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‘La llegada’, de Denis Villeneuve: horizontes inquietos
Somos suyos desde el principio. El cineasta canadiense Denis Villeneuve nos tiende una emboscada y nos hace prisioneros desde los primeros minutos de metraje. Unos instantes donde el público sufre una fuerte sacudida emocional, mientras asiste a la presentación del personaje protagonista: una mujer que ama intensamente y vive una tragedia. El prólogo cinematográfico nos hace comprender que estamos en otra parte; no vamos a ser meros espectadores de una película Sci-Fi convencional. En 'La llegada', efectivamente, existe una civilización extraterrestre que aparece en nuestro planeta, pero para conducirnos a un universo desconocido que habita dentro de nuestra realidad.
La trama nos sitúa en el momento en el que doce naves extraterrestres quedan suspendidas sobre el cielo de doce lugares diferentes de la Tierra. El ejército estadounidense pide ayuda a Louise Banks (Amy Adams), una prestigiosa lingüista, para comunicarse con los alienígenas y averiguar cuáles son sus intenciones en nuestro planeta. Banks intentará cumplir su compleja misión con la mente abierta y acompañada del científico Ian Donnelly (Jeremy Renner).
'La llegada' se basa en el relato de Ted Chiang, conocido como 'La historia de tu vida'. Villeneuve toma su argumento y se acerca a la ciencia-ficción, un género por el que siente devoción desde niño, para seguir haciendo de las suyas y hablarnos, en clave de metáforas, de un buen número de temas sugerentes. Cuestiones como el desgarro resignado de una madre o el lenguaje visto como un asidero que nos permite comprender nuestra existencia de una forma determinada. Asuntos como el aislamiento de un planeta intolerante, empeñado en seguir construyendo su Torre de Babel, o el paso del tiempo como invención humana de la que son esclavas, principalmente, nuestras emociones.
El cineasta canadiense tiene una capacidad prodigiosa para conmovernos y dejarnos en un estado de curioso desasosiego durante toda la aventura cinematográfica en la que nos embarca. Y siempre utilizando los fotogramas precisos. Se inmiscuye en la ciencia ficción como lo han hecho algunos de los más grandes creadores, con Kubrick a la cabeza, tomándolo como una experiencia siempre insondable. Como si fuera una puerta abierta a un sinfín de territorios posibles, de horizontes inquietos que nunca terminan de ser explorados.
Un lugar donde la imaginación puede adoptar cualquier arriesgada forma, como la fisonomía ‘gótica’, con aire de pesadilla infantil, que presentan los alienígenas de la película que abordamos. O puede ser una coartada perfecta para atrevernos a soñar con una humanidad que alcanza algunas de sus conquistas más esquivas. La ciencia-ficción es un género lleno de posibilidades si cae en manos de un cineasta brillante y lúcido, tan creativo como para romper con el concepto tradicional de ‘flashback’ y además, jugar con los saltos en el tiempo sin desconcertarnos, como si formara parte de nuestro itinerario habitual como espectadores.
La película, eso sí, puede decepcionar a más de uno por la manera utópica, incluso ‘naif’, que tiene de resolver su trama. Aunque más allá de su literalidad, hay algo en su final que conmueve por su fuerza emocional. Quizás tenga algo que ver con el hecho de que la historia se cierra jugando a los espejos enfrentados para dejar reflejada, en la memoria de los espectadores, un hermoso ‘palíndromo’ (esa palabra o frase que puede leerse igual de izquierda a derecha o de derecha a izquierda). Una imagen y una situación libre de nostalgias y recuerdos, en un estado de rebeldía fascinante con todo aquello que construye y define nuestra realidad.