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Ilusionismos

Tres años después de debutar con “Todas las canciones hablan de mí”, Jonás Trueba dirige su segundo largometraje insistiendo en los mismos temas: las relaciones de pareja, la vida en la ciudad, las dificultades ante un futuro incierto. Sin embargo, “Los ilusos” parte de una propuesta radicalmente distinta. Rodada en blanco y negro con una cámara de 16 mm, sin seguir las pautas de un guión convencional ni calendario de rodaje, con una producción espartana dedicada a juntar amigos durante días sueltos... la película reúne todos los condicionantes para ser considerada cine de guerrilla. Ahí reside su esencia: pocas veces el qué tiene tanto que ver con el cómo.

Mitad cine de género y mitad ensayo sobre la propia condición del cineasta, “Los ilusos” es lo más cercano que se ha hecho en España a la nouvelle vague. No sólo por el tratamiento estético de sus imágenes, aprovechando al máximo la luz natural y eludiendo cualquier estilización o efecto dramático, sino por el espíritu que recorre cada una de sus escenas. Lo que trasluce la película es, sobre todo, el deseo de hacer cine. De filmar la vida sin filtros ni artificios más que los puramente necesarios para que la trama avance.

La película adopta una estructura impresionista, a base de retazos en los que prima la inmediatez y lo cotidiano. A través de diferentes episodios seguimos las andanzas de León, el eterno aspirante a cineasta, y el grupo de amigos que le rodean: actores en busca de una oportunidad, ratas de filmoteca, bebedores impenitentes, malabaristas de final de mes... y chicas, todas distintas y todas iguales, todas hermosas en sus derrotas cotidianas. La sucesión de personajes femeninos articula el relato en torno a León, interpretado con convencimiento por el joven Francesco Carril. Sus compañeros de reparto resuelven con naturalidad la larga lista de ilusos que pueblan la película, destacando la frescura y la espontaneidad de Vito Sanz.

Hay reflexión en “Los ilusos”, pero también hay alegría. Hay un propósito por dejar testimonio de gente anónima que trata de salir adelante, la tan cacareada generación perdida de estos tiempos de crisis cuyas esperanzas nacen huérfanas. Todo esto aparece en el film sin dramas ni acusaciones directas, con la intención de reflejar un estado de ánimo. O de desánimo, más bien. Solamente en la escena final se abre una puerta a la esperanza y la luz irrumpe en la película con la libertad y el caos de unos niños jugando. Al igual que hiciese su padre 34 años atrás con “Ópera prima”, Jonás Trueba toma el pulso de la calle y de una generación, la suya, que lucha contra las adversidades a golpe de ilusión.

“Los ilusos” trata también sobre una ciudad, Madrid, sobre los cafés y los bares donde compartir una conversación, sobre los rincones en los que robar un beso, sobre los cines, tiendas, apartamentos... es el Madrid alejado de la monumentalidad y de la postal turística. El único lugar icónico que figura en la película, la Plaza Mayor, adopta el aspecto fantasmal de la madrugada, cuando los últimos borrachos se cruzan con los primeros barrenderos. La ciudad como escenario por el que deambulan los ilusos que mantienen vivas sus ilusiones entre copas, libros y películas sin fin.

Por todo esto, “Los ilusos” no es solamente una película. Es también un documento, una declaración de principios y un mensaje de amor al cine, que emplea como armas la honestidad y la sencillez contra estos tiempos difíciles.