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Después de luchar a brazo partido frente a la muerte por hambre o por ahogamiento o por hipotermia o por infección, de soportar en sus carnes el acuchillamiento inhumano de las concertinas, de saltar no sé cuántas vallas ni de qué altura hasta romperse los huesos, a pesar de las pelotas de goma, de los sprays paralizadores y de las devoluciones en caliente, un subsahariano aferrado a su sueño en lo alto de una farola no es tan sólo una bella bandera tremolando al viento de las injusticias y concitando la atención de cuantos poetas románticos componen versos en Europa. Ni siquiera es un Cristo. No. Es algo más, mucho más. Es el grito con que expresa su dolor, su rabiosa y pacífica protesta, el continente africano, la inmensa mayoría de los mil millones de seres humanos que lo pueblan.
Un grito que debería estremecer a los países desarrollados, grandes potencias muchos de ellos, ¡y todos tan cristianos!, que durante siglos esquilmaron el continente: Inglaterra, Francia, Alemania, Portugal, también España, Holanda, Bélgica...
Un grito contra la esclavización o el asesinato de cien millones de personas durante los siglos XVI, XVII, XXVIII y parte del XIX, cien millones de jóvenes, hombres y mujeres, en edad de trabajar y de procrear, que podían haber garantizado el crecimiento vegetativo del continente y mano de obra suficiente para la explotación de sus recursos.
Un grito contra el robo de sus materias primas, las más grandes reservas mundiales de oro, platino, diamantes, cobre, níquel, radio, bauxita, cobalto, litio, fosfatos, hierro, plomo, zinc, etc., o de su coltán, tan imprescindible para que podamos andar a todas horas con el móvil pegado a la oreja.
Un grito contra la destrucción de su agricultura, de su minería, de su artesanía, contra el reparto infame de tierras con que las grandes potencias colonialistas afanaron y afanan lo más valioso del continente.
Un grito contra el negocio de la caza del ser humano y del tráfico de armas.
Un grito contra la reducción progresiva de la esperanza de vida y contra unas enfermedades que las multinacionales farmacéuticas no están dispuestas a combatir por no ver en ello un negocio lo bastante lucrativo para sus accionistas.
Un grito contra el apoyo a dictadores y caciques sanguinarios, contra el hurto de las formas democráticas de gobierno que tanto se ensalzan por aquí.
Un grito contra la incultura y el subdesarrollo que impulsa a la juventud a jugarse la vida en busca de un futuro para sus familias.
¡Cien millones de seres humanos, santo Dios, cien millones de jóvenes sacados a la fuerza del continente, criminalmente esclavizados o asesinados, o muertos en el intento, el doble que las pérdidas humanas de la Segunda Guerra Mundial! Sólo que en el caso de África, no es que jamás haya habido un Plan Marshall para reconstruir lo destruido, qué va; es que las potencias que podrían llevarlo adelante, y que esquilmaron y esquilman sin medida el continente, ni siquiera se han dignado pedir perdón a sus pueblos por cuanto daño les han infligido, a esos pueblos que tan grande sufrimiento han soportado y soportan en beneficio exclusivo del criminal y depredador egoísmo que anima a aquellas.
Y frente a tamaña injusticia histórica, ¿cómo no gritar en nombre de África y de los africanos, aunque sea en silencio y encaramado a una farola, porque aún no se les reconoce «el derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado» (art. 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948), o el «derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios» (art. 25), por citar únicamente dos de los treinta artículos que componen la Declaración y que son sistemáticamente violados por los países que la suscriben?
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