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En estas últimas semanas y sobre todo a medida que se acerca el momento de ir a votar para elegir a quienes dirijan los ayuntamientos durante cuatro años, surgen de manera natural conversaciones que no tienen desperdicio. También dentro de nuestros despachos, o cuando realizamos una visita o quedamos con alguna persona para cualquier cosa. Hay quienes hacen claramente campaña por su opción y quienes hacen campaña por ninguna opción. Hay quienes se sienten en la obligación de devolverle el favor al alcalde saliente o de pasarle factura por incumplir sus promesas individuales, grupales o comunitarias.
Tengo la sensación de que cuanto más pequeño es el municipio, más importante es esa elección, porque la oportunidad de poder premiar o castigar la acción política de alguien es real. Soy trabajador social en varios de esos pueblos donde el número de concejalías oscila entre nueve y tres. Reconozco que, al no residir en ninguno de esos municipios, me siento tentado de ser un simple espectador, abrir una bolsa de pipas, sentarme en un banco a la sombra y ver los movimientos de unos y otros en estos meses, semanas y días previos a la votación. Asistir al espectáculo previo como quien ve una película que bien podría ser de Buñuel o de Álex de la Iglesia, con sus carreras para empadronar a más gente y su competición para liberarse durante cuatro años por fin o cuatro años más, según el caso. Cada cual sabe con cuantos votos cuenta y el margen de error es pequeño. Se multiplican las presiones y promesas. Se puede sentir la tensión en algunos lugares porque da la impresión de que lo que se enseña no es lo que realmente se pone en juego.
Como trabajador social de esos pueblos (no sólo como persona/ciudadano) veo con preocupación en numerosas ocasiones y con esperanza en otras la fiesta de las elecciones municipales. Y es que la persona que ostentará la alcaldía va a afectar muy directamente a mi trabajo, aunque no tanto como a alguno de los elegidos les gustaría. Porque no es lo mismo un alcalde (o alcaldesa) que entienda mi trabajo y lo respete a alguien que no sólo no lo entiende, si no que tampoco lo respeta. No es lo mismo quien quiere saber y controlar qué personas vienen a verme y qué es lo que quieren, que quien se preocupa por intentar salvar la privacidad de cada cual en todo momento. No es lo mismo querer utilizar al trabajador social de su pueblo como un instrumento de realización de favores (con los que acumular otros por recibir) que echarse a un lado y dejar hacer. No es lo mismo intentar imponer su criterio personal que respetar nuestro criterio profesional. No es lo mismo atender a la población en un despacho con frío en invierno y calor en verano o sin un lugar apropiado donde poder esperar a ser escuchado, que disponer de un lugar acondicionado convenientemente y equipado con todo lo necesario.
Porque hay injerencias en nuestro trabajo. Muchas. Por afán manipulador, por desconocimiento, por desconfianza o por todas estas razones a la vez, según el caso y los años de ostentación del cargo. Y seguramente más cuanto más joven es el o la trabajadora social, más si tiene poca experiencia y más aún si es mujer.
Siempre albergo una esperanza al ver tres listas o más en las elecciones municipales
En la España de las dos listas municipales y la sucesión interminable de caciques, donde las cosas se hacen porque sí o porque lo digo yo, siempre albergo una esperanza al ver tres listas o más en las elecciones municipales. A ver si hay suerte y nadie saca mayoría absolutista. A ver si no les queda más remedio que sentarse y negociar, intentar llegar a acuerdos, explicar sus razones y escuchar las contrarias. A ver si de una vez no se pueden hacer las cosas porque aquí se hace lo que yo diga durante cuatro años. Es una ilusión que nunca he visto materializarse en municipios de menos de dos mil habitantes. Me conformaría incluso con tres listas de derechas (¡qué poquito pido!). Por mala que sea una opción, siempre hay otra peor. Este argumento me parece suficiente para moverse y depositar una papeleta, aunque sea, literalmente, con una pinza de la ropa en la nariz. A ver si entre ellos al menos son capaces de sentarse a hablar y razonar sus decisiones. Y de explicarlas a la población, que eso tampoco es algo que se prodigue de forma abierta en todos los municipios precisamente.
He trabajado con responsables municipales que se han puesto a disposición del equipo de Servicios Sociales de su municipio y ha sido un placer siempre. Y la gente del pueblo ha notado que nuestro trabajo es mucho más eficaz y llega mucho más lejos. Cuando el objetivo de alcaldes y alcaldesas es controlarlo todo el resultado es justo lo contrario. Ya es bastante difícil garantizar la privacidad a la que toda persona tiene derecho cuando acude a vernos incluso haciendo las cosas bien. He desarrollado mi labor profesional en municipios donde el hecho de venir a verme se convierte en motivo de interés, intriga e intento de investigación por parte de trabajadores municipales y concejales. Hay gente que viene a verme a nueve kilómetros o más de su pueblo porque no quiere que nadie del suyo sepa que ha quedado conmigo, aunque sea para temas intrascendentes. Hay muchas maneras de presionar e incomodar a las personas y a los profesionales.
Cuando este artículo se publique estaré a punto de saber si ha habido cambios en las composiciones de los ayuntamientos donde trabajo. Como siempre, espero que para la vecindad de esos pueblos, se elija la opción que me facilite y permita el trabajo, o al menos la que menos pegas me ponga, que tampoco es mucho pedir.
En estas últimas semanas y sobre todo a medida que se acerca el momento de ir a votar para elegir a quienes dirijan los ayuntamientos durante cuatro años, surgen de manera natural conversaciones que no tienen desperdicio. También dentro de nuestros despachos, o cuando realizamos una visita o quedamos con alguna persona para cualquier cosa. Hay quienes hacen claramente campaña por su opción y quienes hacen campaña por ninguna opción. Hay quienes se sienten en la obligación de devolverle el favor al alcalde saliente o de pasarle factura por incumplir sus promesas individuales, grupales o comunitarias.
Tengo la sensación de que cuanto más pequeño es el municipio, más importante es esa elección, porque la oportunidad de poder premiar o castigar la acción política de alguien es real. Soy trabajador social en varios de esos pueblos donde el número de concejalías oscila entre nueve y tres. Reconozco que, al no residir en ninguno de esos municipios, me siento tentado de ser un simple espectador, abrir una bolsa de pipas, sentarme en un banco a la sombra y ver los movimientos de unos y otros en estos meses, semanas y días previos a la votación. Asistir al espectáculo previo como quien ve una película que bien podría ser de Buñuel o de Álex de la Iglesia, con sus carreras para empadronar a más gente y su competición para liberarse durante cuatro años por fin o cuatro años más, según el caso. Cada cual sabe con cuantos votos cuenta y el margen de error es pequeño. Se multiplican las presiones y promesas. Se puede sentir la tensión en algunos lugares porque da la impresión de que lo que se enseña no es lo que realmente se pone en juego.