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Es verdad que el día de la abdicación acudí por la tarde, con otros muchos ciudadanos, a la concentración republicana de la plaza de Zocodover, en Toledo.
Particularmente, reconozco, sin ambages, que el rey fue durante la Transición uno de los elementos clave para consolidar la democracia. Aunque también creo que no fue el único, ni siquiera el fundamental: el pueblo estuvo constantemente reclamando en la calle, a través de numerosas huelgas y de manifestaciones de todo tipo (ver «El final de la Dictadura», de Nicolás Sartorius y Alberto Sabio), la amnistía de los presos y las libertades, y también en las instituciones en que se podía, con sus líderes vecinales, sindicales o políticos, con sus escritores, periodistas, profesionales, cantautores o artistas más comprometidos. Pero insisto, no veo problema en aplaudir el papel del rey durante esos años.
No obstante, eso no puede significar el abandono de mis convicciones republicanas, que me parecen más asentadas en la lógica y en el sentido común, y también, desde luego, en los principios de la democracia, que las monárquicas de otros, tan respetables como las mías, desde luego. Que, frente a los peligros reales de involución política, con varios y graves intentos golpistas, se acordara el pacto constitucional de 1978 que reconocía a la Monarquía parlamentaria como la forma política de Estado, no implicaba, en modo alguno, que hubiera de aceptarse por los siglos de los siglos.
Han pasado casi cuatro décadas (un tiempo prácticamente igual al de la dictadura franquista), y la abdicación del rey ha «abierto el melón», como dicen los de las tertulias, de la forma de Estado. Es decir, y que quede claro, el dichoso melón de la forma de Estado lo han abierto el rey, Rajoy y Rubalcaba, que el resto del país bastante teníamos con tratar de frenar y cambiar las diabólicas políticas neoliberales. Pero, ya puestos, ¿por qué no aprovechar el momento para saber qué piensa el pueblo sobre si monarquía o república? Pues precisamente por eso mucha gente manifestamos nuestra opinión en las plazas de nuestras ciudades el día en que abdicó el rey. ¿O es que hay que esperar a la abdicación del futuro Felipe VI para plantear la cuestión, dentro de otros cuarenta años tal vez? Puede que algunos de los gerifaltes del PSOE posean en exclusiva la respuesta, aunque, para entonces, ya estarán, como el que suscribe, criando malvas.
Ahora bien. Que no se enturbie el objetivo prioritario: se trata de acabar con las políticas neoliberales e impulsar otras radicalmente distintas, que vayan, por encima de todo, en beneficio de la ciudadanía. Y que no se olvide que para alcanzar tal objetivo se necesita una mayoría política suficiente.
Y es aquí donde aparece el enemigo público número uno, consecuencia también del pacto efectuado en su día por socialdemócratas de centro izquierda y conservadores de centro derecha, a fin de frenar a socialistas de izquierda, comunistas y republicanos. Ese enemigo es la actual Ley Electoral con su sistema D´Hont de reparto de escaños, que corrige en tal medida la proporcionalidad, que resulta manifiestamente injusto. Por ejemplo, al PP un escaño en Castilla y León le vale, de media, unos 46.000 votos, y en Madrid, unos 96.000; pero es que a IU le vale esto último casi 165.000 votos. Otro ejemplo: en el actual Parlamento, el PP, con el 44,6 % de los votos (sin mayoría absoluta, pues), tiene 186 diputados (53%); es decir, que la proporcionalidad de su representación se ve beneficiada por casi 9 puntos; e IU-LV, con el 6,9 % de los votos, sólo tiene 11 diputados (3,1 %); es decir, su representación parlamentaria sufre un castigo de casi 4 puntos.
Esto significa que los esperanzadores resultados de las últimas elecciones europeas (una sola circunscripción, con menor impacto del sistema D’Hont) podrían venirse abajo en las próximas elecciones generales (circunscripciones provinciales, con mayor distorsión de resultados por efecto del citado sistema). Por tanto, o se cambia la ley con su sistema de reparto de escaños, porque es injusta, o el bipartidismo monárquico volverá a imponerse. Y nos quedaremos sin saber otra vez y para otras cuatro décadas qué piensa el pueblo español con respecto a la forma política de Estado.
Es verdad que el día de la abdicación acudí por la tarde, con otros muchos ciudadanos, a la concentración republicana de la plaza de Zocodover, en Toledo.
Particularmente, reconozco, sin ambages, que el rey fue durante la Transición uno de los elementos clave para consolidar la democracia. Aunque también creo que no fue el único, ni siquiera el fundamental: el pueblo estuvo constantemente reclamando en la calle, a través de numerosas huelgas y de manifestaciones de todo tipo (ver «El final de la Dictadura», de Nicolás Sartorius y Alberto Sabio), la amnistía de los presos y las libertades, y también en las instituciones en que se podía, con sus líderes vecinales, sindicales o políticos, con sus escritores, periodistas, profesionales, cantautores o artistas más comprometidos. Pero insisto, no veo problema en aplaudir el papel del rey durante esos años.