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La mujer fatal en el cine (II): un cliché roto entre la severidad y la ternura

Arrebujado entre mantas, con un pijama de franela, calcetines de lana, y el estómago porfiando por asentar un vaso de leche caliente con un fondo de miel y una copa de brandy, yacía yo en una de las alcobas de la casa de mi abuela, a la espera de que la suma de todos estos remedios de medicina consuetudinaria me hicieran superar lo que, sumariamente, se me había diagnosticado como un “enfriamiento”. La fiebre y el pastoso aroma del café proveniente del cuarto del fondo convirtieron mis pensamientos en alucinaciones.

Las mujeres de mi realidad se sumaron a las mujeres de mi ficcionalidad, pero la adición me ofreció una resultante femenina que vi bastante amenguada y fuera de foco. La Sigrid del Capitán Trueno o la Claudia del Jabato me parecían tan ensombrecidas como Lois Lane, Mary Jane Watson, Selina Kyle, Betty Ross, Carol Ferris y hasta Sue Storm, la mujer invisible (todo un pleonasmo). Pensé que estos arquetipos de heroínas (la mayoría, parejas de superhéroes) estaban aquejadas por el mal del desprecio y del estigma que la mujer ha padecido a lo largo de la historia tanto en el mito como en el logos.

Sumidas en la oscuridad del cuarto del fondo, degustando el café de puchero de mi abuela, sentadas en torno a la mesa de formica, se me apareció la despechada reina Inana, rechazada por Gilgamesh; junto a ella, Dido, abandonada por Eneas, hablaba con Helena de Troya y con Medea sobre la inconstancia del temperamento masculino. En otro extremo de la mesa, Eva y Pandora reivindicaban la curiosidad y el derecho al saber. A continuación, Circe, Calipso, las sirenas y las amazonas prohijaban a la prostituta de Babilonia, mientras escuchaban las razones de Llilith, Betsabé, Judith, Salomé y María Magdalena para constituir una liga justiciera en defensa de la mujer maltratada.

Finalmente, Cleopatra trufaba ideas propias en su lectura de un discurso redactado por Mata Hari, que contenía subversivas consignas contra la sumisión femenina a la autoridad del varón sancionada por el Código de Hammurabi. La reina egipcia, auxiliada por la espía en labores de gabinete, se dirigía a un grupo de discípulas fervorosas entre las que se encontraban las monjas pioneras del primer corpus budista en lengua pali, Rama y Sita, salidas del Ramayana de Valmiki, y, junto a ellas, todas las brujas que ardieron en la hoguera desde la Edad Media hasta las puertas de la Edad Contemporánea. En esta espiral, me quedé dormido.

Como nunca me he fiado de la verosimilitud de los despertares, en cuanto pude volver a valerme por mí mismo, regresé al cine. Porfié en mi idea de la liberación de la mujer a través de la ficción y comprobé cómo, a comienzos de los años cuarenta, Mary Astor hizo una de las primeras y más impactantes aportaciones a la grey de la mujer fatal propiamente dicha, donde el plano de apariencia de pureza y candor contrastaba, perversa y morbosamente, con su verdadera naturaleza de asesina sin escrúpulos en ‘El halcón maltés’ (1941), de John Huston. Ese era el hábitat en el que se movería, con ademanes felinos y películas inolvidables, Lauren Bacall (‘Tener y no tener’, 1944, y ‘El sueño eterno’, 1946, ambas de Howard Hawks; ‘La senda tenebrosa’, 1947, de Delmer Daves; ‘Cayo Largo’, 1948, de John Huston). Con un punto de siniestra seducción arácnida, Barbara Stanwyck me salió al paso en su papel de Phyllis Dietrichson (curioso patronímico en un apellido que parece hacer a la Stanwyck hija de una Dietrich que solo podía ser Marlene) en la maravillosa ‘Perdición’ (1944), de Billy Wilder. Ese mismo poder para manejar la voluntad masculina con un sutil batir de pestañas es el que parecía tener Lana Turner en ‘El cartero siempre llama dos veces’ (1946), de Tay Garnett.

Siempre recordaré aquel relámpago con apariencia de escalofrío que me recorrió al ver, por primera vez, el aspecto indefinible de Gene Tierney, entre el candor y el instinto atávico, en ‘Laura’ (1944), de Otto Preminger, y ‘Que el cielo la juzgue’ (1945), de John M. Stahl, en clave de melodrama. Fue la misma sensación que me produjo el encuentro con ese animal escénico que fue Ava Gardner, a quien Robert Siodmark supo captar con todos sus matices y sugerencias en ‘Forajidos’ (1946).

A partir de entonces, la mujer fatal, como antonomasia de la complejidad de su sexo, no podría ser reducida a un cliché; maravillosas demostraciones de ello me parecieron la cavernosa voz de Lizabeth Scott (‘Callejón sin salida’, 1947, de John Cronwell); el mito quintaesenciado de la mujer fatal que fue Rita Hayworth (‘Gilda’, 1946, de Charles Vidor; ‘La Dama de Shanghái’, 1947, de Orson Welles), el misterio insondable de la feminidad de Yvonne De Carlo (‘El abrazo de la muerte’, 1949, de Robert Siodmack), esa mirada inconfundible, entre la severidad y la ternura (apoyada en un ligero estrabismo que subrayaba su misterio), de Virginia Mayo (‘Al rojo vivo’, 1949, de Raoul Walsh).

Todas ensancharon muchísimo los límites, cada vez más desdibujados por su amplitud, de la psicología femenina. Con ello, el cine seguía ofreciendo figuras apasionantes, con una capacidad de sugestión tal que las eximía del juicio condenatorio que cabría esperar de su escasez de escrúpulo; tal fue el caso de Anne Baxter en ‘Eva al desnudo’ (1950), dirigida por Joseph Leo Manckiewicz; o de Gloria Swanson, que cultivó esa imagen tan suya, de tiránica suficiencia apoyada en una mirada de cristal, que la acompañó durante todo un brillante itinerario en la época del mudo, de la mano, sobre todo, de Cecil B. de Mille, y que volvería a exhibir, en una especie de maravilloso canto del cisne, en ‘El crepúsculo de los dioses’ (1950), de Billy Wilder. Particular emoción me despertó la figura de Ida Lupino, que fue pionera como directora de una película de género negro ‘The Hitch-Hiker’ (1953) y que previamente protagonizaría ‘La pasión ciega’ (1940), de Raoul Walsh.

Me encanta pensar -un poco ingenuamente; lo sé- que esa conquista que supone el emplazamiento tras la cámara de la mujer que pasa de intérprete a creadora fue el detonante para que siguieran surgiendo otros muchos papeles de mujeres fatales, absolutamente cautivadoras. Al conjunto creciente se incorporaría Gloria Grahame, en películas portadoras del signo trágico tan identificativo de Fritz Lang (‘Los sobornados’, 1953; y ‘Deseos humanos’ ,1954). El propio Lang se apoyaría en la aparente (y fascinante) fragilidad de Joan Bennett como mujer fatal para ofrecer algunos de los mejores títulos del género negro de la historia: ‘La mujer del cuadro’ (1944), ‘Perversidad’ (1945) y ‘Secreto tras la puerta’ (1948).

Felizmente, en la década de los cincuenta, el flujo continuó con presencias como la de Joan Crawford, que explotó su mirada aquilina y los rincones oscuros de su vida privada para proyectar un personaje que repitió una y otra vez, con independencia del género y de las exigencias del guion (ejemplo de ello, ‘Una mujer peligrosa’, 1952, del artesano Felix E. Feist), o la de Marilyn Monroe en ‘Niágara’ (1953), de Henry Hathaway, con esos matices que la hicieron, siempre magnéticamente inclasificable, o Dorothy Malone, arquetipo de la mujer fatal por sus ademanes y por su físico, que, sin embargo, ha perdurado, en mi memoria, por un melodrama: ‘Escrito sobre el viento’ (1956), de Douglas Sirk.

Estatuto propio dentro de estas mujeres que hicieron de la perversión su arma de lucha personal y/o social tiene Sue Lyon, la ‘Lolita’ (1962) de Stanley Kubrick. Audrey Hepburn se movió, siempre, en ese espacio indefinido entre la fragilidad vulnerable y una suficiencia arrogante capaz de destrozar los corazones más duros e insensibles (‘Desayuno con diamantes’, 1961, de Blake Edwards; ‘Charada’, 1963, de Stanley Donen). Angie Dickinson se me mostró majestuosa y leonina en ‘Código del hampa’ (1964), de Don Siegel. Inolvidable como icono de toda una actitud vital, me parece Faye Dunaway, con sus ademanes andróginos y sus muy estudiadas referencias freudianas en ‘Bonnie y Clyde’ (1967), de Arthur Penn.

En los años 80, la figura de la mujer fatal siguió desarrollándose con encarnaciones plenas de sofisticación, clase, ingenio y presencia seductora, que son los rasgos que definen a Kathleen Turner en ‘Fuego en el cuerpo’ (1981), de Lawrence Kasdan, con una envolvente y enigmática belleza que parece quedar al margen de la línea que separa el bien del mal. En la oscilación entre la realidad y el sueño, hallé a Isabella Rossellini en ‘Terciopelo azul’, 1986, de David Lynch, y, proveniente del mismo Jardín del Edén, intentando subsistir en el exilio monacal del infierno, encontré a Valentina Vargas en ‘El nombre de la rosa’ (1986), de Jean-Jacques Annaud. Por desgracia, el salvaje conductismo de Kasdan, el apasionante mundo onírico de Lynch, y el revisionismo del relato policíaco y negro de Annaud y Eco dejaron el género al borde de la chabacanería; tan solo era necesaria otra vuelta de tuerca para que fuéramos arrojados a la grosería y la estulticia.

Y, pese a que recibiría aún alguna valiosa aportación, como la de Annette Bening en ‘Los timadores’ (1990) de Stephen Frears, la figura de la mujer fatal se vio seriamente amenazada con parodias tan burdas como las protagonizadas por (la, por otra parte, fantástica) Glenn Close (‘Atracción fatal’, 1987, de Adrian Lyne), Sharon Stone (‘Instinto básico’, 1992, de Paul Verhoeven) a la que siguieron un listado de títulos perfectamente olvidables como ‘Mujer blanca soltera busca...’ (1992), de Barbet Schroeder; ‘La mano que mece la cuna’ (1992), de Curtis Hanson; ‘Acoso’ (1994), de Barry Levinson;  ‘Jade’ (1995) de William Friedkin; ‘Entre las piernas’ (1999), de Manuel Gómez Pereira y un etcétera casi tan largo y poco estimulante como el chorreo incesante de telefilmes que pueblan las anodinas sobremesas de los domingos.  Tal vez, de este listado inmundo, quepa salvar a Linda Fiorentino en ‘La última seducción’ (1994), de John Dahl, y a Rosamund Pike en ‘Perdida’ (1914), de David Fincher.

Entretanto, en el cine europeo, los jóvenes maestros de la Nouvelle Vague francesa, desde los años cincuenta, hicieron propio el hallazgo de un eterno femenino cuyo mayor atractivo residía en su inteligencia (Simone Signoret, Vera Clouzot, Brigitte Bardot, Jean Seberg, Anouk Aimée, Catherine Deneuve, Anna Karina, Monica Vitti…). Sin embargo, para entonces, la imagen de la mujer en el cine del viejo continente evolucionaba con una complejidad y una hondura que iba mucho más allá del cine negro y de la ‘femme fatale’… Pero esa es otra película.

Arrebujado entre mantas, con un pijama de franela, calcetines de lana, y el estómago porfiando por asentar un vaso de leche caliente con un fondo de miel y una copa de brandy, yacía yo en una de las alcobas de la casa de mi abuela, a la espera de que la suma de todos estos remedios de medicina consuetudinaria me hicieran superar lo que, sumariamente, se me había diagnosticado como un “enfriamiento”. La fiebre y el pastoso aroma del café proveniente del cuarto del fondo convirtieron mis pensamientos en alucinaciones.

Las mujeres de mi realidad se sumaron a las mujeres de mi ficcionalidad, pero la adición me ofreció una resultante femenina que vi bastante amenguada y fuera de foco. La Sigrid del Capitán Trueno o la Claudia del Jabato me parecían tan ensombrecidas como Lois Lane, Mary Jane Watson, Selina Kyle, Betty Ross, Carol Ferris y hasta Sue Storm, la mujer invisible (todo un pleonasmo). Pensé que estos arquetipos de heroínas (la mayoría, parejas de superhéroes) estaban aquejadas por el mal del desprecio y del estigma que la mujer ha padecido a lo largo de la historia tanto en el mito como en el logos.