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El viernes 4 de julio terminó oficialmente el curso académico en Francia, y mi segundo año como docente de español en el país. En este curso recién acabado, ocupé dos plazas vacantes a tiempo parcial en dos centros de enseñanza secundaria situados a orillas del Étang de Thau, que es una albufera natural comunicada con el mar Mediterráneo y ubicada a treinta kilómetros de Montpellier. Uno era el collège de Mèze y, el otro, el lycée de Agde.
Las poblaciones que circundan el Étang de Thau se dedican principalmente a tres actividades económicas: el cultivo de marisco y la viña durante todo el año, y el turismo en temporada alta. Debido a la introducción masiva de maquinaria, la viticultura apenas crea puestos de trabajo en la zona, que tiene una de las tasas de desempleo más altas del país; pero el marisco y el turismo sí ocupan a un porcentaje considerable de la población.
Por un lado, las playas de Agde son uno de los principales destinos turísticos del sur de Francia y de los naturistas europeos. Toda una industria de campings, hoteles, restaurantes, centros de belleza y residencias de ancianos ha surgido al calor del dinero traído en su mayor parte por ciudadanos del norte de Francia y Europa, y esto ha tenido repercusión en la formación de los jóvenes locales: todas las secciones profesionales del lycée de Agde están dedicadas a la atención a ancianos, a los cuidados estéticos y la restauración, y es difícil encontrar en la zona un empleo que no esté relacionado con estas actividades.
La economía de Mèze, por su parte, se basa primordialmente en el cultivo de marisco. Sus ostras y mejillones, que se exportan a los cinco continentes, tienen fama de ser de los mejores del país, y mucha gente de toda Francia acude al pueblo con el único propósito de degustarlos. Las explotaciones de acuicultura, que normalmente pertenecen a empresas pequeñas y familiares, llevan traspasándose de padres a hijos desde hace varias décadas. De hecho, algunos de mis alumnos heredarán negocios por lo general bastante prósperos.
La crisis económica llega ahora a Francia en su versión habitual de aumento del desempleo y recortes a la ciudadanía. Sin embargo, la posibilidad de heredar un negocio sigue teniendo un efecto disuasorio en la capacidad de esfuerzo del alumnado, lo que degrada la calidad de la docencia: a los catorce años, cuando uno es muy vulnerable a las influencias externas, apetece imitar al compañero que no estudia porque tendrá la vida resuelta cuando abandone las aulas (igual que ocurría en España durante la época del ladrillazo, cuando los jóvenes dejaban los estudios por un salario sin necesitar una cualificación). Para el profesor es una obligación, entonces, hacer ver a los estudiantes que sólo valiéndose de su esfuerzo alcanzarán un trabajo digno.
Pero heredar un negocio también puede suponer una condena de por vida, y no son pocos los que están obligados a continuar la tradición familiar sin desearlo, o los que deciden seguirla por comodidad o por no decepcionar a sus padres. Como sabemos, un gran avance de la humanidad ha sido el poder optar a una profesión distinta —acaso menos dura, o mejor remunerada— que la de nuestros progenitores, e incluso el conocer varios oficios, a diferencia de lo que ocurría no hace tanto tiempo, cuando un hijo de campesino o de pescador moría a la fuerza siendo campesino o pescador, como aún sucede en la sociedad de castas de la India.
Dos de las ventajas que aún tiene Francia sobre España son, por tanto, que aquí no se considera una suerte tener empleo —como si el trabajo no fuera un derecho básico del ser humano—, y la posibilidad que uno tiene todavía de cambiar de profesión por voluntad propia y sin jugarse el futuro, algo que en nuestro país significa muy probablemente ir al paro sin ningún tipo de protección, ni posibilidad de volver a encontrar trabajo. El día que esto también ocurra en Francia, si llega, habremos retrocedido un gran paso, como en España.