Por extraños designios de la distribución, coinciden en la cartelera “La mujer del quinto” e “Ida”, dos películas tan diferentes que no parecen dirigidas por la misma persona. Pawel Pawlikowski practica el darwinismo cinematográfico y se adapta al medio en el que le toca filmar, ya sea en Inglaterra, Francia o en su Polonia natal, donde rueda por primera vez después de haber sido reconocido internacionalmente. Pero que nadie espere en esta parábola del hijo pródigo reencuentros amables ni postales de felicidad. Pawlikowski regresa con el ánimo de ajustar cuentas con el pasado reciente, aquel tránsito del oscurantismo a la normalidad que vivó la generación de sus padres. De eso trata “Ida”, de la difícil relación entre dos mundos que comparten una historia en común.
Bajo su apariencia de cuento minimalista, la película esboza el paisaje en blanco y negro de un país zarandeado por los conflictos políticos y religiosos, tras haber padecido las consecutivas ocupaciones nazis y soviéticas, y el baile de fronteras que convirtió en apátridas a muchos de sus ciudadanos. No es extraño, por todo esto, que Pawlikowski haya optado por la austeridad narrativa y por la síntesis de los elementos que construyen la ficción. Se trata de cine intimista, y antes de permitir que la trama sea sepultada por los acontecimientos históricos, el cineasta polaco la ha desbrozado hasta descubrir su tronco sólido y robusto, o lo que es igual: la depuración de un estilo donde se conjugan el cine, la fotografía y el relato.
Como guionista, Pawlikowski elude cualquier tentación de hacer crónica y se concentra en el drama de sus personajes: una joven novicia a punto de tomar sus votos y una mujer de vuelta de todo, unidas por un vínculo familiar que les comporta dolor y consuelo. Son dos criaturas que descubren la una en la otra su única posibilidad de reconocimiento, más allá de los estrechos márgenes entre los que transcurren sus vidas.
Como director, sin embargo, Pawlikowski se permite algunas licencias poéticas. El hecho de que “Ida” haya sido filmada en blanco y negro, empleando el formato cuadrado de 4:3 en lugar del habitual panorámico, refuerza el diálogo entre cine y fotografía. La calidad visual está cercana al fotoperiodismo, sin demasiados matices ni adornos estilizantes, y el encuadre siempre juega con los límites de la pantalla y con composiciones arriesgadas. Es preponderante la situación de los personajes en la parte baja del plano, creando zonas de aire en la mitad superior. No se trata de un capricho de esteta, sino de confinar a los personajes en el subsuelo de la imagen, transmitiendo la sensación de ahogo que requiere el relato.
En estos detalles es donde se encuentra el discurso de Pawlikowski como autor, un discurso en voz baja pero muy elocuente que asoma, de pronto, en una sonrisa inesperada en el silencio de un comedor, en una cortina que se enreda al trasluz o en el humo que serpentea en los ceniceros. Detalles que construyen “Ida” con lucidez e inspiración, producto sin duda de la observación atenta y del trabajo, sobre todo del trabajo. Porque sólo una película tan trabajada como ésta puede parecer fresca y natural, en definitiva: auténtica.
También está la labor de las dos actrices protagonistas, cuya fotogenia sólo es comparable a su talento interpretativo. Agata Kulesza y Agata Trzebuchowska poseen el don de la mirada y de la palabra bien dicha, cada una respira verdad y la devuelve a su compañera, en un emotivo juego de espejos cruzados. La película contiene los diálogos justos para que cada palabra mantenga su significado preciso, sin que esto conlleve parquedad o mutismo. Al contrario, “Ida” es emocionante y tiene la belleza perfecta que tienen las cosas bellas por naturaleza. Ni siquiera necesita una banda sonora para apelar a los sentimientos, toda la música que suena en la película está justificada mediante la imagen: un tocadiscos en marcha, una banda que toca, un coro que canta… salvo al final. En el último plano de Ida marchando hacia su destino (el único en movimiento de toda la película) suenan unas notas de Bach, y al igual que sucede con el maestro del Barroco, la aparente sencillez de esta película alberga el misterio de lo sublime, algo que se puede decir de pocas películas. De muy pocas.