RESEÑA

Cuenca-Japón, una relación sorprendente

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Un par de exposiciones paralelas reviven estos días en dos de las sedes de la conquense Fundación Antonio Pérez –la originaria de la institución en la capital de la provincia y la que, bajo el nombre de Museo de Obra Gráfica, se ubica en la villa manchega de San Clemente– la más que peculiar interacción histórica de dos artistas japoneses, a su vez relacionados a partir de un determinado momento entre sí, con la historia del arte en la Cuenca contemporánea.

Una es la que, bajo el título de 'Esa otra (y extraña) belleza' exhibe en la primera de esas sedes, la asentada en el edificio de las antiguas Carmelitas en Cuenca, la trayectoria artística del pintor Kozo Okano (Kurashiki 1940-Cuenca 2003) que llegara a la ciudad a finales de los años sesenta del pasado siglo de la mano del asimismo pintor Luis Martínez Muro y del creador del Museo de Arte Abstracto Fernando Zóbel para asentarse en ella.

La otra, titulada 'Espacio infinito', de su compatriota Keiko Mataki (Miyakonojō,1952), una artista que también se afincaría en la ciudad aunque años más tarde, ya en la década de los ochenta, para acabar siendo al cabo de algún tiempo su pareja, y que ha también ha residido en la capital conquense alternando sus estancias en ella con otras en su país de origen, muestra que en su caso se exhibe, cual quedó apuntado, en el citado Museo de Obra Gráfica de la villa sanclementina.

Un hecho insólito

Quizá hoy, en este nuestro tan globalizado universo no lo sería tanto, pero en verdad que el establecimiento en la Cuenca de los sesenta del pasado siglo de un artista plástico japonés como Kozo Okano –una presencia a la que poco después se uniría, si bien por un periodo más breve, la de otro compatriota –Mitsuo Miura (Iwate, 1946)– no dejaba de ser un hecho bastante insólito.

Un hecho, eso sí, más que relacionado, como tantos otros en la ciudad en esos momentos, con la figura del pintor y mecenas hispano-filipino Fernando Zóbel que en 1966 había abierto en ella, en el edificio de sus restauradas Casas Colgadas, las puertas de su Colección de Arte Abstracto Español y con ello había colocado a la pequeña capital provinciana de la gris España franquista en la agenda no ya nacional sino incluso internacional del arte contemporáneo, propiciando de paso y de forma paralela, una verdadera y más que fructífera convulsión en su realidad sociocultural.

Porque fue el caso que aquel joven japonés que allá en su país natal se había sentido atraído sobremanera tanto por la obra del Bosco como por la de los artistas clásicos españoles e italianos de la colección del madrileño Museo del Prado, que ello le había impelido a viajar –otoño de 1965– a la capital de nuestro país donde, por cierto, se iba a encontrar con su antes mencionado compatriota Mitsuo Miura con quien cuatro años después, a finales de 1969, expondría sus dibujos en la galería Egam4– y en la que iban a tener lugar, como con todo lujo de detalles narra Alfonso de la Torre en uno de sus excelentes textos en el catálogo de la muestra del artista que propicia esta crónica, una serie de encuentros sucesivos con el asimismo ya nombrado Fernando Zóbel, encuentros que serían determinantes para su definitivo asentamiento en Cuenca, una Cuenca que, recogiendo las propias palabras de de la Torre, en ese momento “se encontraba en su edad de oro”.

El primero de esos encuentros tenía lugar en mayo de 1967 en el tablao madrileño “Zambra”, el segundo poco más de un año después, en  julio del 68, cuando Zóbel acude a una exposición de dibujos de Okano en la galería Seiquer y ya allí le habla de Cuenca. Okano, comenzaría ese año a residir en Toledo la ciudad donde vivía su amigo el pintor suizo Harold Gamper‒Fischer “Aroldo”, en la que permanecería afincado durante los primeros meses del siguiente 1969 y en la que expondría obra en una muestra tras cuya contemplación el también artista conquense Luis Martínez Muro le iba a ofertar mostrar sus dibujos en la Sala Honda de Cuenca, la ciudad donde asimismo residía otro creador plástico, el vasco Bonifacio Alonso, con el que también había mantenido ya contacto.

Iba a ser justo en esos momentos, concretamente en junio de ese año, cuando, como precisa de la Torre, “son Fernando Zóbel y Antonio Lorenzo quienes se encuentran, y el primero recuerda que, marchándose Lorenzo de Cuenca, podrá Okano llegar a la ciudad, abandonar Toledo y utilizar ese verano su estudio en la calle de San Pedro”. Y dicho y hecho: como sigue precisando de la Torre en el mencionado catálogo de la actual muestra en la Antonio Pérez del japonés: “un par de días después, tiene lugar un lunch de Zóbel con Okano y Bonifacio Alfonso (…) sucediéndose varios encuentros, el viaje a Madrid del 28 de julio lo hacen juntos Okano y Zóbel y, en la tarde, se reúnen en casa de éste (…) encontrándose con Cristóbal Hara y Bonifacio Alfonso (…) vuelven a reunirse en Cuenca, esta vez en casa de Bonifacio Alfonso, es el 14 de octubre de ese feral 1969”.

Una ciudad y una sensibilidad artística

Cuenca y Okano, Okano y Cuenca, una ciudad que tanto para el hombre como para su hacer plástico resultaría fundamental. Así lo constataría él mismo: “Cuenca fue esencial. En Cuenca podía aislarme de todo (…) he podido encontrarme conmigo mismo e introducirme en mi ser más profundo”, una afirmación que quedaba remachada cuando, en el brindis inaugural, en 1970, de la que ya sería su casa definitiva en la ciudad, en el peculiar barrio de San Martín de su casco histórico, aseguraba: “cualquier punto del Universo puede ser su centro, y creo he hallado el mío”. Una ciudad en la que va vivir y trabajar cual un ermitaño como –vuelvo a recurrir a de la Torre– “reiterará en sus escasas entrevistas: elogio del aislamiento, silencio y el paseo por los hocinos de los ríos para encontrarse con la naturaleza y, desde allí, hallar la inspiración de retorno” para crear una obra sumamente personal y alejada de cualquier influencia –“no me gusta conocer a otros pintores, de hecho no tengo en cuenta a ninguno cuando pinto. La pintura ha de ser personal, porque es parte de uno mismo” –; una obra, sigo robándole texto, y que me perdone el abuso, a de la Torre, creadora de un “mundo minucioso con un ritmo absolutamente diferente que aparece ante nosotros como un espacio absoluto, un universo que no podría sino ser llamado poesía”.

Una ciudad en la ya iba a transcurrir el resto de su vida salvo un retorno temporal, en 1970 y 1971, a su Japón natal en el que también expondría en 1989, 1991 y 1998, y en la que también, concluida su relación con su anterior mujer, Hiromi Taga, conocería a otra compatriota, la también artista plástica Keiko Mataki que, llegada en 1984, se convertiría, un cierto tiempo después, en su nueva pareja sentimental en una relación que persistiría hasta el fallecimiento del pintor el 26 de octubre de 2003. Una Keiko Mataki que es quien junto a Alfonso de la Torre ha comisariado la exposición  de Okano a la par que a su vez, también conjuntamente con el crítico, presenta esa otra muestra de obra gráfica propia también citada en la villa de San Clemente. 

Una historia que se repite 

Más joven que Okano, Keiko Mataki, nacida en Miyakonojō, provincia de Miyazaki,  en 1952, con estudios de Bellas Artes en Japón y España y en la Escuela de Cerámica de La Moncloa, llega a Cuenca y, al igual que ocurriera con quien algún tiempo después, como quedó recién dicho, iba a ser su pareja, elige afincarse en ella y en ella iba a seguir tras el fallecimiento de su compañero y en ella continúa residiendo aunque alternando estancias y presencias con su país de procedencia. Artista enormemente versátil, algo palpable en la infinidad de soportes y técnicas de trabajo que utiliza, desde el papel o la obra gráfica a la madera, el cemento, la escayola u objetos, une a sus trabajos como pintora e ilustradora la realización de espacios urbanos tanto en España como en su país de procedencia, cual, por citar un par de ejemplos, el puente Hokusen en su natal Miyakonojō o la plaza Taiyo en Cuenca, por desgracia esta segunda bien necesitada hoy de una segunda reparación de algunos de sus elementos tras la ya hace tiempo anteriormente llevada cabo que le devuelva todo el chispeante y lúdico gracejo con el que fue diseñada.

Por cierto que esa alternancia de espacios existenciales y de su paralelo estar plástico en nuestro país y su Japón natal ha hecho que se haya convertido en un personal puente vivo entre las culturas española y nipona, como quedó significativamente plasmado  en su designación como embajadora cultural de Cuenca en Tokio en febrero de 2016, el año en que precisamente la capital conquense conmemoraba el vigésimo aniversario de su designación por la UNESCO como Ciudad  Patrimonio de la Humanidad, protagonizando una serie de actos y presentaciones en la propia Cuenca, en Madrid, en Tokio  y en su natal Miyakonojō.

La obra tanto pictórica como gráfica de Mataki, una obra que destaca por una potencia cromática muy particular que frecuentemente apuesta por colores ácidos, se muestra alejada de la figuración aún cuando se inspire en ocasiones en elementos de la naturaleza y que se despliega más cerca de lo geométrico que de lo orgánico encontrando en la abstracción la vía más adecuada para experimentar y crear –y vuelvo con ello a poner de manifiesto ese peculiar vínculo que une en la obra de estos dos creadores lo occidental y lo oriental con Cuenca y Japón como sus concretos elementos decantadores– conformando  una pareja reunida, y torno también, impenitente culpable, a aprovecharme del decir de Alfonso de la Torre,  “en el lirismo y sutileza en su quehacer (…) artistas de la reserva en sí de lo visible”. Una obra en el caso concreto de Mataki que si bien ambivalea entre occidente y oriente, se sustenta a su vez en un “sustrato de ambigüedad y enigma, equilibrio o armonía” permanentemente presente en sus realizaciones, sean pinturas, obra gráfica, cerámicas, alfombras, kimonos, medallas, colaboraciones teatrales o sus mencionadas intervenciones en el espacio público.

Dos exposiciones y un vídeo

Diferentes tanto por su conformación como tales muestras –la de Okano es una antológica compuesta por un total de cincuenta y seis obras realizadas entre 1968 y 2002, la de Mataki presenta una colección de obra estampada desde 1974 a 2024 integrada por estampas y dibujos de sus libros  y trabajos en diversos soportes pictóricos–, cuanto, lógicamente, por las diferenciadas concepciones artísticas de sus protagonistas, las exposiciones de Okano y Mataki quedan sin embargo enlazadas tanto por esa ya en este texto reiterada condición de haber sido pareja sentimental como por el también ya señalado hecho de que sea la propia Mataki quien, en conjunta labor con Alfonso de la Torre, haya abordado su curadoría.  

Si en la primera bien claro queda esa alianza entre la tradición oriental y el camino de la abstracción que late en la obra okaniana –ya en su día el mencionado Mitsuo Miura habló de que al contemplar sus realizaciones “parecía que estaba viendo alguna pintura clásica japonesa traducida en abstracto” –, en la segunda, que incluye junto a toda una serie de grabados, litografías, y tallas en madera la plancha de aguafuerte más grande de las por la artista realizada, no sólo se pueden constatar la amplia panoplia de intereses de una creadora enormemente dúctil también ella a caballo entre su cultura de origen y la occidental contemporánea.

Ambas muestras –que se complementan con un video de unos diez minutos de duración que bajo el título de “Uno más una en Cuenca” da testimonio de la convivencia de la pareja en su compartido hogar en la ciudad y su doble relación con ella– permanecerán abiertas respectivamente en la capital conquense y en San Clemente hasta el 29 del próximo septiembre.