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La dignidad de la despoblación se encuentra en el interior de cada una de las personas que habitan en cualquier pequeño lugar, aunque solo lo hagan circunstancialmente. La percibo más de cerca cuando me asomo a la ventana, no oigo pasos y encuentro persianas bajadas.
Aunque físicamente no están, el alma de sus moradores pertenece a ese lugar y sigue vibrando en el patrimonio, en cada una de las viviendas, en las calles y parques, en las iglesias, bibliotecas, bares, ayuntamientos, en los museos o en las fuentes.
Cuando no hay personas existe su recuerdo y también la esperanza de que un día regresarán ellos, sus hijos o un nuevo propietario inundando de vida el lugar. Esa esperanza se manifiesta como una ilusión temporal en el mes de agosto, para unos de forma dolorosa porque abre heridas, para otros, de un modo artificial porque nada tiene que ver con la realidad; para algunos, de entre todos es un momento de efímera felicidad y para los más negacionistas forma parte de una irrealidad que no logran aceptar deseando la llegada de la vida rutinaria que ofrece el resto de los once meses del año.
El cuerpo de los pueblos son sus viviendas y edificios públicos y el alma lo conforman sus moradores y las personas de varias generaciones que han vivido en ellas junto con las relaciones que han establecido entre vecinos. Esas reglas siguen vigentes de generación en generación porque forman parte de un hilo conductor. Por eso, cuando llega un nuevo poblador, ese hilo se corta y en un primer momento solo permanece la fachada del cuerpo de la vivienda.
Surgen nuevas relaciones con una nueva alma en el pueblo que debe aprender las reglas no escritas, a intuir los ritmos y comportamientos para adaptarse y esperar que se consolide el lecho de encuentro con sus vecinos como germen del nuevo hilo de relación interpersonal. La fachada del edificio es lo último que debería modificarse en ese proceso de integración porque es el nexo de conexión entre el alma del inquilino y la identidad del alma del pueblo.
El patrimonio privado y público con mayor motivo, por tanto, otorga y aporta dignidad al municipio y dejarlo en manos de personas respetuosas con la identidad del lugar que habitan, que lo cuidan y preservan, es la mejor inversión que se le puede entregar a un pequeño lugar.
El patrimonio, además de ser identidad, es una fuente de empleo y desarrollo socioeconómico, es el indicador de la salud corporal y emocional del municipio, de las personas que hacen uso de ello y también es el espacio donde descubrirse e integrar cuerpo, alma y relaciones.
La dignidad de la despoblación se encuentra en el interior de cada una de las personas que habitan en cualquier pequeño lugar, aunque solo lo hagan circunstancialmente. La percibo más de cerca cuando me asomo a la ventana, no oigo pasos y encuentro persianas bajadas.
Aunque físicamente no están, el alma de sus moradores pertenece a ese lugar y sigue vibrando en el patrimonio, en cada una de las viviendas, en las calles y parques, en las iglesias, bibliotecas, bares, ayuntamientos, en los museos o en las fuentes.