otro lado del espejo. Porque la lógica no siempre tiene sentido cuando se trata de entender el mundo que nos rodea.

Hay, pues, escaleras que, compartiendo con sus hermanas la función esencial y estando compuesta de idénticos elementos, parecen ser algo distinto; como si siendo tan parecidas entre sí, al tiempo, estas últimas hubieran conseguido trascender para ser arquitectura ellas mismas, sin la participación de más recursos. De entre estas escaleras destaca el proyecto para acceder al centro histórico de Toledo, autoría de José Antonio Martínez Lapeña y Elías Torres. 

Estando el núcleo histórico de Toledo en lo alto de una colina, rodeada a su vez por el meandro del Tajo, acceder a él es una tarea no exenta de esfuerzos y desequilibrios. Para aminorar los primeros y resolver los segundos, a finales del s. XX se propuso la comunicación del entorno de la puerta de Bisagra, abajo, con la calle Subida de La Granja, en lo alto.

Resulta inmediato entender la complejidad de la empresa, porque no se trata tanto de resolver un problema físico de diferencia de cotas, como de dar respuesta a un problema de comunicación entre dos zonas independientes de la ciudad. Por un lado, abajo, la vida de la ciudad contemporánea, tras la muralla que rodea a la ciudad; y en el otro extremo, arriba en diagonal, la ciudad histórica, aquella que fue y que mira altiva a su heredera. Siendo la misma ciudad parecerían divergentes, como un reflejo especular. Todo lo que está en el otro lado del espejo es sólo un sueño.  

Y, como en el texto de Cortázar, el proyecto construido se plantea como la conexión entre esos dos distintos mundos, a través de pliegues en la superficie, que no son sino pliegues espacio-temporales. He ahí la complejidad. Para hacer esa conexión, las escaleras brotan de la base de la muralla, junto al contemporáneo aparcamiento de Recaredo, e inician un recorrido sinuoso y comprimido por los muros de contención de hormigón, al modo de las calles de la Judería. Y dividiendo el ascenso en seis tramos , estas escaleras van encajándose en la topografía de la ladera, al tiempo que permiten contemplar el recorrido que va quedando abajo, conforme el visitante asciende. Finalmente, cuando se alcanza la cumbre, se desemboca en un mirador en el que demorarse el tiempo suficiente hasta conseguir la transformación interior necesaria para desembarcar a la ciudad histórica de Toledo.

Se trata, pues, de un recorrido en el que, a través de una callejuela serpenteante y recovecos imprevistos, se alcanza una metamorfosis por la cual, y viajando en el tiempo, pasamos de nuestra época apocada a dejarnos permear por el Toledo visigodo y musulmán. Pero sería ingenuo pensar que puede hacerse ese viaje sin sufrir heridas internas. Y así, queda en la ladera la evidencia de ese desgarramiento, como una cicatriz transversal y abierta, por la que palpita la sangre de los turistas. Martínez Lapeña y Torres dejan abierta la incisión en la ladera, por un lado, para que ésta sirva de mirador continuo e incesante en el ascenso; y, por otro lado, porque esa incisión es el constante recuerdo de un zurcido, el entrecosido de las dos ciudades, la actual y la que sigue viviendo al otro lado del espejo

En toda escalera hay un reto geométrico, un desafío suicida a la gravedad. Pero sólo en las escaleras que se empecinan en no parecerse a sus hermanas hay, además, movimiento. “Aquí el movimiento se hace hueco y sombra, acogido en el vientre materno que es el muro, al que pertenece”. Y de ese modo, la herida abierta en la ladera se erige sutilmente en un equilibrio inesperado, donde las sombras se derraman en el talud, generando “una forma rampante que escenifica el movimiento continuo en ese límite que es pared vertical histórica para siempre”.

 “A veces, la mejor manera de resolver un problema es cambiando de perspectiva”, como recordaba a Alicia el Sombrerero; y es tal vez por eso que esta escalera se plantea como un compendio de giros y quiebros, palpando en ellos el propio conocimiento de sí misma, y avanzando el significado de un Toledo que está buscándose entre los dobleces de la historia.

 Si es verdad que un poco de locura es esencial para mantener la cordura en un mundo tan absurdo, debemos aceptar que cada uno de nosotros tiene, al menos, un doble en alguna parte del mundo, llevando la vida que anhelamos. Y, del mismo modo, cada escalera tiene, en algún lugar del mundo, un doble; una escalera que encontró el modo de superar los obstáculos y construirse elevándose por encima de sí misma, aconteciendo arquitectura, sin necesitar la participación de más elementos.

Porque la verdadera magia está en creer en la posibilidad de lo imposible, en escaleras que conectan, tal vez, dos mundos distintos. Y, sobre todo, en la conexión de dos tiempos ajenos.

Fingimos creer en esa teoría estrambótica que enuncia que cada uno de nosotros tiene, al menos, un doble en alguna parte del mundo. Y no fingimos creer en ello por lo sugerente de la idea, o porque resulte exótico pensar en nuestra propia duplicidad, sino porque esa elucubración nos permite imaginar que hay en el mundo alguien muy próximo a nosotros, tanto que incluso nuestros familiares podrían confundirlo, pero que quizá, siendo tan parecido a nosotros, se diferencie únicamente en que ha conseguido todo cuanto nosotros anhelamos y en lo que la suerte nos fue esquiva.

Alguien con el mismo matiz cetrino en la piel, con el mismo rasgo morigerado en el mohín, con el mismo número de centímetros en altura, uno a uno; e incluso, sorprendentemente, con la misma equivalencia a pies y pulgadas. Y, sin embargo, alguien que nos supera en aquello que más deseábamos, viviendo nuestra vida al otro lado del espejo.