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La mujer fatal en el cine (I): Theda Bara, Mae West y la mala conciencia del patriarcado

Al otro extremo del corredor, había un cuarto, opaco, frío, con una única fuente de luz: un ventanuco que comunicaba con un patio de corrala. Bajo ese pobre lucernario, una mesa de formica desvencijada, rodeada de sillas de anea. Sobre la pared, un vasar con potes y tazas de metal esmaltado. Manaba el aroma del café de puchero desde el fondo de aquel cuchitril junto con los diálogos musitados, las risas ahogadas, los llantos estoicamente contenidos… Eran mis tías, las vecinas, mi abuela, mi madre, la fratría femenina, reunida en aquel rincón de la casa familiar que, como comprendí más tarde, era la habitación propia que Virginia Woolf reclamaba como condición para la emancipación y la plena afirmación de la mujer.

Se recluían allí porque nadie parecía contar con ellas en un mundo homogéneamente masculino. Por eso, aquellos largos cafés de buena mañana tenían el sello de un conciliábulo estéril. A ellos, era yo episódica y anómalamente invitado cuando algún achaque, real o fingido, me impedía asistir a clase. Eso me permitía intuir, más que percibir, desahogos, signos de solidaridad, ternuras insatisfechas, dulzuras represadas. Eran, sobre todo, mensajes quejumbrosos, expresados, únicamente, en la tácita esfera de la intimidad, y causados por una subsidiaridad históricamente arrastrada por el solo hecho de que, quienes los emitían eran mujeres. Y, sin embargo, su papel era decisivo. Sin ellas, solo había caos; sin ellas, todo era desdeñoso y violento. Su presencia garantizaba el hilo invisible que tejía una cosmovisión en la que cabían las emociones y la inteligencia, la razón y el corazón, que contrastaba (abiertamente) y confrontaba (sutilmente) con quienes solo sabían hacer las cosas por cojones.

Ellas eran las hadas que sostenían, con su magia, la esperanza; eran los ángeles que custodiaban la seguridad y la mentira del valor que la mayor parte de sus correlatos masculinos no tenían más allá de la vanidad; eran las náyades y las nereidas que satisfacían, con el acatamiento del amor, los dictados de los faunos; eran las walkirias que ganaban las guerras y, a continuación, elegían un recatado segundo plano para que fueran otros los depositarios de la rendición de honores. Su abnegado papel hacía, de la vida, una película digna de ser vista y, de la realidad, una vivencia que merecía la “revolución silenciosa” que todas las mujeres han dirimido -y dirimen- lenta, dolorosa y laboriosamente, por la conquista de su propia dignidad, por la conquista de un imperio que sustituya la opacidad de un cuarto oscuro por la luminosidad esperanzada de una auténtica habitación propia.

Estas reflexiones me hicieron recalar en el cine negro norteamericano, donde me encontré con heroínas fuertes e inteligentes, comparsas díscolas en un mundo patriarcal, que protagonizaron la insurrección del ingenio en contra de unos personajes masculinos que la corriente psicológica del conductismo había contribuido a dibujar con perfiles carentes de vida espiritual más allá de los instintos. De este modo, ellas, embutidas en sus faldas de tubo, aprovechaban para manejarlos a ellos y lograr, así, una emancipación, por vía de la perversión, que, de otro modo, las hubiera condenado a un papel secundario en el mundo doméstico y, en todo caso, a la sumisión esperada de su condición femenina.

Nunca se ha criticado que la mujer, en el cine negro, sea, frecuentemente, un personaje desalmado y pragmático, porque la mala conciencia del patriarcado y la vergüenza de una sensibilidad inferior no resistirían la crítica de quien, de manera tal vez poco ortodoxa, hizo avanzar los derechos civiles, ensanchando, paradójicamente, con el crimen, el discurso de la igualdad.

En mis primeros pasos por este camino, una vez más atestigüé que las fuentes del cine de Hollywood manaban en la Europa de las vanguardias artísticas: los antecedentes de la mujer fatal del cine negro americano había que buscarlos en la figuras de Asta Nielsen (‘El abismo’, 1910, de Urban Gad); Pola Negri, recurrente presencia femenina en los dramas históricos de Lubitsch (‘Madame DuBarry’, 1919; ‘El gato montés’, 1921); Louise Brooks (‘La caja de Pandora’, 1929, de Georg Wilhelm Pabst).

Incluso los antecedentes americanos de la época del mudo tenían un tinte europeo, como el de Theda Bara (‘Cleopatra’, 1917, de J. Gordon Edwards), Mae Murray (‘La viuda alegre’, 1925, de Erich von Stroheim), y, por supuesto, la Marlene Dietrich de ‘El ángel azul’ (1930) de Josef von Sternberg, película que representa una transición entre los personajes de las vampiresas europeas y las mujeres fatales del cine americano. En todo caso, jamás dejaría de estar presente el legado fílmico del viejo continente en la gestación y evolución de esa figura femenina enigmática, tan atrayente como amenazadora, que se iniciaría con una de las imágenes más imponentes de la historia del arte escénico, la de Greta Garbo, en ‘Mata Hari’ (1931) de George Fitzmaurice.

Siguiendo la línea evolutiva del tiempo, me encontré con Heddy Lamar, producto interpretativo del universo expresionista de Max Reinhardt, que, con apenas 18 años, protagonizó el primer desnudo integral de la historia del cine en ‘Éxtasis’ (1933), de Gustav Machatý, un episodio prescindible que ella supo emplear en beneficio propio, promocionando su imagen de mujer fatal para abrirse camino en el estrellato de Hollywood y en el legendario universo de las mujeres liberadas, que atraían mucho más por el misterio de lo que sugerían que por la evidencia de lo exhibido.

A ese mismo tren supo subirse Mae West, arquetipo de la ‘flapper’ (término debido a Francis Scott Fitzgerald), que había heredado la condición de ‘baby vamp’ desde la adolescencia, y que alimentó, más tarde, con una personalidad desinhibida, con continuas referencias a una liberación sexual femenina tan inopinada en su tiempo como difícil de aceptar por la rigidez moral que derivaría, poco después, en el código Hays. Ella sola, como persona, había contribuido, poderosamente, a afianzar ese personaje que sería recurrente en el cine americano posterior.

Jean Harlow supo seguir la estela de Mae West: la de la mujer fatal más por su aspecto y por su fama que por sus títulos fílmicos, que compuso, consigo misma, el arquetipo de la rubia platino con el que invadiría, por completo, el imaginario colectivo hasta la aparición de Marilyn Monroe. Con ellas, el camino del corredor de la casa de mi abuela que conducía al cuarto del fondo, había quedado desbrozado para que, a él, se incorporara Myrna Loy, en ‘El enemigo público número 1’ (1934), dirigida por W. S. Van Dyke, y para que habilitara, con ello, el espacio propio del cine negro, que irrumpiría, con identidad inequívoca, en la década posterior… Pero esa es otra película.

Al otro extremo del corredor, había un cuarto, opaco, frío, con una única fuente de luz: un ventanuco que comunicaba con un patio de corrala. Bajo ese pobre lucernario, una mesa de formica desvencijada, rodeada de sillas de anea. Sobre la pared, un vasar con potes y tazas de metal esmaltado. Manaba el aroma del café de puchero desde el fondo de aquel cuchitril junto con los diálogos musitados, las risas ahogadas, los llantos estoicamente contenidos… Eran mis tías, las vecinas, mi abuela, mi madre, la fratría femenina, reunida en aquel rincón de la casa familiar que, como comprendí más tarde, era la habitación propia que Virginia Woolf reclamaba como condición para la emancipación y la plena afirmación de la mujer.

Se recluían allí porque nadie parecía contar con ellas en un mundo homogéneamente masculino. Por eso, aquellos largos cafés de buena mañana tenían el sello de un conciliábulo estéril. A ellos, era yo episódica y anómalamente invitado cuando algún achaque, real o fingido, me impedía asistir a clase. Eso me permitía intuir, más que percibir, desahogos, signos de solidaridad, ternuras insatisfechas, dulzuras represadas. Eran, sobre todo, mensajes quejumbrosos, expresados, únicamente, en la tácita esfera de la intimidad, y causados por una subsidiaridad históricamente arrastrada por el solo hecho de que, quienes los emitían eran mujeres. Y, sin embargo, su papel era decisivo. Sin ellas, solo había caos; sin ellas, todo era desdeñoso y violento. Su presencia garantizaba el hilo invisible que tejía una cosmovisión en la que cabían las emociones y la inteligencia, la razón y el corazón, que contrastaba (abiertamente) y confrontaba (sutilmente) con quienes solo sabían hacer las cosas por cojones.