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Villaescusa de Haro es un pequeño pueblo de la Mancha conquense. Es llamada la Villa de los Obispos, pues aquí nacieron algunos, el más célebre Diego Ramírez de Villescusa o de Fuenleal, obispo de Astorga, Málaga y Cuenca y presidente de la Chancillería de Valladolid, además de otros muchos cargos. Fue un mecenas, especialmente, de arquitectura religiosa. Fundó el Colegio de Cuenca en la Universidad de Salamanca, donde se formó, siendo un alumno aventajado de Antonio de Nebrija. Fue fundador de este colegio al ver frustrados sus intentos de establecer universidad en Villaescusa, renunciando a su plan porque el primado cardenal Cisneros ya tenía en mente la de Alcalá. Diego Ramírez había empezado a levantar el edificio de esta universidad ‘non nata’, de la que quedan restos y son hoy propiedad privada.
Hay muchos Ramírez ilustres en Villaescusa. Todos emparentados. Puede que esta familia, según los investigadores conquenses Hilario Priego y José Antonio Silva, sea de probable origen converso. Lo cierto es que Diego Ramírez fue, como apunta el historiador Miguel Jiménez Monteserín, un “obispo del cuño impuesto a los suyos por los Reyes Católicos, hispano, hidalgo, letrado, honesto y fiel a ellos.” Eclesiástico, añade Monteserín, “de alto rango, hábil cortesano y letrado respetado”. Clérigo culto porque vivió en el tiempo que vivió. Casi la única salida para tan vocacional hombre de letras. En la Iglesia residía la cultura. Aprendió latín en Garcimuñoz, cerca de su pueblo, antes de completar los estudios salmantinos en la acreditada universidad. Hoy quizá, de vivir, sería, sin ser cura, un educado profesor de esa universidad, miembro de la RAE, ganador de altos premios oficiales y autor de una sólida obra sobre asuntos laicos.
Ser un humanista que ambicionaba conseguir buenos puestos políticos bien pagados (y los obtuvo), se deduce claramente de los textos biográficos; enfrascado en una escritura copiosa que hoy, por desgracia, está perdida casi toda; apenas quedan unos ‘Diálogos’ donde “la señora Muerte venía a dialogar con los mortales y avisarles de su cercanía” (Luz González). El mecenazgo no lo ejerció por ostentación de poder sino por amor al arte. Propició la construcción de edificios religiosos en Antequera y Málaga, siendo el obispo malagueño; la remodelación del palacio arzobispal conquense, la rehabilitación de la parroquia de San Pedro en su pueblo y, sobre todo, en esa parroquia, la creación de la muy vistosa capilla funeraria de la Asunción. En su colegio universitario siempre había becas para los de Villaescusa.
En el conflicto comunero, habiendo sido capellán de la reina Juana, era en ese momento ya obispo de Cuenca y presidente de la Chancillería de Valladolid, una especie de Tribunal Supremo de la época. Quiso mediar entre realistas y comuneros que protestaban por el alto número de cargos flamencos nombrados por Carlos V y el desdén de esa corte hacia la nobleza castellana. Fracasó en la conciliación, suscitando sospechas del emperador, quien, creyéndole inclinado a los rebeldes, lo cesó en el cargo y confiscó sus bienes. Lorenzo Silva lo cita en su novela ‘Castellano’, anteponiendo que era “un hombre en principio respetado por todos”. Al ver el panorama, “Don Diego comprende –escribe Silva- que cualquier arreglo resulta ya imposible”.
Diego se arrima entonces al virrey, el también discreto Adriano de Utrech (preceptor del monarca, a quien advirtió de la rebelión). Lo acompañó a Roma, como prelado, al ser nombrado papa. Tuvo la mala suerte de que Adriano VI no pudo hacerlo cardenal, pues el pontífice murió enseguida. Vuelto a Cuenca, fue llamado el “obispo bueno” en una diócesis que estaba patas arriba, mandando en ella obispos italianos mangantes. La hispanista norteamericana Sara T. Nalle, que vive a caballo entre New York y Cuenca, afirma que Villaescusa instauró en su diócesis “un compromiso con el buen gobierno y la sana doctrina”. A Cuenca le hizo mucho bien, llegando a llevar las aguas desde la Cueva del Fraile y, se dice, la imprenta a la ciudad.
Hay una literata, viva, villaescusera: Luz González. Ha publicado varias novelas, la mayoría de ellas en la editorial madrileña Huerga & Fierro. Ha vivido y trabajado en Estados Unidos, en Países Bajos y en Madrid, como periodista y profesora, y actualmente reside en Cuenca capital. Dos de sus novelas, ‘La Casa de las Conversas y el secreto de la puerta azul’ y ‘Querido hermano’, tratan, entre otras cosas, de Diego Ramírez y de su pueblo. La primera reproduce los cuadernos de tres mujeres, Catalina, Sara y Sarita, abuela, madre y nieta, aunque no son entre ellas familia carnal. La primera es una judía sabia, antes llamada Judith, guarecida en Villaescusa después de huir de Toledo cuando las cosas se pusieron feas antes de la expulsión, haciéndose cristiana mas conociendo los arcanos hebreos, y siempre rodeada de las otras dos.
Diego Ramírez es hijo natural de Sara, engendrado por el padre del futuro obispo, a la vez que Sarita es hija de ese mismo padre, sin ser hija de Sara, quien, amamantándola, hace que sobreviva. Catalina enseña a Diego y Sarita, hermanos de leche, y hermanos de verdad, los números y el abecedario, y “a leer y a sumar con las letras de sus nombres”, según la tradición judía. Diego siempre llamaba madre a Catalina. En la novela se manifiesta el sincretismo en el modo de la doctrina que movió a Diego Ramírez, influido por fray Hernando de Talavera, su maestro y amigo, tan comprensivo. Catalina evoca el tiempo de Diego como canónigo en Jaén, y escribe que los dos animaban a los moros a cantar en la iglesia acompañándose de sus instrumentos musicales para tocarlos en la misa: “De esta manera las misas se convertían en fiestas y celebración de la comunión verdadera de los hermanos.”
La convivencia de estas tres mujeres en la casa de las conversas, así la llamaban en el pueblo (sólo había una conversa), es gran ejemplo de honradez, de caridad, haciendo siempre lo adecuado, lo no dañino. En esa casa se da trabajo, tejiendo, a las mujeres abandonadas que lleva el cura, don Senén. Se exporta lana a Europa. Catalina, como judía, cultiva el préstamo, mas sin dinero: Yo te presto diez huevos y tú me devuelves una docena. Catalina, sabía judía, Sara, pragmática, y Sarita, libre y sabia como su abuela: doctas mujeres. Diego Ramírez, tan mundano, envidia esta serenidad rural, esta manera tranquila de acertar, sin la soflama de la corte hipócrita que trató.
El ‘summun’ de la ficción, casi siempre atenida a hechos históricos, la lleva Luz González al extremo infalible de transcribir los encuentros entre los hermanos apócrifos (cuando muere Diego Ramírez, Sara se hallaba con él en Cuenca), y reproducir las cartas que se intercambian. ‘Querido hermano’ es un epistolario cronológico: cartas de Diego desde Flandes, desde la corte de Castilla, desde Valladolid, desde Tordesillas, desde Roma. Las de Sara en todo momento desde Villaescusa. Esta ficción sabrosa, tan bien llevada, construye una sólida realidad, superior a lo que fue el mundo, el estricto acaecer de la existencia de Diego Ramírez. La literatura, imaginativa, es la mayor realidad, mucho mayor que los comentarios que interpretan los mamotretos.
Villaescusa de Haro es un pequeño pueblo de la Mancha conquense. Es llamada la Villa de los Obispos, pues aquí nacieron algunos, el más célebre Diego Ramírez de Villescusa o de Fuenleal, obispo de Astorga, Málaga y Cuenca y presidente de la Chancillería de Valladolid, además de otros muchos cargos. Fue un mecenas, especialmente, de arquitectura religiosa. Fundó el Colegio de Cuenca en la Universidad de Salamanca, donde se formó, siendo un alumno aventajado de Antonio de Nebrija. Fue fundador de este colegio al ver frustrados sus intentos de establecer universidad en Villaescusa, renunciando a su plan porque el primado cardenal Cisneros ya tenía en mente la de Alcalá. Diego Ramírez había empezado a levantar el edificio de esta universidad ‘non nata’, de la que quedan restos y son hoy propiedad privada.
Hay muchos Ramírez ilustres en Villaescusa. Todos emparentados. Puede que esta familia, según los investigadores conquenses Hilario Priego y José Antonio Silva, sea de probable origen converso. Lo cierto es que Diego Ramírez fue, como apunta el historiador Miguel Jiménez Monteserín, un “obispo del cuño impuesto a los suyos por los Reyes Católicos, hispano, hidalgo, letrado, honesto y fiel a ellos.” Eclesiástico, añade Monteserín, “de alto rango, hábil cortesano y letrado respetado”. Clérigo culto porque vivió en el tiempo que vivió. Casi la única salida para tan vocacional hombre de letras. En la Iglesia residía la cultura. Aprendió latín en Garcimuñoz, cerca de su pueblo, antes de completar los estudios salmantinos en la acreditada universidad. Hoy quizá, de vivir, sería, sin ser cura, un educado profesor de esa universidad, miembro de la RAE, ganador de altos premios oficiales y autor de una sólida obra sobre asuntos laicos.