A veces es necesario recurrir a los tópicos, abrir el botiquín de las frases socorridas para entender mejor ciertas películas. Por ejemplo: las mejores ideas son las ideas sencillas, ningún efecto especial es comparable a la filmación de la intimidad. De algún modo, parece que Spike Jonze lleva toda su carrera persiguiendo estos objetivos. Su cine plantea, a modo de acertijo, cuáles son las posibilidades del ser humano, dónde están los límites de su conciencia. Graves interrogantes que adoptan en sus películas la forma del cuento.
“Cómo ser John Malkovich” y “Adaptation” transformaron la butaca en un diván por obra y gracia de Charlie Kaufman, guionista sobre el que Jonze asentó su temprano estilo narrativo. “Donde viven los monstruos” magnificaba el universo de Maurice Sendak tratando de buscar nuevos cauces de expresión, no siempre acertados, para insistir en los mismos temas: la recuperación de la inocencia perdida, el amor como ideal inalcanzable, el anhelo de libertad. Varios cortometrajes después, en los que Jonze radicaliza sus propuestas sin la presión de los grandes estudios y con la inquietud de la experimentación, llega “Her”, sin duda la depuración de un estilo que ha limado sus aristas y engrasado la maquinaria.
Se trata del primero de sus textos escrito en solitario para el cine y sin la base literaria de ninguna novela, lo que podría hacer pensar que esta película es más personal o que adopta un carácter testimonial respecto a su obra anterior. Probablemente sea suponer demasiado, máxime teniendo en cuenta lo rico y prolijo del imaginario de Spike Jonze. Aún así es fácil ver en “Her” algo especial, muy emotivo. Como si fuese una película herida que busca sobreponerse a sus propios planteamientos.
A grandes rasgos, “Her” cuenta con una premisa tan valiente como original: en un futuro impreciso, un hombre con los sentimientos en el desguace traba relación con un sistema operativo programado para recrear comportamientos y actitudes semejantes a los de una persona real. Lo que en un principio está diseñado para ejercer como la perfecta secretaria virtual irá derivando, poco a poco, en una situación de insospechadas consecuencias, capaz de cuestionar las relaciones humanas en general y las de pareja en particular.
Durante el primer tercio de la película, “Her” se viste con los ropajes de una comedia romántica, tal vez la más extraña posible. Pronto, la melancolía congénita del director irá dando paso a la reflexión acerca de los modelos de comportamiento a los que nos aboca una sociedad cada vez más tecnificada, y en la que los contactos entre las personas se producen con una pantalla de por medio. Es aquí donde el film se muestra revelador, casi profético. Ojalá el panorama que desvelan sus imágenes no llegue a concretarse nunca, sin embargo, parece tan cercano que da miedo. La capacidad de Jonze para enmarcar la historia dentro de un contexto fantástico refuerza su carácter de fábula ejemplificadora, de cuento moral. “Her” no esconde sus cartas al público y va directa al grano: es un relato de amor, atípico, pero de amor al fin y al cabo.
El hecho de que como espectadores estemos dispuestos a participar en el fascinante juego que propone Jonze se debe, en buena parte, al trabajo del actor protagonista. Joaquin Phoenix da vida al escritor de cartas de amor incapacitado para mantener una relación sentimental, un personaje complejo y muy exigente cuyo reto es superado con pasmosa naturalidad por el intérprete. Phoenix consigue que nos identifiquemos con la marginalidad de su criatura, llenando la pantalla de humanidad y emoción sin llegar a ser cursi ni trascendental.
“Her” corre una serie de riesgos que son sorteados con fortuna, en especial en lo tocante al argumento y al tempo que el director se toma para narrarlo. El guión desarrolla lo que podría haber sido la ingeniosa ocurrencia de un cortometraje, hasta elevarla a la categoría de drama humano. Y lo mejor es que la dota de un humor muy particular, a medio camino entre la ironía y la lucidez. Esta palabra define bien la película: hay lucidez en los diálogos y en las situaciones, hay lucidez en el tratamiento visual de la historia, en sus imágenes luminosas y en el artificio de ese futuro diseñado para la infelicidad. Jonze no se da prisa en que la acción avance, abre huecos en la narración para que cada espectador vuelque su propia experiencia y haga suya la película, haciendo participar a la mirada.
Este juego recíproco que se establece a ambos lados de la pantalla resulta enriquecedor y muy estimulante, elevando a “Her” de su condición de película de culto y llevándola, sin que apenas se note, hasta terrenos donde el espectáculo se confunde con la intimidad, y la risa con el desconsuelo.