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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El drama carcelario: de ‘Soy un fugitivo’ a ‘Celda 211’

Me encantaba sentir el regreso de mi padre a casa. Oía yo la fricción de la llave en la cerradura, con ese inconfundible vigor seco con que él rubricaba cada uno de sus gestos. Lo veía entrar: la apostura imperial, reservada por el patriarcado a los varones, en cada paso; la gestualidad ritual que incluía el beso a la esposa y al hijo en un ademán inspirado por el afecto, acaso por el deber.

En el cálido clima de invitación al retorno que mi madre se había esforzado por crear, en cumplimiento de uno de los múltiples dictados que pesaban sobre las “perfectas casadas” del franquismo, mi padre se sentaba sobre el sillón orejero, como quien toma posesión de su trono, despojaba del plástico retractilado una de las cajetillas de tabaco rubio americano de contrabando que había adquirido en su viaje al quiosco (todo un signo de distinción, según su propia concepción de las cosas), y depositaba, sobre la mesa auxiliar del salón, algunas revistas. Entonces, yo, como el apasionado espectador que soy, me disponía, sencillamente, a observar, a observar cómo mi madre abandonaba, cada poco, la cocina, con sus aromas agrestes y sus guisos nobles, para acudir al salón, con cualquier pretexto que, en realidad, escondía el único propósito de mirar a mi padre, con la mirada arrobada, tierna y líquida del amor eterno, ese bien preciado que solo algunos consiguen y que casi siempre termina muriendo por unilateralidad e inanición.

Entretanto,  mi padre, que se había enfrascado en la lectura, entre volutas de humo y una curiosidad de hambre atrasada, sonreía, sardónicamente, mientras miraba las viñetas de ‘Hermano Lobo’, y leía, en ‘El Viejo Topo’, ciertos textos de pensamiento alternativo y transgresor, donde algún afamado pensador, que después condenaría agriamente la barbarie terrorista, defendía, por entonces, el romanticismo de la Facción del Ejército Rojo, ligando estas audaces visiones de la realidad con otras meditaciones en que se hacía depender la calidad democrática de los Estados del respeto a las garantías legales de sus respectivos sistemas penitenciarios. En ese contexto, los ángeles pasaron a tener, para mí, el aspecto de Andreas Baader (o de Clyde Barrow), y las hadas, el rostro de Ulrike Meinhof (o de Bonnie Parker).

Tal vez fueran las resonantes palabras de mi padre durante las cenas familiares, formuladas con la intención didáctica del diletante, las que me hicieron interpretar a los salteadores de bancos de la Gran Depresión, prófugos de la justicia, como perdedores en la lucha clandestina por la causa de la equidad social. Esa debió de ser también la razón de que todos ellos se unieran, en mi galería de antihéroes, a los protagonistas de los dramas carcelarios, y estos, por su parte, se constituyeran en una nueva perspectiva cinematográfica desde la que yo miraría, una vez más, la verdad, mi verdad. Probablemente, por todo ello, el tema de la privación de la libertad por causa penal estimuló, desde entonces, mi pensamiento y mi conciencia cívica, y me hizo reparar en el hecho de que el asunto ha sido siempre un yacimiento del que el cine ha extraído títulos memorables.

Enseguida me di cuenta de que, de todos los enfoques elegidos, el más numeroso es el de la denuncia política, donde caben desde la llamada de atención sobre la necesidad, moral y legal, de avanzar en la mejora del trato dispensado a los reos confinados en las cárceles (‘Soy un fugitivo’, 1932, de Mervyn LeRoy; ‘Fuerza bruta’, 1947, de Jules Dassin; ‘Sin remisión’,1950, de John Cromwell; ‘Brubaker’, 1980, de Stuart Rosenberg) hasta la denuncia por la conculcación de los derechos humanos por parte de regímenes políticos coercitivos y/o totalitarios (‘El expreso de medianoche’, 1978, de Alan Parker; ‘Salvador (Puig Antich)’, 2006, de Manuel Huerga), pasando por la exposición, carente de toda retórica, de un modelo de articulación social y de mentalidad, el de nuestro tiempo, que sanciona la desigualdad con la exclusión y la imputación del delito sin margen para la redención ni la reinserción (‘Bajo el peso de la ley’, 1986, de Jim Jarmusch; ‘Ariel’, 1988, de Aki Kaurismäki; ‘Pena de muerte’, 1995, de Tim Robbins; ‘Carandiru’, 2003, de Héctor Babenco).

Siempre me ha parecido que la gravedad de este género hace que, incluso cuando el tono elegido es la parodia, las películas suelen transitar por el terreno de la épica y la leyenda para no desmerecer de sus referentes “serios” (‘Toma el dinero y corre’, 1969, de Woody Allen; ‘O Brother, Where Art Thou?’, 2000, de Joel Coen). Son pocos los casos en que el asunto de la huida se constituye en núcleo, sin más (ni menos) ánimo que el de suscitar la suspensión y la intriga que produce el incierto desenlace de la propia evasión (‘El día de los tramposos’, 1970, de Joseph L. Mankiewicz; ‘Papillon’, 1973, de Franklin J. Schaffner; ‘Fuga de Alcatraz’, 1979, de Don Siegel).

Pero si hay un título que me sobrecogió de verdad, haciendo tambalearse mi construcción moral y el fondo donde yacen mi conciencia y mi sensibilidad, es ‘La evasión’ (1960) de Jacques Becker. Hoy me sigue pareciendo no solo una obra maestra, sino también un compendio del complejo discurso contenido en todos los títulos posteriores: del espíritu titánico y hasta irreverente (‘La leyenda del indomable’,1967, de Stuart Rosenberg), del poder de la inteligencia frente a la perversión (‘Cadena perpetua’, 1994, de Frank Darabont; ‘Un profeta’, 2009, de Jacques Audiard), del delgado límite entre la barbarie y el candor (‘La milla verde’, 1999, de Frank Darabont), entre la grandeza y la miseria (‘El experimento’, 2001, de Oliver Hirschbiegel), o entre la ética y el instinto de supervivencia (‘Hunger’, 2008, de Steve McQueen; ‘Celda 211’, 2009, de Daniel Monzón), y también de la evasión y la dignidad como estados de ánimo adquiridos con la perseverancia (‘La soledad del corredor de fondo’,1962, de Tony Richardson; ‘3000 Nights’, 2015, de Mai Masri).

El listado es amplísimo aun dejando fuera los títulos de series de televisión que han explotado el tema. Volveremos sobre ello… Pero esa es otra película.

Me encantaba sentir el regreso de mi padre a casa. Oía yo la fricción de la llave en la cerradura, con ese inconfundible vigor seco con que él rubricaba cada uno de sus gestos. Lo veía entrar: la apostura imperial, reservada por el patriarcado a los varones, en cada paso; la gestualidad ritual que incluía el beso a la esposa y al hijo en un ademán inspirado por el afecto, acaso por el deber.

En el cálido clima de invitación al retorno que mi madre se había esforzado por crear, en cumplimiento de uno de los múltiples dictados que pesaban sobre las “perfectas casadas” del franquismo, mi padre se sentaba sobre el sillón orejero, como quien toma posesión de su trono, despojaba del plástico retractilado una de las cajetillas de tabaco rubio americano de contrabando que había adquirido en su viaje al quiosco (todo un signo de distinción, según su propia concepción de las cosas), y depositaba, sobre la mesa auxiliar del salón, algunas revistas. Entonces, yo, como el apasionado espectador que soy, me disponía, sencillamente, a observar, a observar cómo mi madre abandonaba, cada poco, la cocina, con sus aromas agrestes y sus guisos nobles, para acudir al salón, con cualquier pretexto que, en realidad, escondía el único propósito de mirar a mi padre, con la mirada arrobada, tierna y líquida del amor eterno, ese bien preciado que solo algunos consiguen y que casi siempre termina muriendo por unilateralidad e inanición.