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El final del camino

Basta que un gran artista concluya su trayectoria para que los expertos y analistas coincidan en proclamar el carácter testimonial de esa última novela, cuadro o partitura. Como si todo trabajo final adquiriese la calidad del epitafio, más allá de la voluntad del autor. El cine está cargado de ejemplos: “Gertrud” de Dreyer, “Dublineses” de Huston, “Ese oscuro objeto de deseo” de Buñuel... películas que clausuran con coherencia las carreras de sus directores, en forma de broche de oro.

El caso de “El viento se levanta” de Hayao Miyazaki lo pone bastante fácil. El cineasta japonés lo ha presentado como su último film, dando pábulo a las analogías entre autor y argumento. La trama recorre los años de juventud de Jirō Horikoshi, ingeniero aeronáutico cuyo trabajo contribuyó al desarrollo de la aviación durante la primera mitad del siglo XX. Su tenacidad y carácter emprendedor le emparentan con Miyazaki, responsable de haber dignificado la animación para un público sensible de todas las edades, y de haber universalizado un modo de contar historias que hunde sus raíces en la tradición oriental. Se pone en marcha el juego de las comparaciones: tanto Horikoshi como Miyazaki son humildes artesanos que han alcanzado grandes metas, movidos por la pasión por el oficio. El verso de Paul Valéry el viento se levanta, hay que intentar vivir podría ser firmado por ambos como una declaración de principios.

Miyazaki retoma el gusto por los pioneros de la aviación (“Porco Rosso”) y continua fiel a su sentido humanista, expresado a través de esa mirada atenta y serena que define la sabiduría. Se trata de una película positiva, a pesar del trasfondo bélico y del drama de los personajes, pero de un positivismo que no elude la melancolía. La música del habitual Joe Hisaishi refuerza el tono agridulce que adquiere el relato, mediante una partitura hermosísima con ecos mediterráneos. “El viento se levanta” es la película más occidental de Miyazaki, sin dejar de ser por ello absolutamente nipona. Esto se aprecia en su concepción del tiempo narrativo y del espacio en el que transcurre la acción, un entorno en el que se cruzan los acontecimientos reales y los imaginados, los devenires históricos y los momentos íntimos. Todo con una continuidad natural, casi orgánica.

La narración resulta fluida y reposada cuando tiene que serlo, complaciente con la emoción y con los detalles. Miyazaki sabe extraer de los escenarios en los que transcurre la historia un interés que va más allá de lo paisajístico y de la localización de situaciones. El repiquetear de un tren en marcha, la puerta que da acceso a un dormitorio o unas cortinas al viento dicen tanto como muchos diálogos: ése es uno de los paradigmas de su cine, la trascendencia de lo cotidiano.

Más allá del placer visual que deparan sus imágenes, “El viento se levanta” contiene una belleza que no es solamente formal, sino que se acerca al ideal socrático de belleza espiritual narrado a través de una historia de amor: amor por la aviación y por el trabajo bien hecho, por los sueños por cumplir y por la inocencia, representada en la figura del niño, tan recurrente en el cine de Miyazaki, y en el personaje de la joven enamorada del protagonista. Sin embargo, todo ese amor se ve amenazado por la enfermedad y por los conflictos bélicos que habrían de agitar el mundo. En este sentido, el director se muestra más interesado en los aspectos íntimos de los personajes que en el trasfondo histórico, poniendo en valor su fe en el ser humano por encima de las miserias del pasado.

Pocas escenas resultan tan emotivas como aquélla en la que la pareja de jóvenes se lanza un avión de papel de un piso a otro en el hotel donde están alojados. De nuevo la sencillez como fuente de emociones, al igual que sucede en el momento de la tragedia final, resuelto mediante unas nubes que pasan y una frase de diálogo: Tú debes vivir, Jirō. Pero si te apetece, puedes venir conmigo. He comprado un buen vino. No se me ocurren mejores palabras para cerrar una filmografía en la que abundan las obras maestras, y que encuentra su resumen en una de las imágenes del film: el avión largamente soñado, el modelo perfecto y más innovador, conducido hasta la pista de despegue por un carro tirado por bueyes.