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Apuntes de septiembre

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“Él pidió agua y ella le dio leche” (Jueces 5:24,27)

Atrás se quedó el mar. Por unos días careces de memoria. Alguien cercano, pero que vive lejos te dijo: escribe tu decálogo. Ahora acaba el año y comienza el tiempo nuevo. Virgilio habla de esta época como de la época dominada. Umberto Eco lo definió como la época hipnotizada por la velocidad. No hay duda que vivimos en la época de la velocidad. Le dije, tardé un año en volver a la ciudad. En busca del lugar donde se pone el sol.

Ella decía amar el verano, y no lo decía de una manera simple, o casi vacía, así, como se dicen las cosas de nuestro tiempo. Nadie puede decir que ama el verano, para desdecirse en cada momento, o que lo ama por esto o por aquello. Los que aman el verano no saben porque lo aman. No bastan los días largos y las extensiones infinitas de este país quemado por el sol. Ni siquiera esa playa en la que el mar se cobra cada temporada de tres a cuatro cuerpos. Cuerpos, que no muertos. Tendemos a pensar que el mar no los devuelve y se los lleva para siempre. Ella amaba el verano, lo decían sus ojos, por lo poco que pesa la ropa sobre el cuerpo, por lo poco que pesa el cuerpo en el agua, por el sudor; lo amaba, seguramente, porque uno se ama un poco más así mismo en verano, y porque muchos cuerpos nunca regresan del agua.

Allí había otro. En sus discursos dejaba largos silencios, miraba el cielo antes de seguir, por ejemplo decía: las casas se queman por las raíces, es raro que les toque un rayo. En una pequeña plaza de Soria, a finales de agosto, entre ruidos varios que rompen la armonía, a mi lado, una conversación banal en un francés de Clermont-Ferrand. Los días de agosto de antes, por todos los días de agosto de antes. Hace unos días, en la alta llanura de Trijueque, camino de Madrid, la alucinación amarilla de las extensiones de rastrojeras, los campos segados. Los queman a finales de septiembre. Tentación de dejar el coche en un camino de tierra junto a la carretera, y al conductor, mientras orina entre los cardos, y continuar a pie. ¿Y ahora? ¿? Se decide a encerrar el espacio en blanco entre signos de interrogación. Tú mismo forcejeas entre los signos de interrogación, entre las paredes aun calientes de la casa. Por un momento has dejado de ser libre al volver a una casa con fiebre.

Junto al mar hablaste mucho, sientes que hablaste demasiado, pero solo con una persona. Y ella habló mucho, y siente también lo mismo que tú. Ese puñado de días junto al mar fueron un acto de eternidad. Os vaciasteis hablando de la nada. Los silencios frente al mar eran hiatos de eternidad. La tensión del lenguaje bajo el cielo. Os mentisteis como bellacos. Cierra la cremallera del cielo era su frase favorita. Se la oyó a alguien en el mar de Orzan hace unos años. Hablasteis tanto que ya no podréis hablar más. La próxima vez será en el cielo. Aves que cazan al vuelo, que mueren en el aire y aman en el aire. Lo que me dijo el maestro es que se aman a sí mismas, y aman el espacio de ese amor muerto. Después las aves que cantan pegadas a la tierra, no discernibles entre ellas porque se imitan. El silencio es la sustancia de las otras.

En la ciudad donde se detuvo el autobús de línea solo te bajaste tú, el resto iba más lejos, otros se habían bajado antes. Todavía hacía mucho calor, hablabas con el dios del lugar, y ese dios te decía: Yo soy el calor y los mosquitos. Te diste un baño de mosquitos junto a una acequia seca. Era un lugar de huertas importantes. El domingo iré a las huertas. Vivo en huertas importantes. Lo que da miedo, incluso firmar contra uno mismo en un papel negro, en el papel de calco, en el grafito, en la grasa seca del grafito. Pero ¿Qué es lo que a uno le daba más miedo? La extraña lista de los miedos. El miedo a las avispas en verano, el miedo azul del verano, el miedo luminoso del verano, y luego la calca negra, las capas de calca negra, en las que con una sola rúbrica, un touche de florete, la fuerza en la mano, la rúbrica del enfermo, como una ráfaga de aire repentino en el agua. Le decías si a no sabes cuantas cosas, a cuantos desprendimientos de sí mismo.

“Lenguaje del pozo negro”, “Prosa fecal” “Pájaro que ensucia su propio nido” o “Puta del partido” se escribió en el Banater Post contra mi amada Herta. Después de tu “Tierras bajas” escribimos cartas de amor, mi amada Herta, se las escribimos a los muchachos que desordenan el mundo, y a ti, siempre te escribimos cartas de amor.

Otro ha vuelto después de muchos días a casa. Deja la maleta fuera. No enciende la luz ni levanta las persianas. La maleta viene llena de piedras y libros. En esa oscuridad va por la casa palpando las paredes calientes hasta llegar a las zonas más fresca de la gruta del desertor. Enciende la luz. En el techo azul siguen los animalitos futuristas que pintó Emily Eder. Los oía bramar a lo lejos, chillar, moverse en el espacio infinito del techo. Pájaros imposibles, caballos de ocho patas, unicornios con alas, pero como un tatuaje no los podía borrar, solo arrancarlos. Odiaba tanta fantasía e imaginación estéril. Hubiera preferido bisontes, osos, ciervos y caballos prehistóricos, y un arquero como el de la cueva de Chauvet disparando al sol. La casa guardaba la temperatura de un horno apagado un poco antes. Entra en el baño y se ducha vestido con agua fría. El efecto de Coriolis no es determinante en tu pequeño reino, ya sabes muy bien a quien hay que lanzarle las piedras, y que vayan directas a las palabras de la mentira de un juez tiránico. Todo debe darse a gran escala, por el momento tu dios es una piedra traída desde las playas de San Pedro de Moel.

Otro, él, se prepara para ser un desierto, alguien lo atravesará algún día, te gustaría que al cruzarlo sintiera que has vivido miles de años. Parece un tiempo nuevo, ella querría estar aquí dentro de cien años, ver los cambios, pero sin haber vivido los acontecimientos. La vida cansa. Él, como el gran desertor en el que se ha convertido, se siente ajeno. Ver y sentirlo todo de lejos. Casi daría la vida por unos minutos de extrañeza. Un jardín abandonado guarda más belleza que un jardín cuidado. Es así, pero puedes sentir lo contrario. Sabe que puede convencerte si te habla con los ojos.

Por toda realidad, esta cada vez más real. Una cañada pecuaria atraviesa la ciudad. Una vez al año hacia su destino de invernada. Ese es el destino, no viene hacia nada, vas tú hacia él tras cientos de sombras, rebaños de sombras. Nunca regresas por la misma ruta a los pastos de verano. Recuerdas los vados y los puentes. Cientos de personas aplauden a lo que desaparece, al sol que se hunde en las aguas, y a ciertos muertos. A ella le gustaba la tela de los paracaídas, en su ensoñación paralizante, se veía diseñando ropa hecha solo de tela de paracaídas. No se ven los límites, quizás el final del mundo, el The End final, sea no sentir o ver los límites.

El final donde la oscuridad lo ocupa todo. Una oscuridad que duele en la garganta. Una inundación de oscuridad que cae desde el cielo. La oscuridad que no permite mentir. La garganta duele demasiado al pasar la cadena de la mentira por las amígdalas. Habría que añadir que las palabras de la mentira duelen en un universo deshecho. El efecto de Halitosis de algunos jueces. Así podemos hablar de un tiempo de verdades huérfanas.

“Mira entonces los ríos suspendidos sobre nosotros” dijo Zurita. Cada piedra tiene una palabra grabada o un signo al que ya no podemos remitirnos. El milagro de que se partan por la noche. Estate atento a ello. En el chasquido va la palabra. Estate atento junto al pedregal del Pico del Monje en estos días de finales de verano. Una o dos piedras por noche chascan. La forma de cada uno al entrar en el agua, los que lo hacen con rapidez y ligereza, los que desconfían, los frioleros, o los que solo entran para olvidarse de sí mismos, o los que buscar caer, el salto, las ondas, el bajar hasta el fondo. Después, uno que apenas abandona la orilla y con las manos se moja la cabeza.

Ese leía con la boca, se comía lo que leía. Sobre todo, al final del verano, a principios de septiembre, en los ríos pequeños de estas montañas aplastadas del Centro-Oeste, en la vertiente Norte de las Villuercas, buscando los lechos secos, los cursos rocosos, labrados en la piedra negra, en las tablas de agua negra o verde que aún se va bebiendo el cielo, la gran e inalterable sed del cielo. La misma sed que uno tiene de sí mismo al mirar a los otros. Sientes miedo de esta soledad, te sientes infinitamente solo, seco, vacío, y terminas escribiendo esto mismo, pero de otra manera. Alteras la vivencia, inventas el lugar, fuerzas el silencioso heroísmo mientras se da la epifanía de la espera, entonces los animales silenciosos te siguen a la vez que huyen de ti.

“Él pidió agua y ella le dio leche” (Jueces 5:24,27)

Atrás se quedó el mar. Por unos días careces de memoria. Alguien cercano, pero que vive lejos te dijo: escribe tu decálogo. Ahora acaba el año y comienza el tiempo nuevo. Virgilio habla de esta época como de la época dominada. Umberto Eco lo definió como la época hipnotizada por la velocidad. No hay duda que vivimos en la época de la velocidad. Le dije, tardé un año en volver a la ciudad. En busca del lugar donde se pone el sol.