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La cobardía que sobra en España se complementa con la valentía de otros países

Debatir sobre cómo dignificar los procesos del fin de las vidas es un acto de valentía. Pero no olvidemos que los políticos son también personas, aunque muchos dudemos de su capacidad de empatía una vez se escudan tras los muros de sus protegidas moradas. Ellos también mueren, aunque seguramente mucho mejor que cualquier ciudadano de a pie. Pero en definitiva no hay que negar que tienen que salvar varios muros para poder gobernar de una forma acorde a lo que la sociedad les demanda.

El primero de ellos es su propio tabú hacia la muerte. El segundo es el tabú cultural judeocristiano, compartido por una gran comunidad de personas en forma de ideario común, y que tradicionalmente ha matizado de una manera muy decisiva a la muerte (siendo algo a evitar por cuanto supone “el juicio final”). El tercero, y el más reprochable de todos por cuanto de cobardía implica, es el tener que saltar el insalvable muro que les aleja de los ciudadanos, las personas para las que gestionan, y acercarse a su “día a día”, a sus historias de sufrimiento, a su tristeza, a su impotencia. En definitiva, ponerse en el lugar del otro, escuchar a las personas afectadas.

Pero hay uno más, el cuarto, el más vergonzoso si cabe: el “dividendo político”. Las consecuencias electorales futuras que tendrá el aprobar una ley efectiva de muerte digna que permita, en determinadas circunstancias y bajo determinados requisitos, las prácticas eutanásicas.

Pero incluso si por esa cobardía que ya parece intrínseca de una clase determinada no desean escuchar a las personas, pueden escuchar a la ciencia que, salvo en determinadas circunstancias, suele decir verdades. En la gran mayoría de estudios, la información es mostrada en clave de datos; elementos de juicio superficialmente fríos. Por decir algunos, unos años atrás, tanto el Centro de Investigaciones Sociológicas (organismo dependiente directamente del Gobierno de España) en dos ocasiones (2002 y 2009), como la Organización de Consumidores y Usuarios (organismo independiente) también en dos ocasiones (2000 y 2007), ambas prestigiosas entidades, hicieron públicos los resultados de sus estudios sociales sobre la muerte digna en España. Más del 70% de la población opinaba que debía permitirse la eutanasia creyendo el 97% que los cuidados paliativos no conseguían solucionar todas las necesidades de bienestar de las personas con enfermedades irreversibles e intenso sufrimiento.

Pero pese a estos datos, que no ofrecen duda alguna a la discusión, esta realidad no existe en la ciudadanía española. La ceguera sigue siendo tan profunda que los datos hacen esconder las realidades, con nombres propios, que se viven en las casas y hospitales.

Aun así, hay personas valientes. Profesionales implicados, si no en España en otras partes del mundo, que detrás de esas cifras visualizan el sufrimiento de Ramón, de Inmaculada, de José Luís…

Recientemente el Tribunal Supremo de Canadá daba el plazo de un año para enmendar la legislación que prohibía las prácticas eutanásicas solicitadas por personas enfermas en situación de terminalidad. Pese a todo, la sentencia ha llegado tarde para las dos demandantes cuya necesidad (la de querer morirse para terminar su vida de una forma digna y evitar, de una vez por todas, su irremediable sufrimiento) era hasta la fecha delito. Una de ellas tuvo que emigrar a Suiza, para ser atendida en una clínica donde le practicaron un suicidio asistido, y la otra falleció por una infección.

Por su parte, Puerto Rico se encuentra ahora debatiendo una ley que regule el suicidio asistido para personas con una enfermedad en estado terminal.

En los estados de Nueva York, California y Utah (abanderado este último del conservadurismo norteamericano), las presiones de jueces, profesionales sanitarios, ciudadanos y legisladores han surtido efecto en los congresistas y se ha comenzado a debatir sobre sus futuras leyes de muerte digna para igualarse a los otros estados que ya las tienen (Oregon, Vermont, Montana, Nuevo México, o Washington) y que llevan años aplicándolas.

En México diversos estados ya debaten desde hace algunos meses, por el increíble aumento de solicitudes de rechazo al tratamiento y registros de testamentos vitales, una ley de muerte digna. Incluso la ya existente de cuidados paliativos está en entredicho.

En Perú se ha redactado un proyecto de ley que será sometido a debate por todo el congreso. La proximidad con Chile y la consternación compartida por el caso de la joven Valentina Maureira, ha hecho que el derecho a una muerte digna se posicione como debate prioritario en la agenda política debiendo mostrar los congresistas su postura al respecto.

Y por su lado, la Iglesia Anglicana, viendo que la ley de suicidio asistido es inminente en la cámara de los lores, ha decidido caminar junto al sufrimiento de sus feligreses y comenzar un debate que si bien de primeras es prohibido y negado de forma unívoca, las declaraciones de muchos sacerdotes han conseguido fracturar esa posición dogmática.

Finalmente, y mientras tanto, en España se sigue muriendo dependiendo del profesional sanitario que te toque; tres cuartas partes de la población (70% de los cuales se declaran católicos) creen que la eutanasia debería estar regulada, y nuestros gobiernos siguen eludiendo sus compromisos para con el bienestar, la libertad, y la dignidad de las personas. Ahora, en unas precampañas electorales que se nos van a hacer interminables, ojalá resuenen las palabras de Sabina: “que ser valiente no cueste tan caro, que ser cobarde no valga la pena”.

Debatir sobre cómo dignificar los procesos del fin de las vidas es un acto de valentía. Pero no olvidemos que los políticos son también personas, aunque muchos dudemos de su capacidad de empatía una vez se escudan tras los muros de sus protegidas moradas. Ellos también mueren, aunque seguramente mucho mejor que cualquier ciudadano de a pie. Pero en definitiva no hay que negar que tienen que salvar varios muros para poder gobernar de una forma acorde a lo que la sociedad les demanda.

El primero de ellos es su propio tabú hacia la muerte. El segundo es el tabú cultural judeocristiano, compartido por una gran comunidad de personas en forma de ideario común, y que tradicionalmente ha matizado de una manera muy decisiva a la muerte (siendo algo a evitar por cuanto supone “el juicio final”). El tercero, y el más reprochable de todos por cuanto de cobardía implica, es el tener que saltar el insalvable muro que les aleja de los ciudadanos, las personas para las que gestionan, y acercarse a su “día a día”, a sus historias de sufrimiento, a su tristeza, a su impotencia. En definitiva, ponerse en el lugar del otro, escuchar a las personas afectadas.