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BEATUS ILLE
Siempre me ha gustado caminar por el campo. Ahora, con la nueva normalidad (que aún no sabemos qué tipo de normalidad es porque de hecho la pandemia continúa), parece que los que disfrutamos con esta práctica encontramos una mayor excusa para esta inclinación nuestra, que me temo sigue siendo minoritaria y no muy popular.
Barrunto que un gran número -si no la mayoría- de nuestros conciudadanos civilizados y urbanitas encuentran poco sentido a esta práctica y la valoran como absurda en términos rentables y contables, es decir en términos energéticos, que es como hoy se valoran las cosas. Es obvio que desconocen sus múltiples beneficios y gratuitos placeres.
Es cierto también que Pascal decía “La infelicidad del hombre se basa sólo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación”, pero creo que la intención filosófica o moral de esa frase apunta en otro sentido. Caminar es un ejercicio sano y de muy escaso coste.
He dicho antes que “siempre” me ha gustado caminar por esos campos de Dios (se dice “de Dios” por decir, pero lo cierto es que las vallas abundan más de la cuenta), de manera que ahora con la pandemia y sus exigencias epidemiológicas, la necesidad ha venido a coincidir con la virtud o la afición. Lo que no he dicho es desde “cuando” tengo esta afición de “siempre”.
Tampoco sabría decirlo o concretarlo con precisión cronológica. Parece claro que cuando empecé a disfrutar con este placer sencillo y económico ya sabía caminar. Lo deduzco intuitivamente, como Unamuno deducía que había nacido (y así lo cuenta en su entrañable “Recuerdos de niñez y de mocedad”): “Yo no me acuerdo de haber nacido. Esto de que yo naciera -y el nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como el morir será mi suceso cardinal en el futuro-, esto de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción”.
Mi primera casa, aquella en que nací, tiene aledaño una zona de campo que en Salamanca, mi patria chica, llaman “El Zurguén”, haciendo referencia al regato del mismo nombre.
Durante toda mi infancia y luego también en la adolescencia, en que desde una segunda vivienda de mis padres volvía frecuentemente a la primera de visita (pues allí vivía mi abuela), aquella zona de campo fue para mí un sitio mítico, una especie de paraíso perdido, asociado no solo a un paisaje especial y a unos olores característicos, sino en definitiva a un goce sencillo que sin duda podemos calificar de bucólico. De estos mimbres primeros sale luego la trama que nos constituye.
El olfato tiene una relación muy especial con la memoria, es sabido, por eso cuando me llega el olor de una higuera, por poner un ejemplo, me acuerdo inmediatamente del patio de aquella casa de mi abuela en que pasé mis primeros tres años de vida. Había allí una que quedó registrada muy pronto en mi olfato y luego en mi memoria.
En las excursiones de la adolescencia, la tropa solíamos “cazar” en “El Zurguén” ranitas de San Antonio (Hyla arborea), esas ranas tan verdes y que sirven de barómetro (otros dicen que de higrómetro), muy abundantes en aquel tiempo, y lo hacíamos al anochecer enfocando entre los juncos con los faros de nuestras bicis la charca en que croaban, haciendo girar la rueda trasera levantada del suelo y manipulando el pedal como si de una manivela se tratara que ponía en funcionamiento la dinamo.
La luz de nuestras bicis deslumbraba a las pobres ranas y parecía hipnotizarlas, de manera que era más fácil cogerlas con la mano. Debo advertir sin embargo que hoy en día esta práctica no es muy recomendable ya que muchos anfibios están seriamente amenazados y en peligro de extinción.
El caso es que estos seres tan valiosos, barómetros o higrómetros naturales, bellos además de útiles, parece que anunciaban a los campesinos de antaño -que sabían interpretar su forma de croar- que se acercaba la lluvia.
En relación con mi afición a la caminata campestre (al menos yo creo que son hechos relacionados) tengo que mencionar también mi afición a hacer “novillos” en mi etapa de parvulario. Mi amigo del alma y vecino en el mismo portal de aquel barrio obrero de Salamanca, el barrio Garrido (también mítico, como casi todo en la infancia), José, que más tarde se iría a Madrid como quien se va al extranjero, para mí disgusto, pues me quedé sin compinche de travesuras por un tiempo, me acompañaba en aquellas “escapadas”.
Estas escapadas de los “novillos”, que empezaban por desviarnos sigilosamente de la recua de infantes que acudían al parvulario, eran también básicamente una “caminata” cuyo destino final era el campo de los alrededores. Nos escapábamos hasta los “Últimos montones”, unas escombreras que la naturaleza había reconquistado, y que para nosotros, siempre envueltos en épica mítica, eran auténticas montañas donde habitaban “los bastardos”, esos seres reptiles que de un latigazo te pueden romper una pierna.
En vez de sentarnos frente a las maestras, que intentaban enseñarnos los saberes básicos, preferíamos caminar en busca de la aventura y el aprendizaje espontáneo. Y si hacía sol y el cielo estaba azul con más motivo.
Esto, como lo de cazar ranas, tampoco quiero proponerlo como un ejemplo de virtud y de urbanidad. Una y otra cosa deben derivar inconscientemente de un instinto poco meditado o de un impulso bastante ancestral. El caso es que éramos muy pequeños, aún no estábamos civilizados del todo, y aunque nunca habíamos escuchado aquello de “paren el mundo, que yo me bajo” nosotros nos bajábamos, al menos del mundo institucional y escolástico que representaba el parvulario, para reencontrarnos con el otro mundo, el original, de la madre Tierra. No sabíamos entonces que existiese tal cosa como el ecologismo, pero ya éramos bastante ecologistas en potencia, por instinto y sana inclinación.
El parvulario en cuestión se llamaba “Las mimosas” y estaba regentado por dos hermanas solteras, maestras bondadísimas y eficaces que a trancas y barrancas lograron inculcarnos los primeros rudimentos de la cultura. Una de ellas dirigía el aula de los “pequeños” y la otra dirigía el aula de los “mayores”, aunque todos éramos párvulos.
Imagínense a la maestra, ya de una cierta edad, sentada en un sillón (quizás de mimbre) situado en el centro del aula, las piernas tapadas con una manta para no coger frío, y en la diestra una vara lo suficientemente larga para alcanzar todas las cabezas infantiles del entorno inmediato.
No se imaginen grandes golpes ni nada parecido, lo que administraban aquellas varas de medir eran leves toques admonitorios y de alguna forma maternales advertencias. Aunque eso sí, había unas orejas de burro con su pelaje incluido, con las que en ocasiones y por turnos (todos estamos sujetos a error) nos veíamos obligados a cubrirnos la cabeza y en un rincón del aula dar ejemplo de humildad y de que siempre se puede progresar y todos los días se aprende algo.
Aquel postizo tan bien hecho creo que nos hacía bastante gracia, aparte de hacernos espabilar y esforzarnos en el aprendizaje.
El parvulario era un caserón viejo de una sola planta, muy propio de aquellos tiempos de economía innata en que nacíamos entrenados a la austeridad sin saber que lo era. El urinario del parvulario, por poner un ejemplo de aprovechamiento de los medios disponibles, era un cubo de lata situado en el pasillo, el cual resonaba bastante durante el uso y desbordaba enseguida. La gracia y el reto del asunto consistía en intentar atinar dentro porque el pasillo aquel y el cubo en cuestión estaban en una especie de misteriosa semipenumbra.
Nuestros medios más digitales eran una pequeña pizarra portátil que llevábamos desde casa (en ocasiones también era de lata) y los pizarrines para escribir en ella.
De allí venimos y ahora navegamos por Internet, configuramos la wifi, y no dejamos en paz la tablet. Lo cual demuestra que el hombre es un adolescente eterno y no ceja en su empeño de aprender. Creo que a esto lo llaman “neotenia”, una especie de inmadurez perpetua de gran utilidad, en este caso para la especie humana.
Pero decía que me gusta -desde siempre- caminar por el campo.
A mi tío Mariano, que en paz descanse, también le gustaba. Debe ser por tanto cosa de familia. Recuerdo que de vez en cuando mi tío Mariano nos sacaba al campo (toda una tropa de críos) y pateábamos el encinar de Gargabete por ejemplo, o las zorreras de Cabrerizos, en aquella zona próxima a “La Flecha” donde hay un microclima especial (al menos lo había) y Fray Luis de León se inspiro para escribir su oda a “La vida retirada” (los padres agustinos tenían allí un espacio de retiro), y luego Unamuno siguió sus pasos, porque también le gustaba caminar y meditar a un mismo tiempo, y para nosotros salir al campo con el tío
Mariano, siguiendo los pasos de Fray Luis de León y Don Miguel de Unamuno, era una fiesta.
De mi tío aprendí una acción que repito en cada una de mis caminatas siempre que hay tomillo por medio. Arranco un trocito de la mata, lo estrujo entre los dedos y aspiro la fragancia. Luego, según discurren los kilómetros de la caminata y las horas, de vez en cuando aproximo esos dedos a la nariz y percibo de nuevo la fragancia del tomillo. Al hacerlo me acuerdo siempre de él.
Estos días he estado caminando bastante y descubriendo nuevas rutas por la dehesa salmantina, una dehesa de esplendoroso encinar, menudeado de charcas donde el ganado abreva o se refresca. Hace poco me aproximé a una de estas charcas, que en días previos había divisado a la distancia, intentando aclarar una duda ecológica. Todos somos conscientes del “antropoceno” y el daño que nuestro modelo de civilización y desorientado “progreso” está causando al medio natural. Que es como decir que nos estamos suicidando con inconsciencia supina. Muchas especies están sufriendo o se están extinguiendo, y entre ellas muchos anfibios.
Me aproximé hasta la misma orilla de la charca y empecé a circundarla intentando averiguar si allí había “todavía” vida anfibia. Con cada uno de mis pasos y para mi sorpresa varias ranas saltaban desde la orilla al agua. Al parecer, aquí sí se mantiene un cierto equilibrio y por tanto una cierta esperanza. Aún estamos a tiempo de reaccionar.
Estos grandes espacios naturales, las dehesas, por los que puedes caminar durante horas sin encontrarte con ningún semejante (salvo que andando andando enlaces con la vía verde de la plata, recorrida por caminantes y ciclistas) y con el alivio añadido de no necesitar mascarilla, son un patrimonio natural de valor incalculable. No sólo un patrimonio natural, sino un patrimonio cultural de una civilización más sabia y más sensata. Hagamos todo lo posible para conservarlo.
“A mis soledades voy, de mis soledades vengo” (Lope de Vega).
Aunque camines solo por la dehesa siempre vas acompañado. No sólo de tu pensamiento, esa corriente de consciencia que nunca te abandona, y que caminando por estos escenarios naturales se hace más lúcida y despierta, aclara dudas y resuelve problemas sobre la marcha. Vas acompañado de todo un mundo al que hay que mirar con atención. Vas acompañado de un paisaje que impone respeto y veneración, no solo por su belleza sino porque es obra del tiempo. Un tiempo tan dilatado que a veces nos resulta incomprensible al lado de la celeridad con que destruimos su obra. Y vas acompañado de muchos seres con los que compartimos el planeta y que necesitamos para sobrevivir y seguir siendo propiamente humanos.
Según te alejas del mundanal ruido y sigues la escondida senda por la que pocos van, te va envolviendo el silencio sonoro, nuevos sonidos te reciben, menos estridentes, más armoniosos, y es como si atravesando una frontera ingresaras en un espacio nuevo.
Los abejarucos, con su plumaje vistoso y trino aflautado, te sobrevuelan. El cuco con su canto rítmico acompasa el ritmo tranquilo de tus pasos. El milano real, con sus blancas bandas y su cola ahorquillada planea y gira en el cielo azul, y de tanto en tanto emite su maullido rapaz. La abubilla te sale al paso, inquieta y vivaz, con su corona desplegable, regalo del rey Salomón, que gracias a ella conoció a la hermosa e inteligente Reina de Saba. O el mirlo hace alarde de toda la vida que encierra en su minúsculo cuerpo inteligente.
La alondra llama tu atención elevándose en el aire y el lagarto ocelado (ese pequeño dragón) se desliza entre las hierbas y las rocas. Las mismas rocas, cuya belleza y poesía saben captar tan bien los japoneses, adornan tu camino. No estás solo. Palomas torcaces, petirrojos, jilgueros, pinzones, carboneros… Un mundo infinito… pero frágil.
Sin duda no hay una sola forma de caminar, pero recorriendo el campo y en medio de una Naturaleza majestuosa no es lo más recomendable caminar como Rajoy, acelerado y como huyendo de Bárcenas. Es mejor y más grato hacerlo de forma pausada y “contemplativa”.
El paso casi de inmediato entra en sintonía con la respiración tranquila y todo fluye como si estuviéramos fuera del tiempo. No hay prisa.
Caminar se parece mucho a rezar. Muchos rezan así.
El objetivo en ambos casos es contemplar y rozar una porción de lo sagrado.
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