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‘Jackie’, de Pablo Larraín: duelo en Camelot

Su marido murió en su regazo con la cabeza reventada. Al otro lado de la pequeña pantalla, un país se quedaba huérfano contemplando el magnicidio. ¿Qué podía haber después de aquello? El delirante viaje emocional que hizo Jackie Kennedy (Natalie Portman), tras el atentado de Dallas en el que murió el presidente de los EEUU, John Fitzgerald Kennedy (Caspar Phillipson), es el complejo recorrido que realiza la última película de Pablo Larraín. Un director de cine chileno que sorprendió al mundo con la fantástica 'No' y que, en su primera incursión en el cine norteamericano, aborda la figura de un mito tal y como hizo en 'Neruda', huyendo de los mimbres trillados de biopic.

Larraín ha explicado que intentar reconstruir la personalidad de Jackeline Kennedy fue para él como lanzar una especie de órdago argumental a los espectadores. Fue hilvanando fragmentos de entrevistas, conversaciones, como la que compartió la mujer con Arthur Schlesinger, asesor de su marido y por supuesto le siguió la pista a los acontecimientos registrados por la historia. Sin embargo, la labor de investigación se habría quedado corta sin la aportación del guionista del film, Noah Oppenheim. Un hombre que ha sabido realizar un persuasivo ejercicio de imaginación.

La película muestra varios hilos conductores para colarnos en el duelo privado de la primera dama, en los acontecimientos que rodearon al magnicidio y en las obsesiones de una mujer  que, hecha jirones, intenta entender la tragedia que está viviendo. Por ejemplo, asistimos a la célebre entrevista que Jackie mantuvo tras el atentado con Teddy White, de la revista 'Life' (Billy Cudrup), un periodista empeñado en poner de relieve su figura de madre que consoló a los norteamericanos en el dramático lance de perder a su líder. La película desvela también las confidencias de Jackie con  un párroco católico (maravilloso John Hurt, en su penúltimo papel) al que abre su alma dejando a la vista la rabia reservada al marido desleal, el desgarro por sus hijos muertos (los desconocidos Arabella y Patrick) y las contradicciones infernales en las que un ser humano abatido por la tragedia puede verse atrapado.

Junto a estos planos narrativos, el espectador descubre momentos singulares.  Como el curioso duelo privado en el que la primera dama ‘se disfraza’, una y otra vez, de su imagen pública haciendo un repaso a su fondo de armario y dando buena cuenta del vino que había en la Casa Blanca. O esa tozuda rebeldía que manifestó cuando se negó a quitarse el célebre Chanel rosa manchado de sangre, mientras el vicepresidente Lyndon Johnson juraba su cargo en el Air Force One.

Natalie Portman no logró el Oscar a la mejor interpretación femenina, pero la suya fue una encarnación apasionada y compleja de un personaje en una encrucijada singular. La mirada perdida de la actriz, los pensamientos que se atropellan en un rostro que se desmorona por el dolor, la grandeza de la tragedia en su porte digno… Era un desafío suicida el que Larraín le puso por delante, pero la actriz supo estar a la altura del envite haciendo perfectamente creíble la esquizofrenia del personaje.

'Jackie' es una película con una fotografía y una estética muy bella y cuidada, bien construida en su estructura de laberinto. Sin embargo, existen bastantes instantes  en los que el espectador llega a mantener una educada distancia emocional con la primera dama. Hay algo en aquella Jackie de insistentes primeros planos y desconcertado rictus que no puede evitar perder rasgos de humanidad. Es como si la mujer que nos reflejan los cineastas, demasiado consciente de su mito, se empeñara en seguir en su pedestal y no pudiera mostrar su verdadera fragilidad o empatizar con el común de los mortales.

Quizás ella fue verdaderamente así, “tan real como interpretada”. Al fin y al cabo, ni siquiera supo vivir el dolor con el consuelo de la intimidad. Sintió la obligación de mostrarlo para la posteridad montando un arriesgado funeral de Estado que tenía que convertirse en el primer capítulo de una leyenda. Jackie quería que todo el mundo recordara el legado de John, pero también la época espléndida, dorada, de grandes fiestas y veladas culturales que llenaron de vida la Casa Blanca. Camelot en la era de la carrera espacial. Jackie no dejaba de soñar, pero “sin olvidar el sonido de la bala cuando a él le estalló en la cabeza”.

Su marido murió en su regazo con la cabeza reventada. Al otro lado de la pequeña pantalla, un país se quedaba huérfano contemplando el magnicidio. ¿Qué podía haber después de aquello? El delirante viaje emocional que hizo Jackie Kennedy (Natalie Portman), tras el atentado de Dallas en el que murió el presidente de los EEUU, John Fitzgerald Kennedy (Caspar Phillipson), es el complejo recorrido que realiza la última película de Pablo Larraín. Un director de cine chileno que sorprendió al mundo con la fantástica 'No' y que, en su primera incursión en el cine norteamericano, aborda la figura de un mito tal y como hizo en 'Neruda', huyendo de los mimbres trillados de biopic.

Larraín ha explicado que intentar reconstruir la personalidad de Jackeline Kennedy fue para él como lanzar una especie de órdago argumental a los espectadores. Fue hilvanando fragmentos de entrevistas, conversaciones, como la que compartió la mujer con Arthur Schlesinger, asesor de su marido y por supuesto le siguió la pista a los acontecimientos registrados por la historia. Sin embargo, la labor de investigación se habría quedado corta sin la aportación del guionista del film, Noah Oppenheim. Un hombre que ha sabido realizar un persuasivo ejercicio de imaginación.