La pantalla está en negro. Se escucha un rumor de sala de espera, una quietud que de pronto es interrumpida por la imagen de unos zapatos con paso apurado. La cámara persigue a ras del suelo el sonido de los tacones mezclado con el repicar de una maleta que rueda por el aeropuerto. Así comienza Relatos salvajes, con este plano de ruptura que es ya de por sí una declaración de intenciones, una invitación al desconcierto que gobernará el resto del metraje. Desconcierto calculado, eso sí. Porque el director Damián Szifrón no deja margen a la casualidad, todo cuanto sucede a partir de entonces es fruto de un laborioso trabajo de orfebrería narrativa, en uno de los ejercicios de cine más estimulantes de los últimos tiempos.
El título no da lugar a dudas. “Relatos salvajes” es una sucesión de historias de diferente duración, sin unidad de espacio ni de personajes, reunidas bajo un tema en común: la venganza. Szifrón retoma el espíritu de los televisivos “Cuentos asombrosos” y “Más allá del límite”, para elaborar un fresco sobre las formas que la violencia adopta en la sociedad moderna. Violencia física y moral, violencia de acción y de pensamiento, violencia como fin y como medio empleada por los desquiciados personajes de una Argentina más universal que nunca.
Cualquier país desarrollado puede reconocerse en las situaciones de catarsis que muestra la película, no en vano, todavía está fresco el recuerdo de “Un toque de violencia”, producción china que guarda muchos puntos en común con “Relatos salvajes”. ¿Casualidad o tendencia? Lo que está claro es que ambos films, con su estructura episódica y su reivindicación del cabreo, participan del mismo estado de ánimo desde latitudes opuestas. La principal diferencia es que la lectura de Jia Zhang Ke es política, mientras que la de Damián Szifrón es social. Las dos películas critican los vicios de un sistema que resuelve sus confrontaciones con rabia y agresividad. “Relatos salvajes” lo hace desde el humor y la comedia negra, verdaderos diques de contención capaces de mantener a raya las toneladas de bilis que están a punto de desbordar la pantalla.
Aunque lo que se cuenta es rudo y a veces grotesco, Szifrón resulta elegante en sus formas y acierta en dónde colocar la cámara para involucrar al espectador. El director cuenta con un presupuesto generoso y sabe aprovecharlo en favor de la historia: al dominio técnico se une la elocuencia visual y la precisión narrativa. Todo concentrado en un intervalo de dos horas que transcurren a velocidad de crucero, lo justo para completar un espectáculo de cine apasionante y gozoso como pocos.
“Relatos salvajes” comienza con “Pasternak”, un prólogo que despliega el arsenal empleado en los cinco episodios posteriores: la tensión y la sorpresa, la ironía como válvula de escape. Son “Las ratas”, “El más fuerte”, “Bombita”, “La propuesta” y “Hasta que la muerte nos separe”. Cada historia mantiene plena coherencia con las demás y, al contrario de lo que suele suceder con las películas fragmentadas, sin caer en la irregularidad ni en el material de relleno.
Szifrón se asemeja a un cocinero que va mezclando ingredientes (aquí un poco de brutalidad, allí unas gotas de sutileza, aquí una pizca de mala leche, allí una cucharada de miel...) con el objeto de presentar un buen plato, nutritivo y contundente, calórico y colérico a partes iguales. El director cuenta para ello con un largo plantel de actores en estado de gracia, en el que se encuentran nombres como Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia, Érica Rivas, Oscar Martínez y Darío Grandinetti entre otros. Todos sin excepción resuelven sus personajes con credibilidad y talento, haciendo suyos unos diálogos escritos con lucidez.
En definitiva, “Relatos salvajes” es ya una película de referencia, una propuesta ambiciosa en su planteamiento y arriesgada en la búsqueda de ese tono intermedio entre el humor y el espanto, entre lo cómico y lo terrible. Damián Szifrón consigue la alquimia y anuncia un futuro prometedor por delante. Deseamos verlo.