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Este año el bañista se fue a tierras más altas en busca de aguas más limpias y frescas, a la hora acordada en la Cabeza del moro para ir al río a darnos el primer baño de la temporada, apareció un empleado de una agencia de transporte urgente con un paquete a mi nombre; por el peso del envoltorio sentí que se trataba del viejo albornoz blanco del balneario de Széchenyi con sus iniciales bordadas en hilo rojo. Al abrirlo me encontré dentro de una manga una postal de una fotografía de Gérad Sioen, extraída del libro 'Camargue Plurielle et Singulière', donde había unos caballos y sus jinetes luchando contra el barrizal en una zona pantanosa. Con una caligrafía infernal había escrito una nota de disculpa, “estos días macizos, compactos de sed, lo que de niñez quede”, el resto me resultó ilegible.
Unos días antes, mientras contemplaba una tormenta vespertina desde el balcón comencé a escribir sobre hojas de periódico una lista de ríos pequeños en los que nunca me he bañado y no me bañaré a no ser que un viaje extraño me lleve a ellos. He aquí unos cuantos de esos ríos, el Aravalle, el Corneja y el Almar, el Alge, la rivera de Paul, la garganta de Santa Lucia, el Tozo, y el Guadialoba, el Árrago, el río de los ángeles, el Búrdalo, el río Moscas y el Magro, y así hasta que la imaginación se secó. Al pronunciar durante las siguientes noches el nombre de estos ríos en voz alta por mi boca pasaba un viento reseco, que me provocaba sed, una sed antigua de lluvia, como esos días compactos y macizos en lo que de niñez quede a los que aludía el bañista.
El río no estaba apetecible, las aguas como una sopa de nabo bullían en nubes de mosquitos, y del sol reflejado en las aguas salía un humo gris mal oliente. Unos días antes en una conversación festiva con Brodsky y JAB, y con una botella de armagnac en centro de la mesa, se acordó que la mejor manera de restituir al río parte de su antigua vida pasaba por hacer volar con dinamita el conducto de hormigón armado del trasvase de las aguas en al menos cinco puntos. Las leyes que canalizan nuestra existencia son el hormigón armado del lenguaje, y estas siempre protegen a los poderosos, por eso siempre están escritas con palabras de plomo.
La existencia natural, que debería fluir suelta queda apresada en ellas, los leguleyos que se ofrecen a sus liturgias son la rémora de la sociedad, son los guardianes de la mentira. ¿Qué hubiera escrito hoy Kafka sobre esto? No hubiera escrito nada, habría borrado todas las palabras del mundo, y su agrimensor habría medido finalmente un campo yermo y cuarteado donde se habría levantado un campo de futbol de diez hectáreas en lo que fue una vega rica. ¿Podemos llegar a imaginar a 22 futbolistas jugando un partido en un terreno de esas dimensiones, perdidos unos de otros y solitarios vagando en busca de un balón que representa el mundo por el césped crecido regado de noche por ciento de aspersores? Un desierto se ha convertido en un campo de golf de mil hectáreas y es regado cada noche desde pozo artesianos de mil metros de profundidad. Oigo esos aspersores en sueños, me dan sed hasta quitarme lo que de niñez quede, el siseo húmedo como el silbido negro de una culebra.
El bañista no acudió a su cita anual, 8,30 h, del día 14 de junio de 2021 en la Cabeza del Moro de T. La sucia cristalera del Bar la playa, donde de niño, agarrado a la mano de mi padre contemplaba con miedo las riadas del río; ahora, mientras lo esperaba, miraba hacia dentro de aquel bar cerrado y veía sombras de nadadores en el suelo y en los techos ennegrecidos por el humo de tantos años como si fuera un caleidoscopio. Miraba hacia dentro y el espacio parecía lleno de agua, y sólo habría sido necesario romper el cristal para que se derramara todo de golpe. Dejando a un lado la ciudad caminé siguiendo la orilla del río hasta Palomarejos, donde las aguas saltan el muro formando su espuma de inmundicia, frente a las cárcavas del cerro de los locos. Había olvidado como se nada, como se camina, se habla o se mira, también como se olvida y se recuerda. Pensé que a partir de ese momento hay que aprenderlo todo de nuevo; olvidar el mundo, y olvidarnos a nosotros mismos en los otros en lo que de niñez quede, ese es el principio general del arte, te levantas y te caes, balbuceas trozos de sueños, miras a lo lejos sin saber que no se puede mirar fijamente al sol.
“Nada más abominable que la descripción de un último hombre ¿Para quién moriría?, escribió en uno de sus diarios Canetti. Y allí, de pronto, por un momento lo vi nadando en un día de principios de verano de un viejo año, con largas brazadas a crol atravesaba la corriente hacia la isla, en diagonal, la poderosa corriente de entonces, el curso de agua que es el de la existencia misma, y al llegar a la orilla, saludaba y nos invitaba a hacer lo mismo, allí, donde había plumas dragando el lecho del río y montañas de arena, pues se estaba levantando la ciudad; así entrabamos uno a uno al agua, y a crol, ya sin pensar nadábamos hacia la otra orilla, la corriente tenía mucha fuerza y no debías pensar en ello, sólo nadar con determinación en diagonal.
Pronto se desvaneció la imagen del bañista al otro lado del río, esta vez las aguas me dieron demasiado asco, y ninguna ofrenda a los dioses o precepto religioso me obligaba a tener que sumergirme gracias a un acto lisérgico de purificación en las aguas fétidas y ponzoñosas del río muerto. Sólo me desnudé y dejé que el sol me quemara la espalda mientras los mosquitos me picaban el cuerpo. No había nadie alrededor ¿Entraría en las aguas hasta las rodillas como en un Jordan apocalíptico sin miedo a hacerme un corte en la planta de los pies con un vidrio o una vieja lata de cerveza? Me recliné un poco y me salpiqué el cuerpo, cada año es más difícil el sacrificio, los sueños se prorrogan en el tiempo absoluto, y una turbia corriente de agua cocida nos escalda la conciencia. Esa ridículo persistir. Esta tierra ha perdido su río para siempre. Dejad el río libre de vosotros, ahora viven más tiempo los años, eso dejó escrito el bañista.
Este año el bañista se fue a tierras más altas en busca de aguas más limpias y frescas, a la hora acordada en la Cabeza del moro para ir al río a darnos el primer baño de la temporada, apareció un empleado de una agencia de transporte urgente con un paquete a mi nombre; por el peso del envoltorio sentí que se trataba del viejo albornoz blanco del balneario de Széchenyi con sus iniciales bordadas en hilo rojo. Al abrirlo me encontré dentro de una manga una postal de una fotografía de Gérad Sioen, extraída del libro 'Camargue Plurielle et Singulière', donde había unos caballos y sus jinetes luchando contra el barrizal en una zona pantanosa. Con una caligrafía infernal había escrito una nota de disculpa, “estos días macizos, compactos de sed, lo que de niñez quede”, el resto me resultó ilegible.
Unos días antes, mientras contemplaba una tormenta vespertina desde el balcón comencé a escribir sobre hojas de periódico una lista de ríos pequeños en los que nunca me he bañado y no me bañaré a no ser que un viaje extraño me lleve a ellos. He aquí unos cuantos de esos ríos, el Aravalle, el Corneja y el Almar, el Alge, la rivera de Paul, la garganta de Santa Lucia, el Tozo, y el Guadialoba, el Árrago, el río de los ángeles, el Búrdalo, el río Moscas y el Magro, y así hasta que la imaginación se secó. Al pronunciar durante las siguientes noches el nombre de estos ríos en voz alta por mi boca pasaba un viento reseco, que me provocaba sed, una sed antigua de lluvia, como esos días compactos y macizos en lo que de niñez quede a los que aludía el bañista.