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El pasado 10 de marzo tuvimos la oportunidad de asistir a una conferencia titulada 'La familia y la escuela, cómplices en la educación emocional', a cargo de la psicóloga Begoña Ibarrola, que afirmó la necesidad de desarrollar la empatía para prevenir los conflictos. Desde entonces, hemos podido aplicar dicha frase a unas cuantas situaciones puramente cotidianas.
Dos días después, el rector de la Universidad de Castilla-La Mancha informaba, a través de un decreto, de las medidas preventivas y recomendaciones de salud pública relativas a la comunidad universitaria como consecuencia de la situación, evolución y perspectivas del Coronavirus (COVID-19) aplicables a partir del lunes 16 de marzo. Nadie entendía muy bien cómo era posible que el día 12 avisaran de que cuatro días después no habría que ir a clase para evitar el contagio o propagación del Coronavirus, ¿por qué no se anulaban las clases presenciales desde ese momento? Confusión, incertidumbre, mil dudas que afloraban según iban pasando las horas. Y ahora, ¿cómo hacemos?, ¿y el examen que tenemos el lunes? “Esto es peor de lo que creíamos”, se podía escuchar entre el alumnado y el profesorado.
Ese mismo día comparecía el presidente del Gobierno Regional en dos ocasiones, en la primera explicando, entre otros aspectos, que no se iban a cerrar, de momento, los centros educativos, que cualquier medida que no fuera sanitaria se tomaría siguiendo las decisiones que tomara el Gobierno Central, y apuntando que, “los datos de nuestra comunidad nos colocan en la parte media muy baja de la tabla, dentro del país y de Europa”. En la segunda comparecencia, atendiendo a la recomendación del Gobierno central, se anunciaba la suspensión de toda actividad docente en la región a partir del día 13 de marzo, contradiciendo así lo que había dicho unas pocas horas antes.
Por su parte, el Gobierno Central, anunciaba unas horas más tarde el Real Decreto por el que se declaraba el Estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19.
No pretendemos reproducir los dichos y desdichos, no. Pero sí intentar dar respuesta a una pregunta que nos empezó a rondar al ver supermercados vacíos desde el mismo jueves 12 de marzo, al ver en redes ciudadanos que no hacían caso a las medidas preventivas, a las quejas de los ciudadanos por cada una de las medidas adoptadas por el Gobierno en un momento de crisis, sin capacidad de reacción.
¿Qué hace que percibamos la crisis de la pandemia del coronavirus COVID-19 como un cúmulo de problemas?
La percepción de la información que le llega a los ciudadanos es heterogénea, es decir, con orígenes distintos, pero la percepción de toda esa información sigue algunos patrones culturales, sociológicos y politológicos que pretendemos analizar brevemente.
Es necesario tomar conciencia de que estamos viviendo una época donde crear una tendencia de opinión no depende tanto de la verdad que la respalda como de la confusión que predomina. En ese sentido, la confusión, la sospecha y la incertidumbre se convierten en herramientas que revuelven los debates y las discusiones, desde las redes sociales a los foros políticos y periodísticos.
Además, la opinión es más importante que la razón, ya que la opinión es un espejismo de la autonomía personal, potenciada en una época donde las decisiones políticas deben ser sopesadas por los efectos electorales como preferencias de consumidores. Es decir, consumidores de opinión. Nada es menos personal que la opinión. Como la ropa, nuestras elecciones de la moda no es el resultado de nuestras decisiones sino de la elección entre las variedades estilísticas que los fabricantes de moda ofertan.
Así pues, cuando asistimos a ver, una vez más, cómo los partidos políticos utilizan sus discursos para cuestionar la firmeza de las directrices y las decisiones tomadas, genera en los ciudadanos una sensación de confusión, de mensaje distorsionador y susceptible de interpretación. Otorgándoles, a los que deben seguir dichas instrucciones, es decir, a estos ciudadanos, la capacidad para cuestionarlas, reinterpretarlas mostrándose igualmente, irresponsables o inconsecuentes. Marchándose, por ejemplo, a sus refugios de vacaciones, pueblos o segundas residencias. O amontonándose en espacios naturales, sufriendo infinitas colas de un alegre día de vacaciones y buen tiempo. Porque, “no es para tanto”.
Cuando vemos cómo se alaba la frenética y desesperada actividad de los sanitarios, que carecen de los recursos adecuados para que su trabajo sea efectivo con los verdaderamente enfermos. Cuando vamos al supermercado observando cómo los dependientes te atienden sin mascarillas o no colocan los productos protegidos, ni los consumidores usan guantes, ni mascarillas, tocando la fruta, las cajas de leche, las latas de los refrescos, los carritos de la compra. O cuando vemos a los transportistas, viajando de una población a otra, sin protección ni medidas de prevención, parando en gasolineras, restaurantes de carretera, sin garantía alguna para su salud, la percepción es de incongruencia, de permisividad y de riesgo.
Cuando vemos que algunas figuras relevantes de la política y del Estado, sin síntomas de la enfermedad, tienen acceso a una prueba de evaluación del posible contagio, mientras millones de personas están esperando en sus casas a tener síntomas para formar parte de la cola que desesperadamente atiende el personal sanitario, es normal percibir la enfermedad como algo mucho menos dependiente de una gestión seria de la crisis, aceptando, una vez más, que la salud es una cuestión de estatus social.
Cuando entras en un supermercado y ves que escasea un producto lo percibes como una señal de posible déficit de abastecimiento, de riesgo de que cuando vayas a por un producto de necesidad éste haya desaparecido corriendo la suerte del que no estuvo espabilado o no estuvo lo suficiente asustado para comportarse como la mayoría.
Vivimos en una sociedad de consumo, de consumo de información, de consumo de productos, de consumo de riesgos. Cuando optamos por algo no obedecemos realmente a nuestra conciencia, sino a la percepción que tenemos de la realidad y aceptamos aquellas opciones que nos gustan, o a las que estamos acostumbrados, pero ninguna de estas surge de nuestro paladar o de nuestros hábitos en los momentos que vamos a comprar al supermercado, ponemos la televisión o entramos en internet.
Antes de llegar a cada ciudadano, un ejército de investigadores del mercado, científicos de las más variadas disciplinas, que trabajan en las fábricas productoras de bienes y servicios, han estudiado nuestra respuesta en tan múltiples circunstancias que prevén nuestras reacciones y nos presentan los gustos, las opiniones y las informaciones que creemos elegir por criterio propio. Nuestras decisiones y el modo en que las tomamos tienen que ver con el grado de confusión controlada de los ofertantes, es decir, de la apariencia de elección personal.
Por otro lado, deberíamos tener en cuenta las especulaciones conspiranoicas que surgen también en este escenario.
Parte de los problemas de las crisis sanitarias en particular y crisis en general, son el rendimiento de cuentas. Al igual que un partido de fútbol convierte en expertos destacados a los más furibundos seguidores de un equipo, explicando a sus colegas jugadas, valorando el rendimiento físico, o evaluando las vidas privadas de los deportistas, en el mundo de los medios de comunicación y redes sociales prodigan quienes utilizan sus propias limitaciones de conocimiento de la política internacional como instrumentos fiables para valorar sus propias opiniones. El aval de estas no es la noticia, sino sus propias creencias a las que las noticias sirven y le son útiles. No son pues los hechos, sino su interpretación personal y parcial de los mismos, la que convierte sus creencias en la sustancia de los hechos.
¿Por qué conspiranoicas? Principalmente por el modo de tratar los hechos por sus consecuencias en vez de por sus causas. Si la noticia es que el coronavirus COVID-19 se detecta en China, que es la consecuencia de que se ha infectado con un virus un ciudadano chino de Wuhan, entonces, el conspiranoico le dará la vuelta y afirmará que el virus lo han creado los chinos, sea en un laboratorio o sea por comer animales salvajes y por ende sin ningún control sanitario. O sea, que la causa del virus serán los laboratorios o el mercado de animales salvajes.
Al igual que una patología mental, el conspiranoico utiliza este proceso de inversión de los hechos a todo tipo de noticia.
Cuando el responsable del Ministerio de Exteriores de China apunta que el origen de la enfermedad podría estar en el contagio de soldados estadounidenses, participantes en la olimpiada militar que se celebró en Wuhan un año antes y a que los diagnósticos post morten de los fallecidos en Estados Unidos por la gripe “influenza” eran, en realidad por el Covid-19. Entonces, los conspiranoicos vuelven a invertir la noticia, convirtiendo el problema en que el origen del Coronavirus está en laboratorios de Estados Unidos o Canadá, como causantes del problema, cuando en realidad lo que se está diciendo es que la causa de la infección puede verse en un mal diagnóstico de la gripe “influenza”.
Es obvio, que ambas perspectivas son hipótesis a tener en cuenta, pero no son base para realizar afirmaciones, sino para dar a conocer que existen diferencias en el origen natural del virus y en el origen de su infección y contagio original. Ese es el hecho, pero para el consumidor de las especulaciones conspiranoicas, la necesidad de comprender con claridad un hecho complejo es superior a conocer la verdad.
Vivimos en una nueva etapa de fideísmo, de aferrarnos a creencias que, carentes de toda base lógica y rigor, satisface al gran consumidor que, sin mucho esfuerzo intelectual y poca exigencia, obtiene una explicación de aparente coherencia. No es de sorprender, por lo tanto, que el comportamiento de los ciudadanos evolucione de forma dispar según avanzan las informaciones y opiniones que se van adelantando.
El pasado 10 de marzo tuvimos la oportunidad de asistir a una conferencia titulada 'La familia y la escuela, cómplices en la educación emocional', a cargo de la psicóloga Begoña Ibarrola, que afirmó la necesidad de desarrollar la empatía para prevenir los conflictos. Desde entonces, hemos podido aplicar dicha frase a unas cuantas situaciones puramente cotidianas.
Dos días después, el rector de la Universidad de Castilla-La Mancha informaba, a través de un decreto, de las medidas preventivas y recomendaciones de salud pública relativas a la comunidad universitaria como consecuencia de la situación, evolución y perspectivas del Coronavirus (COVID-19) aplicables a partir del lunes 16 de marzo. Nadie entendía muy bien cómo era posible que el día 12 avisaran de que cuatro días después no habría que ir a clase para evitar el contagio o propagación del Coronavirus, ¿por qué no se anulaban las clases presenciales desde ese momento? Confusión, incertidumbre, mil dudas que afloraban según iban pasando las horas. Y ahora, ¿cómo hacemos?, ¿y el examen que tenemos el lunes? “Esto es peor de lo que creíamos”, se podía escuchar entre el alumnado y el profesorado.