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Los niños no “son” de los padres, no son una propiedad privada. En muchas ocasiones frases como “Estos son mis hijos” o “Estos son mis sobrinos” no encierra tan solo una manera de hablar, sino una verdadera filosofía educativa. Tratamos a los niños como objetos de consumo, como herramientas psicológicas para sentirnos realizados o dar la imagen social de “familia”. Ese afán de posesión provoca un exceso de control sobre la conducta del menor en aspectos como su curiosidad o su imaginación. Promovemos mucho más conductas “correctas”, pero no promocionamos conductas “imaginativas” o “alternativas”. A la vez, estos artículos posesivos aumentan los sentimientos de culpa si el menor se siete frustrado, haciendo que los límites no estén claros. La intermitencia y la inconsistencia en los castigos es una manera de promover las discusiones familiares.
Para que un niño tenga una buena autoestima debe sentirse seguro, y eso es posible cuando tiene claro que su imaginación, sus ganas de divertirse o su forma de ser son de su propiedad y que deben ser cultivadas con mucho mimo e independencia. Además, eso puede hacerse sin un coste personal insufrible para los padres, dejando claro que la libertad del menor acaba cuando hay un conducta que realmente es peligrosa o es inaceptable por su conste emocional, también para sus progenitores.
La frase “es que mi hijo es muy inquieto” dirigida como una crítica hacia el menor, resume esta filosofía de la etiqueta, la posesión, la frustración y los sentimientos de culpa de los propios padres. Llamar al pequeño por su propio nombre no hace que su educación sea mejor, no es una discusión semántica, pretendo transmitir que el carácter de una persona es algo que debe ser co-construido con el menor, jugando siempre a favor de sus elecciones.
Ese “afán posesivo” también se transmite desde nuestros padres hacia nosotros. Pero más importante todavía, ese afán posesivo lo tenemos también con nosotros mismos. “Mi carácter, mi móvil, mis piernas, mis arrugas o mi mala leche”. Son expresiones de nuestro ego gigante, de nuestra persecución por lo que debería ser y no por lo que es.
Para librarnos de este modo de ver la vida es bueno tener en cuenta que nuestros pensamientos se forman en nuestra mente de un modo automático y tenemos la capacidad para monitorizarlos, sin necesidad de estar intentando controlar su contenido, sin necesidad de criticarlo continuamente, y sin tener porqué identificarnos con ellos como si nos definieran como personas. Dicen los estudios que la felicidad está en el momento, en reconocer el placer sensorial, en aprender habilidades que nos hacen crecer, en jugar a favor de nuestro carácter y en estar en paz con los que nos rodean. Para muchos es una frivolidad hablar de la felicidad, algo naif incluso. Pero a mí me parece lo casi lo contrario puesto que la receta para conseguir momentos de felicidad incluye dejarnos en paz cuando sufrimos, criticarnos menos, darnos libertad, co-construir nuestra historia, dejar de tratarnos como a niños a los que queremos corregir y empezar a jugar a favor. Y todo eso es compatible con seguir mejorando en aquello que nos parezca importante.
Los niños no “son” de los padres, no son una propiedad privada. En muchas ocasiones frases como “Estos son mis hijos” o “Estos son mis sobrinos” no encierra tan solo una manera de hablar, sino una verdadera filosofía educativa. Tratamos a los niños como objetos de consumo, como herramientas psicológicas para sentirnos realizados o dar la imagen social de “familia”. Ese afán de posesión provoca un exceso de control sobre la conducta del menor en aspectos como su curiosidad o su imaginación. Promovemos mucho más conductas “correctas”, pero no promocionamos conductas “imaginativas” o “alternativas”. A la vez, estos artículos posesivos aumentan los sentimientos de culpa si el menor se siete frustrado, haciendo que los límites no estén claros. La intermitencia y la inconsistencia en los castigos es una manera de promover las discusiones familiares.
Para que un niño tenga una buena autoestima debe sentirse seguro, y eso es posible cuando tiene claro que su imaginación, sus ganas de divertirse o su forma de ser son de su propiedad y que deben ser cultivadas con mucho mimo e independencia. Además, eso puede hacerse sin un coste personal insufrible para los padres, dejando claro que la libertad del menor acaba cuando hay un conducta que realmente es peligrosa o es inaceptable por su conste emocional, también para sus progenitores.